Llevo unos días lidiando contra ciertos pensamientos incómodos y oscuros que están mermando mi paz espiritual.
He probado a comer alimentos que nunca he comido, beber líquidos que nunca he bebido y, aun a riesgo de parecer gilipollas, hablar de cosas que desconozco. Y he acabado bebiendo sin tener sed, comiendo sin tener hambre y hablando sin tener nada que decir. Eso sí: me he sentido muy humano y casi caigo enfermo. Luego he transitado por superficies inhóspitas que nunca he pisado hasta llegar a lugares remotos en los que nunca he estado. Y no he visto nada diferente que no haya visto en otros sitios conocidos. Ya me entendéis: gente.
También he consumido música, cine y literatura alabada por la prensa especializada, y me han acometido ataques epilépticos, ardores, diarreas y ansias de perpetrar una masacre. Y he practicado métodos menos agresivos, como jugar al ajedrez conmigo mismo, hacer sudokus y resolver el cubo de Rubik bajo la alcachofa de la ducha con el agua fría. Pero nada.
He recurrido a mi surtido de blasfemias cotidianas tales como defecar en el santoral, en vírgenes, iglesias, religiones y dioses. Pero eso es algo que llevo haciendo desde los trece años, incluso estando de buen humor y con la mente en blanco, así que no ha servido de nada. Tampoco cuando lo he intentado con programas de televisión y radio, prensa roja y azul, monarquías, ejércitos, ideologías, nacionalismos y votantes obtusos.
Por si fuera poco, he estado explotando burbujas de embalaje sentado en los bancos de las plazas hasta altas horas de la noche. Me he pasado horas de vaivén en los columpios de los parques con la mirada perdida, y me he lanzado de cabeza por los toboganes una y otra vez hasta que los niños pequeños se han puesto a llorar y sus madres acomplejadas me han mirado con indignación y desprecio.
Y no digáis que no lo he intentado de veras, pues para pensar con claridad también me he ido al río a tirar piedras hasta que se han acabado. He saltado a la comba con descoordinación ante las fachadas de los sex shops para reencontrarme con mi niñez. He arriesgado la vida en los pasos de cebra en hora punta en busca de algún estímulo extremo. Nada, nada ha funcionado: ni siquiera estar siete horas haciendo de mimo en la misma postura para conectar con mi yo interior.
Y hoy, por último, falto de esperanzas y apenas reconociéndome, he acabado en la consulta del médico —no recuerdo si pública o privada— y me ha diagnosticado que estoy aquejado de un nivel medio-alto de misantropía de la cual no existe remedio, salvo irse al espacio con Calleja sin intención de volver. Ha sido tan gracioso que lo he cogido de la pechera y lo he incapacitado de por vida para el ejercicio de su profesión. Y qué extraño, he vuelto a pensar con claridad y los pensamientos oscuros e incómodos han dejado de atormentarme.
Sin duda, el empirismo está bien, pero hay que ir más al médico.