Me siento satisfecho del olvido. Orgulloso, si cabe, de ser incapaz de recordar a todo aquel que no quisiera ser recordado, si es que alguna vez hubo alguien que carente de afán de protagonismo e impregnado de verdadera pureza, no quisiera vivir en la mente de otros, una vez exhalado el último suspiro. La solidaridad de la carne con la carne tenía un nombre que le confería sentido. El origen del progreso de la especie se extravió en la luz de alguna estrella opaca; en algún paraje remoto todavía sin profanar, o en la oratoria de algún erudito griego que nadie escuchó porque en realidad nunca existió.
Tan solo me serena saber, miserable de mí, que vosotras y vosotros, que devoráis la vida en lugar de saborearla cacho a cacho, y perseveráis por ser imperecederos en la mente de vuestros hijos, algunos aún por concebir, moriréis un día u otro. Y seréis como aquel griego sabio cuyo mensaje llegó a ninguna parte. Como esa estrella cuya presencia en el firmamento nadie percibe porque su brillo permanece velado.
Olvido e indiferencia, la peor de las penitencias.
Por eso tú también quieres reproducirte y multiplicarte. Y que tus hijos e hijas sepan la verdad y vean algún día que nunca olvidarán el asco que damos. Para que custodien nuestra mísera soberbia y la propaguen, y para que vomiten hasta en los más inalcanzables confines la falsedad que hemos mantenido sin advertirlo. O acaso para que nos olviden puesto que yo no he sabido hacerlo.
Tan solo por pretender esto, por la eventualidad de continuar jodiéndonos todos los días de esta vida efímera que ya no es nuestra, crees en el milagro de alumbrar una cabeza pequeña y redonda de alguna vagina y darnos cuenta de lo esencial. Y jodernos y morir y llorar y gritar. Y continuar respirando, perpetuando una vez más el ciclo, que nacer, es el único acto de veras testimonial que una mujer y un hombre podrán realizar jamás.
Por eso pienso en ti. Y en ti. También en ti. Incluso en ti.
En ti no.