16/9/21

66. Actrices y días de clase

    En el colegio, para estupor de compañeros, profesores y hasta del quiosquero, siempre pedía la plastilina negra. «No quiero la roja, ni la amarilla, ni la verde, ni la azul, ni la blanca, ni la marrón», les decía mi vocecita. «Quiero la negra, ¿me entendéis? La negra, la negra. Quiero la plastilina negra». Uno de aquellos días, en clase, las niñas confeccionaban en el suelo con actitud comedida un mural sobre la Navidad. Los niños, en ruidosa algarabía, moldeábamos la plastilina para crear las figuras que habrían de habitar el pesebre.

    De mis pequeñas manos surgieron oscuros nazarenos con los brazos arqueados, como si estuvieran sujetos a la yunta de unos bueyes. Otros tenían la espalda encorvada como escrupulosos arroceros cargando con los sacos en una sufrida jornada laboral. Una vez, el ejercicio de manualidades consistió en manipular la plastilina hasta dar con alguna cara, si más no, sonriente o que trasmitiera alegría. Y otra vez, para estupor de compañeros y profesores, creé semblantes de rasgos siniestros y torturados, como si hubieran nacido de las pesadillas más oscuras de Goya.

    Pasaron unos años y siguió mi predilección por el negro, a la par de que iba entendiendo de qué iba en realidad todo aquello. En aquella misma clase, dos chicos pugnaban, airados, delante de la pizarra con borrador y tiza en mano. Se trataba de decidir por unanimidad, si una incipiente Sharon Stone que aún no protagonizó Instinto básico (1992), tenía lo necesario para destronar a Kim Basinger del podio de la mujer más deseada. Los líderes de ambos grupos eran jaleados por sus vociferantes seguidores, mientras escribían en la pizarra los atributos de ambas mujeres para establecer comparativas. Kim Basinger ya había rodado 9 semanas y media (1986) y ganó aquella lid con merecimiento. Pero yo nunca he podido quitarme de la cabeza a Michelle Pfeiffer saliendo del ascensor en El precio del poder (1983).

    Por lo demás, sigo prefiriendo la plastilina negra. 

    Siempre la negra.


13/9/21

65. De cuando iba al cine

    Cuando era niño, asistía en grupo a las sesiones maratonianas de siete horas de terror y siete horas de risa que se daban muchos domingos en el cine de mi pueblo. Estuve yendo con cierta asiduidad a diversas salas hasta el estreno de Terminator Génesis (2015). Durante todos esos años de cinefilia, he padecido, en mayor o menor grado, lo que tuve a bien llamar bucle cojonero. Esto viene a cuento de que yo, cuando iba al cine, incluso cuando era un mocoso de doce años, salvo contadas excepciones, las pelis las veía calladito y sin dar por culo. Y he mantenido ese comportamiento en la adolescencia y la edad adulta.

    Pero el infortunio me perseguía, y por grande que fuera la sala de cine, mi espacio vital de audición acababa invadido por los aullidos de una vociferante turba unisex de adolescentes, a los que había que recordar que el cine no era la peluquería ni un foro de MotoGP. Luego, cuando enmudecían y cesaban de agigantar el malestar de los espectadores cercanos con sus mierdas de juventud, pasados unos minutos daba inicio el bucle cojonero. Es decir: lo mismo se ponían a sufrir más que los actores y actrices, como que se susurraban entre ellos lo que ocurría en todos y cada uno de los fotogramas, como si el resto de espectadores fuéramos invidentes. ¡Si estábamos todos viendo lo mismo, cojones!

    No sé ahora, pero antes sucedía. Esa conducta de extrema idiotez me hacía pensar en explosiones nucleares como un medio para erradicar a esa casta de subnormales insoportables, cuyos nulos modales son connaturales a los de sus putos padres que no los educan. Encima, los medios de (des) información me quisieron hacer creer que la asistencia a los cines había descendido por la aparición de internet y las descargas ilegales. Una mierda bien gorda para ellos.

    ¡La gente dejó de ir al cine por el bucle cojonero!


9/9/21

64. Millonarios e imbéciles

    Por uno de esos azares que escapan al entendimiento, yo conocí a un millonario. Entre los millonarios o ricos, como entre los pobres y los no adinerados, hay mucha imbecilidad y tal cualidad por desgracia extensa, no hace diferencias entre los que no tienen nada, o los que se gastan una suma desorbitada en alguna acuarela de mierda de algún gilipollas muerto hace cientos de años.

    Como ya se sabe, los hay ricos por estafa inmobiliaria, por apuestas del Estado, desfalco, narcotráfico, por pollazo, por haber nacido con una flor en el culo y otros. En resumidas cuentas, yo distingo entre tres grupos de millonarios: los que ya lo eran desde que nacieron, los que roban a gran escala, y los que nacieron no siéndolo y un giro del destino los introdujo en el gremio.

    Uno de los del tercer grupo se cruzó en mi vida cuando era de mi misma jerarquía social. Un millonario que antes ha sido pobre o ha pertenecido a la esclavitud moderna, reniega de su pasado y odia cualquier cosa que le recuerde su vida anterior. No obstante, y sea dónde sea, se acercará al grupo con el que estés reunido, sin ser invitado posará una sudorosa mano sobre tu hombro, y dirá con una amplia sonrisa y fingida condescendencia: «Nada ha cambiado, eh, chicos. Sigo siendo de los vuestros». Lo cual quiere decir que ya no recuerda sus orígenes, como que en el pasado regentaba un bar tumefacto en el que si dejabas caer el puño en la barra, salían mil cucarachas proyectadas en todas direcciones.

    Con el discurrir del tiempo, el millonario antes pobre, si ya no lo hizo antes, empieza a incubar una variante estrambótica de imbecilidad, así como el desarrollo de fobias, manías extrañas y curiosas aficiones, con lo cual se hace patente eso de que el dinero en exceso potencia lo malo o lo bueno que hay en cada uno de nosotros. Hasta donde yo he visto, algunos habilitan cien metros  cuadrados —como poco— de quinientos, para dar rienda suelta a sus excentricidades, tales como enormes maquetas de scalextric, o representaciones en miniatura de cualquiera de las múltiples batallas que han ido forjando la Historia, de una precisión clínica capaz de teletransportarte al pasado en medio de la contienda. 

    Ni qué decir de los cientos de muñecos de cualquier personaje —ficticio o real— que te puedas imaginar: Drácula, Frankenstein, G.I. Joe, la pantera rosa, Oprah Winfrey, héroes de la Marvel, Fred Astaire… Todos colocados en perfecta formación, impolutos tras la transparencia de sus cajas sin desembalar.

    Turba observar el brillo de sus ojos cuando te muestran semejante derroche de pasta, y conmueve con enormidad contemplar sus sonrisas aleladas, profesando más amor a tales fruslerías que a las personas que les dieron la vida. De hecho, muchos no son malas personas y bien pensado, cuando se es millonario, ser imbécil no es tan malo. Así que supongo que acabaremos comprando algún que otro décimo para el consabido gran montaje consumista que se avecina. A lo mejor hasta toca.

    Total, imbéciles ya lo somos.


6/9/21

63. Echando la basca

    Me faltó medio kilómetro para llegar a casa cuando me interceptó una pareja del barrio a la que conozco.

    Él está en la cincuentena y no tiene ningún rasgo destacable, por lo que encaja a la perfección en el común de la medianía. Mientras que ella, que lo supera en edad, es una agrupación escuálida de huesos recubierta por una piel tirante muy tostada y pasada de punto. El resto es una cabeza en la cual se exhibe un corte de pelo egipcio teñido de color blanco radiactivo, con una cara más arrugada que el papel de aluminio usado. Adictos al bebercio diario, nunca van sobrios del todo ni ebrios como para morder el polvo, pero siempre están en constante equilibrio entre los dos estados. La más de las veces, él suele controlar su ingesta mientras que ella, a menudo, va cuesta abajo.

    Aquella tarde los dos me hablaron a través de sus mascarillas con tono errático y balbuceante, por lo que sus palabras me llegaron amortiguadas y no me cosqué de nada. De súbito, ella emitió un gruñido animalesco y en medio de su mascarilla apareció una mancha de un marrón negruzco que se agrandó hasta desbordarse por fuera. Al segundo siguiente se quitó la mascarilla, del todo irrecuperable, y la dejó caer al suelo con un chapoteo. «Uy, me parece que nosotros también tendremos que irnos a casa», creo que dijo él, mientras que ella siguió regurgitando algo parecido a birra con potaje de lentejas, condimentado con choricillo plastificado del Mercadona. Yo tuve el recordatorio estúpido del tonto aquel que hizo de profesor en la primera edición de OT, y que más tarde imitaría Carlos Latre exclamando aquello de: «¡Sácalo, sácalo!».

    Cuando ella acabó de sacarlo todo, se incorporó con los ojos amarillentos y vidriosos, y una vez recuperó la compostura, nos fuimos dirección a casa alejándonos de aquella potada vespertina, en la que orbitó un revoltoso escuadrón aéreo de insectos. Durante todo el trayecto ninguno de los tres hablamos. Bueno, ninguno salvo Carlos Latre, que no paró de reverberar en mi cabeza:

    «¡Sácalo, sácalo!».


2/9/21

62. Remedio para el insomnio

    Estamos a principios de septiembre y han bajado las temperaturas; qué bien. Eso no cambia que donde vendo mi tiempo siga haciendo un calor que te abrasa las pestañas.

    Siempre que finalizo las vacaciones y tengo que volver a la esclavitud moderna, los biorritmos se me ponen del revés y me desvelo en mitad del sueño. Estoy padeciendo episodios de insomnio jodón en los que, si consigo dormirme, me despierto a las tres de la madrugada montado en cólera y magnificando los problemas más nimios.

    De pura desesperación, en lugar de ir a la farmacia a darle beneficios a una multinacional, he recurrido a un episodio de Barrio Sésamo donde el conde Draco explica, entre rayos, truenos y siniestras carcajadas, que para conciliar el sueño hay que contar ovejas una por una. Pero ni así: las muy putas se atropellan unas con otras como el público en un concierto de hardcore, y así no hay quien cuente una mierda. Y además me enfado más que cuando me desvelo. Pero ayer di en el clavo.

    Sobre las tres y media de la madrugada, sin motivo aparente, me desperté con la furia homicida de un Berserker y a punto estuve de cometer una locura, pero opté por tumbarme de nuevo en la cama y apaciguar la respiración. Entonces entrecerré los ojos e imaginé que el palacio de La Zarzuela y sus inmediaciones, estallaban. Aquel descaro de opulencia se volatilizaba en una bella explosión de tonalidades rojizas, amarillas y anaranjadas. Cuando desperté, caí en la cuenta de que había dormido con placidez sin ningún tipo de sobresalto.

    Para los próximos días y hasta mi jubilación, quiero dormir como un bebé sedado, por lo que ya tengo elaborada una lista inductora del sueño con mis próximos objetivos: el Vaticano, la Casa Blanca, el Palacio de Westminster, la Moncloa, el Kremlin, el Palacio de Bellevue, el Palacio del Eliseo, Palacio Nacional de México, la mezquita Masyid al-Haram, el Castillo de Praga, todas las iglesias y palacios de justicia del planeta… Todo sea por mis biorritmos maltratados, pero qué triste que para dormir tenga que imaginarme un mundo hecho a medida.

    En fin, a ver qué destruyo esta noche.



30/8/21

61. Último día de compra en el bazar

    A dos minutos a pie desde mi casa hubo una gran ferretería de dos plantas del grupo Cofac. Llegó el 2008 y la industria del tocho estalló, y sobrevino una crisis mundial que se estuvo follando a la mal llamada sociedad del bienestar hasta el 2014. En ese intervalo de tiempo, la ferretería, como otros tantos negocios, se fue a tomar por culo para no volver. Con el paso del tiempo la ferretería se convirtió en un bazar chino llamado Merca Europa. Mientras la masa mundial de esclavos seguía resentida por el dolor de tanta sodomización, la poderosa mano amarilla reflotó bares y negocios. Y en poco tiempo, bazares grandes y pequeños proliferaron como un germen infeccioso en pueblos, urbes y superficies industriales.

    El día de la inauguración regalaban una botella de vino blanco sin nombre, de sabor indeterminable. Recuerdo que el bazar funcionó durante tres años y pico en los que siempre vi clientes entrando y saliendo. Una vez de tantas fui allí a comprar, cuando a mitad de camino me interceptaron los espías de mi barrio —jubilados y octogenarias que pasan el tiempo controlando el volumen de paseantes en varios kilómetros a la redonda—, y me dijeron que el bazar cerraría sus puertas en poco menos de una semana por pobreza de ventas.

    Reanudé mi camino con la información rebotándome en el cerebro. Tuve muy buena relación, sustentada en la broma sana, con una de las dependientas. Una china adolescente tan bajita que parecía estar reducida a MP3. Nunca pronuncié bien su nombre, que era algo así como Liu Fang no sé qué o Fay Kung lo otro. Con la debida confianza establecida, cada vez que entraba, la saludaba con un nombre diferente: «Hola, María», u «hola, Sara». Y ella se reía y contestaba con jovialidad según le pareciera: «Hola, feo», u «hola, homble viejo». Mientras que sus tres hermanos —intuí que mayores que ella—, desde la distancia y colocados en diferentes puntos estratégicos del bazar, me miraban muy serios como si fueran a dispararme con armas con silenciador.

    Al rato me dirigí con mi compra al mostrador de cobro. Había muy poca gente y le pregunté a Mónica —mi amiga china— cuál era el verdadero motivo de que cerraran puertas. Marta miró de izquierda a derecha, se aupó apoyando los antebrazos en el mostrador, y yo me basculé un poco hasta casi tocar nariz con nariz. Su rostro vestía un gesto sombrío como jamás había visto en la cara de nadie, y pensé que podía perderme en los enormes cristales de sus gafas redondas al estilo John Lennon. Entonces contestó: «Viene pandemia. Todos pol culo. Todo mielda. Todo mal».

    De pronto, los tres hermanos se echaron las manos a la cabeza mirándose horrorizados. Apareció su madre, de su misma estatura y coronada con un moño eclipsante. Y su padre, también comprimido en MP3 y de una fibrosidad asombrosa. La asieron cada uno de un brazo alejándola de mí y comenzaron a reprenderla, airados, como si al compartir aquella información conmigo hubiera puesto a toda la familia en un grave peligro. «Joder» pensé, «con lo discreta que es siempre Mercedes», «¿cómo lo han sabido? A ver si resulta que hay micrófonos…».

    Salí con mi compra y a la semana siguiente Merca Europa fue historia. Aquello ocurrió a mediados del 2018, y como es natural no eché cuentas del trascendental secreto de Estado del que fui conocedor. Tenía otras cosas en la cabeza, y ni por asomo lo que se nos vendría encima en el futuro. El bazar chino ahora es un gimnasio del grupo Basic Factory al que no pienso ir por cerca que lo tenga, y aquí estamos: año 2021; una pandemia nos está jodiendo, hemos sufrido un confinamiento, sufrimos restricciones y los contagios siguen produciéndose.

    ¡Qué razón tenía Sofía, mi amiga china del lejano oriente!



26/8/21

60. Contribución a la poesía blog

    Que no engañen mis palabras. 
    Que no engañen mis palabras a todo aquel que lea.
    Que no engañen mis palabras a todo aquel que escuche.
    En el fondo soy un hombre tierno,
    por eso antes de follarme a tu mujer,
    me he follado a mi osito de peluche.


23/8/21

59. Sumisas y devotas

    Restituta tenía un nombre más feo que el incesto entre dos hermanos subnormales. No así como su atractivo, que sin ella saberlo, la convertía en musa de las masturbaciones secretas de la mayoría de hombres y mujeres que la conocían. Vivía en un pueblo primitivo de la puta España rural. Corría el año 1940 y la vida era jodida. Si eras mujer, más. Un día inopinado, Restituta se convirtió en la admiración muda de muchas mujeres del pueblo, y en el objetivo a eliminar del patriarcado imperante, cuando le propinó una patada escrotal a su marido, Bardomiano — feo como una cópula zoofílica—, por no comerle el coño con la frecuencia e intensidad debidas.

    Bastante tenía ella con ser, día tras día, ese mero envoltorio donde poder meterla Bardomiano cuando se le antojara, para encima tener que renunciar a tan merecido placer. Qué menos que una demostración sincera de amor de, al menos, cinco veces por semana ante tanto sacrificio ninguneado y servil. Pero Bardomiano descuidó el siempre necesario sexo oral para con su mujer y recibió su merecido. Ante aquel hecho osado e insólito, se desataron un sinfín de habladurías enconadas que se propagaron de puerta en puerta hasta sobrepasar el extrarradio.

    La situación era ya irreversible y el mecanismo de la opresión patriarcal-fascista se puso en funcionamiento. Los tres poderes intocables del pueblo: maestro de escuela, médico y cura, junto con la puta de los tres, el alcalde, resolvieron apresar a Restituta y presentarla, con el fin de un escarmiento ejemplarizante, al máximo poder, ya no del pueblo, sino de la época: los verdes tricorniados. Mientras Restituta permanecía tras unos barrotes, los poderes se reunieron en el ayuntamiento para exponer sus argumentos y llegar a un consenso.

    El maestro de escuela arguyó que Restituta era una mala estudiante, siempre reacia a las enseñanzas que se impartían por orden del alto mando. El médico sostuvo que la mujer padecía una dolencia mental, con toda probabilidad incurable. Y el cura dijo que, salvo rezar por el arrepentimiento y perdón de aquella oveja descarriada, nada más podía hacer, pues solo al Señor le corresponde juzgar y aplicar justo castigo. El alcalde expresó su deseo de que aquel asunto se zanjara lo antes posible de la manera que fuera, que tenía que hacer la siesta. Y el picoleto sentenció que el asunto se arreglaba como se arregla todo.

    Así pues, aquella oligarquía de hijos de puta, mejor alimentados y con mayores bienes que el resto de habitantes del pueblo, concluyeron que la solución era el tiro en la frente y el olvido en la cuneta.

    El franquismo también se trataba de reprimir y anular, fuera con la muerte o mediante vejaciones y tortura, cualquier atisbo de empoderamiento femenino.



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