Dos cuerpos muertos yacen sobre el colchón mugriento de una habitación pequeña, viciada de deseos incumplidos, paredes empapeladas con la nicotina del desencanto, y cortinas que caen como lágrimas negras cubriendo un cristal por el que nunca entra la luz.
Dos cuerpos muertos se miran más allá de sus pupilas dilatadas, mientras en el parque de abajo los niños ríen al sol de la tarde. El tráfico se congestiona y los cláxones aúllan en los ríos de alquitrán. En las terrazas la banalidad campa a sus anchas.
Dos cuerpos muertos tienen, a su derecha, una mesa en la que hay un cenicero desbordado de colillas, un mechero acabado, unas pocas fotografías de sueños arrugados, una cucharilla oxidada y un par de jeringuillas bendecidas por un dios ingrato.
Él y ella están muertos, mientras la bombilla oscilante del techo esboza con su luz malsana imágenes de pesadilla.
Era la víspera de Todos los Santos, aunque nosotros no creíamos ni en los santos ni en los muertos. Más bien creíamos en la maldad de los vivos y en la ley de Murphy. Así que fue un tanto curioso que coincidiéramos en aquella concurrida fiesta de Halloween.
Yo iba disfrazado con el traje obvio de esqueleto, aparte de que llevaba puesta una chistera y ocultaba mi cara tras la máscara sonriente de una calavera. Tú ibas de colegiala zombi, e inspirabas las pesadillas más febriles de George A. Romero.
Justo cuando nuestras miradas se cruzaron desde la distancia, descubrí mi rostro y en ese momento supimos que teníamos que largarnos de allí. En un segundo ya estábamos montados en mi coche, con todos los finales posibles a nuestra disposición y un montón de ideas confusas en la cabeza.
Había cierta insensatez en nuestra conducta, pero éramos jóvenes y a menudo transitábamos por el filo de lo impredecible.
La luz de los faros horadó la oscuridad, y atrás quedó el entramado lumínico-ambarino de la ciudad podrida. Conduje durante treinta kilómetros, amenizados con el thrash añejo de Hallows Eve, el death brutal de Cryptopsy y el black melódico de Cradle Of Filth. Era la música que elegiste de toda la que había en mi lápiz USB, lo cual significaba que también a ti te complacían las melodías del caos.
En cierto momento subliminal y extraño, nos volvimos a mirar con fijeza, y al sonreírnos también supimos dónde debía finalizar nuestra travesía. Y de repente lo vimos, un tanto alejado de la carretera, mimetizado en la niebla bajo la luz blanca de la luna. Dejamos el coche al resguardo de unos frondosos matorrales, e iniciamos a pie el pedregoso camino que conducía al viejo cementerio.
La alta verja de la entrada estaba cerrada, pero eso no impidió que accediéramos al interior por un muro lateral medio derruido, aunque con el estómago estremecido y algunas risas histéricas. Lo mejor es que no había necrófilos a la vista, ni satanistas borrachos de absenta, dibujando a trazos de aerosol pentáculos invertidos en las puertas de los mausoleos.
Una vez dentro, como nuestro atrevimiento era superior al miedo reverencial inculcado, decidimos investigar un rato. Caminamos entre lápidas irregulares y cruces herrumbrosas, y sorteamos inquietantes hondonadas con el temor a que el suelo nos engullera en cualquier momento. Sin darnos cuenta empezamos a hablar en susurros, quién sabe si para no despertar a los muertos olvidados.
Atrás quedaron las sepulturas en tierra, y llegamos frente a una numerosa agrupación de nichos envueltos en bruma, cuyas inscripciones estaban un tanto ilegibles por el paso del tiempo. «Joder» expresé con voz queda, «el día que muera quiero ser incinerado y esparcido en un concierto de Obituary. Nada de contaminar el subsuelo ni pudrirme ahí dentro».
Sin previo aviso, como una invitación, me diste un pequeño empujón y te dirigiste a una enorme superficie rectangular de mármol, sin inscripción alguna, que se encontraba en medio de una plazoleta elevada desde la cual se podía presidir toda la necrópolis. Yo te seguí intrigado, decidido a llegar hasta donde hiciera falta, y empezaste a desnudarte.
Hacía un frío considerable, pero el preludio de lo salvaje tiene la virtud de anular otros factores, por lo que decidí imitarte.
Nuestros cuerpos, pálidos a la luz mortecina de la luna, temblaban como hojas al viento, pero íbamos a remediarlo de inmediato, pues yo estaba duro como el acero toledano y tu entrepierna resplandecía de humedad y deseo. Te tumbaste sobre el mármol negro y arqueaste la espalda al contacto de su frialdad, pero al momento tu piel se erizó de un modo felino, como si exigieras un contacto inmediato y servil, no exento de cierta violencia.
«Ven», me ordenaste, y obedecí, y comí tu coño de modo irracional y ardiente, como un enfermo de gula por los manjares exquisitos, mientras mis manos crispadas de anhelo apresaban la dureza insolente de tus pezones. A los pocos minutos me agarraste del pelo y tiraste hacia arriba, lo que significaba que querías sentirme dentro de ti, y entré con una embestida de certeza y locura.
Entonces follamos como posesos, gritando cada sensación y cada roce como animales enajenados. En un momento de especial intensidad te pregunté cómo te llamabas, y respondiste entre jadeos que me dejara de gilipolleces y que mantuviera la concentración. Y seguimos amándonos, sudorosos, sobre el mármol duro, riendo, aullando con incendiaria vitalidad en medio de la muerte, despreciando todo cuanto nos rodeaba.
Nunca supimos quién de los dos tuvo el orgasmo más devastador, porque un segundo después del clímax, sin tiempo para dejarnos los números de teléfono y normalizar un poco nuestra incipiente relación, la luna se tiñó de sangre, un viento cargado de oscuros presagios nos agitó el cabello y secó el sudor de nuestros cuerpos; el suelo empezó a crujir y a moverse como si respirara, y por si fuera poco, la superficie azabache sobre la que habíamos follado empezó a irradiar un brillo incandescente.
Esta vez no tuvimos que mirarnos para saber lo que haríamos a continuación; ni siquiera nos molestamos en vestirnos. Un poco a lo lejos vimos al viejo sepulturero haciendo su ronda. Si era verdad lo que se contaba de él, dudo mucho que se impresionara al ver dos siluetas desnudas cogidas de la mano, que aun riendo, huían del cementerio a la carrera.