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7/12/23

298. Ciudad podrida

     Ya es diciembre en la ciudad. Por ella repta un humo azulado que se cuela por todas las rendijas hasta llegar a nuestras entrañas con un leve hedor a podrido. Quizá provenga de las fogatas de los arrabales. En torno a ellas se congregan, encogidos, los habitantes de las chabolas para contrarrestar la mordida del frío. 

    En la ciudad también hay trenes de cercanías que circulan vacíos en la hora de las brujas. Atascos donde cientos de monstruos de hierro aúllan de ira y nos escupen su aliento mortal. Y semáforos en rojo que iluminan el rostro inanimado de los olvidados, porque aunque no los veamos, también figuran en este escenario moribundo.

    Tampoco crecen flores en la ciudad, porque sus cimientos se pudrieron de tanta frustración que se arrastra por las alcantarillas. Tan solo miedo susurrando en los parques y aceras salpicadas de sangre a plena luz del día. Y disparos y alaridos a medianoche que nos recuerdan que no existe lugar seguro. 

    Pero tenemos tecnología, torres de telefonía móvil y alta tensión. Y cementerios, sanatorios y hospitales donde los cuerdos y los locos nos encontramos, porque todos tenemos algo que perder. Porque sólo cuando el colapso es absoluto se percibe la ausencia de todo. 

    En fin, que no me he ido de puente. 



31/10/24

390. Amor en tiempos de Halloween

    Era la víspera de Todos los Santos, aunque nosotros no creíamos ni en los santos ni en los muertos. Más bien creíamos en la maldad de los vivos y en la ley de Murphy. Así que fue un tanto curioso que coincidiéramos en aquella concurrida fiesta de Halloween

    Yo iba disfrazado con el traje obvio de esqueleto, aparte de que llevaba puesta una chistera y ocultaba mi cara tras la máscara sonriente de una calavera. Tú ibas de colegiala zombi e inspirabas las pesadillas más febriles de George A. Romero. 

    Justo cuando nuestras miradas se cruzaron desde la distancia, descubrí mi rostro y en ese momento supimos que teníamos que largarnos de allí. En un segundo ya estábamos montados en mi coche, con todos los finales posibles a nuestra disposición y un montón de ideas confusas en la cabeza. 

    Había cierta insensatez en nuestra conducta, pero éramos jóvenes y a menudo transitábamos por el filo de lo impredecible.

    La luz de los faros horadó la oscuridad, y atrás quedó el entramado lumínico-ambarino de la ciudad podrida. Conduje durante treinta kilómetros, amenizados con el thrash añejo de Hallows Eve, el death brutal de Cryptopsy y el black melódico de Cradle Of Filth. Era la música que elegiste de toda la que había en mi lápiz USB, lo cual significaba que también a ti te complacían las melodías del caos.

    En cierto momento subliminal y extraño, nos volvimos a mirar con fijeza, y al sonreírnos también supimos dónde debía finalizar nuestra travesía. Y de repente lo vimos, un tanto alejado de la carretera, mimetizado en la niebla bajo la luz blanca de la luna. Dejamos el coche al resguardo de unos frondosos matorrales e iniciamos a pie el pedregoso camino que conducía al viejo cementerio.

   La alta verja de la entrada estaba cerrada, pero eso no impidió que accediéramos al interior por un muro lateral medio derruido, aunque con el estómago estremecido y algunas risas histéricas. Lo mejor es que no había necrófilos a la vista, ni satanistas borrachos de absenta, dibujando a trazos de aerosol pentáculos invertidos en las puertas de los mausoleos.

    Una vez dentro, como nuestro atrevimiento era superior al miedo reverencial inculcado, decidimos investigar un rato. Caminamos entre lápidas irregulares y cruces herrumbrosas, y sorteamos inquietantes hondonadas con el temor a que el suelo nos engullera en cualquier momento. Sin darnos cuenta empezamos a hablar en susurros, quién sabe si para no despertar a los muertos olvidados.

    Atrás quedaron las sepulturas en tierra, y llegamos frente a una numerosa agrupación de nichos envueltos en bruma, cuyas inscripciones estaban un tanto ilegibles por el paso del tiempo. «Joder», expresé con voz queda, «el día que muera quiero ser incinerado y esparcido en un concierto de Obituary». Nada de contaminar el subsuelo ni pudrirme ahí dentro». 

    Sin previo aviso, como una invitación, me diste un pequeño empujón y te dirigiste a una enorme superficie rectangular de mármol, sin inscripción alguna, que se encontraba en medio de una plazoleta elevada desde la cual se podía presidir toda la necrópolis. Yo te seguí intrigado, decidido a llegar hasta donde hiciera falta, y empezaste a desnudarte. 

    Hacía un frío considerable, pero el preludio de lo salvaje tiene la virtud de anular otros factores, por lo que decidí imitarte. 

    Nuestros cuerpos, pálidos a la luz mortecina de la luna, temblaban como hojas al viento, pero íbamos a remediarlo de inmediato, pues yo estaba duro como el acero toledano y tu entrepierna resplandecía de humedad y deseo. Te tumbaste sobre el mármol negro y arqueaste la espalda al contacto de su frialdad, pero al momento tu piel se erizó de un modo felino, como si exigieras un contacto inmediato y servil, no exento de cierta violencia.

    «Ven», me ordenaste, y obedecí, y comí tu coño de modo irracional y ardiente, como un enfermo de gula por los manjares exquisitos, mientras mis manos crispadas de anhelo apresaban la dureza insolente de tus pezones. A los pocos minutos me agarraste del pelo y tiraste hacia arriba, lo que significaba que querías sentirme dentro de ti, y entré con una embestida de certeza y locura.

    Entonces follamos como posesos, gritando cada sensación y cada roce como animales enajenados. En un momento de especial intensidad te pregunté cómo te llamabas, y respondiste entre jadeos que me dejara de gilipolleces y que mantuviera la concentración. Y seguimos amándonos, sudorosos, sobre el mármol duro, riendo, aullando con incendiaria vitalidad en medio de la muerte, despreciando todo cuanto nos rodeaba.

    Nunca supimos quién de los dos tuvo el orgasmo más devastador, porque un segundo después del clímax, sin tiempo para dejarnos los números de teléfono y normalizar un poco nuestra incipiente relación, la luna se tiñó de sangre, un viento cargado de oscuros presagios nos agitó el cabello y secó el sudor de nuestros cuerpos; el suelo empezó a crujir y a moverse como si respirara, y por si fuera poco, la superficie azabache sobre la que habíamos follado empezó a irradiar un brillo incandescente.

    Esta vez no tuvimos que mirarnos para saber lo que haríamos a continuación; ni siquiera nos molestamos en vestirnos. Un poco a lo lejos vimos al viejo sepulturero haciendo su ronda. Si era verdad lo que se contaba de él, dudo mucho que se impresionara al ver dos siluetas desnudas cogidas de la mano, que, aun riendo, huían del cementerio a la carrera.


19/12/24

404. Entre hormigas y ovejas

    Eran las ocho de la tarde y la orgía de luz navideña funcionaba a pleno rendimiento en la ciudad podrida. Yo era uno más de la marabunta que atestaba las calles, en dirección a ninguna parte; desapercibido, solo y muy abrigado. La masa de humanos-hormiga discurría con obstinación sincronizada a la salida y entrada de los comercios, grandes y modestos, con un objetivo claro y común. También había numerosos rebaños de adocenados humanos-oveja consumiendo en los bares y poniéndose al día de banalidad y nada.  

    Sin saber muy bien por qué, me detuve frente a un gran escaparate en el que se exhibía un variado surtido de juguetes de gran realismo. Contemplarlos me trasladó a mi infancia. Un poco más allá, otro escaparate ofrecía telefonía móvil de la más versátil, y regresé de mi infancia con un recuerdo sobre un documental emitido en televisión, sí... Juguetes ensamblados por niños orientales, cuando no congoleños para la extracción de cobalto, a cambio de un cuenco de arroz o un sueldo miserable.

    En un gesto inconsciente me llevé la mano al móvil, cuyo precio de pronto me pareció obsceno, y suspiré hondo como si así pudiera alejar de mí una mala sensación. Luego calmé mi conciencia pensando que, a fin de cuentas, yo no era culpable de la explotación infantil, además de que China y el Congo eran lugares muy lejanos de mi cómoda vida. Al final proferí una retahíla de blasfemias que harían palidecer a Satán, y continué mezclándome entre la basta aglomeración de consumidores oveja y hormiga.

   Pese a lo alejado que estaba de mi elemento, yo tiraba más a cabra montés. Encima sonaba por un altavoz "Navidad, dulce Navidad", y tenía que hacer grandes esfuerzos por no embestir a nadie.

    Llegué a la calle Centro, larga y ancha, y muy atiborrada. Había una zona concreta del tamaño de una cama de matrimonio, por la que salía un aire tibio a través de un enrejado del suelo. Era un lugar estratégico para la supervivencia invernal, por lo que en épocas de frío siempre estaba disputada por muchos indigentes. Al igual que yo, uno de ellos llevaba un gorro de lana embutido hasta las orejas. Al igual que nadie, a su lado tenía dos cartones de vino arrugados, sostenía un tercero con mano vieja y temblorosa, y parecía estar borracho.

     Y qué. En esta sociedad del todo fallida se bebe y está más que aceptado. De hecho, en este mes en el que parece que hay mucho que celebrar, más que en ningún otro. Así que él también bebe, y más de la cuenta, como muchas de las personas que pasan por su lado y se burlan, o lo miran como si fuera Gregorio Samsa en sus últimos días. Y brinda como lo harán dentro de poco otros muchos afortunados en el calor de sus casas. Solo que él lo hace con el aire, cartón de vino en alto, empujado por razones que seguro distan mucho de las nuestras. O ni siquiera eso.

     De pronto tuve que irme de allí por no cornear a toda esa gentuza. Eran malos tiempos para el respeto y la empatía, y encima ese puto villancico no paraba de sonar en todas partes, joder.



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