Era Semana Santa. Miles de personas ya se habían alejado de sus primeras viviendas, y otras tantas lo harían en las próximas horas. Mientras que nosotros cuatro, montados en la vieja chatarra oxidada de Crisógono, regresábamos a las nuestras con el temor de que en cualquier momento un repentino flash de luz irrumpiera en nuestra trayectoria, y en un segundo nos viéramos tele transportados a cualquier lugar indeseado.
Pero no sucedió tal cosa. Por lo visto, las fuerzas intangibles y poderosas que hasta no hace mucho habían jugado con nosotros, estaban de vacaciones como mucha gente, u obrando a su antojo con la vida de otros desafortunados pecadores. De modo que no aparecimos con el coche en lo alto de un campanario, ni al borde de un precipicio, ni dentro de un supermercado, ni en ninguna dimensión alternativa que no fuera la habitual.
Aunque ese hecho tampoco nos privó de un par de percances.
Los primeros doscientos kilómetros los recorrimos con Crisógono al volante, y como es lógico, fueron una balsa de aceite, puesto que atiende a las normas de circulación como Moisés a los Diez Mandamientos. Yo no conduzco con tanta corrección, pero cuando me tocó a mí, tampoco hubo percances destacables en los doscientos kilómetros y pico que siguieron.
Sin embargo, la placidez se trastocó cuando pusimos nuestras vidas en manos de Demenciano. Para entonces ya habíamos dejado la autopista, era de noche y circulábamos por una carretera nacional. De improviso, fuimos arrancados de cuajo de nuestro duermevela, cuando Demenciano tiró del freno de mano con la misma brusquedad con la que giró el volante, cambió su sentido de marcha y aceleró hasta ponerse paralelo al camión cisterna de cuatro ejes y treinta toneladas que, según él, lo había deslumbrado con las luces de carretera.
Ambas máquinas iban a considerable velocidad, y comprendimos que la intención de Demenciano era echar el camión a la cuneta. Pero lo que echamos en falta fue la puerta del copiloto de nuestro vehículo, cuando al primer contacto con el camión se desprendió con un intenso gemido chatarrero. Menos mal que Demenciano pensó que no era momento de desguazar el coche, así que desistió, se paró en el arcén y cedió el volante al Loco, el cual no tenía carnet de conducir, pero conducía si la situación lo requería. Como castigo, Crisógono y yo decidimos que Demenciano ocupara el asiento sin puerta, aunque a pesar de las ropas de abrigo, sabíamos que nos íbamos a helar tanto como él.
Y así fue durante los últimos doscientos kilómetros que nos quedaron por cubrir. Pero antes, tras una hora y media de conducción, el Loco se desvió a la derecha, desacelerando lo mínimo para no volcar, y entró en un área de descanso directo a una agrupación de dos adultos y tres niños, a los que desperdigó como bolos en un embrutecido arrebato de pleno al cinco. Luego continuó hasta reincorporarse a la calzada principal como si nada hubiera ocurrido.
De nada sirvió que Crisógono y yo le preguntáramos, un poco alarmados, a qué había venido eso, ya que el Loco jamás hablaba. En veinte años de amistad nunca le habíamos oído pronunciar palabra alguna. No sabíamos si es que era mudo de nacimiento, o callaba por algún tipo de reivindicación o creencia. Según cómo, era una especie de versión demoníaca de Bob el Silencioso, y lo único que hizo fue sonreír, entretanto Demenciano ya hablaba por él, exclamando que había sido una pasada.
Llegamos a nuestra ciudad de madrugada y sin más incidentes, con el parabrisas agrietado, sin parachoques, con una puerta menos y con más abolladuras que hace unas horas. Demenciano, un poco congelado, se ofreció llevar el coche a un tren de lavado, pues además de los bichos de la calandra, también había restos de los atropellados. Pero al final, Crisógono y yo decidimos que lo mejor sería hacer desaparecer cualquier cosa que hubiera dentro, junto con las matrículas y el número de bastidor, y abandonarlo en el vertedero. Y como a Demenciano y al Loco les gustaba ir allí, se prestaron a ello sin reservas.
Quizá incluso le prendieran fuego para calentarse, ya que con ellos dos, todo era posible. Al menos, ya estábamos en casa y por fin nuestras vidas volvían, digamos… a la normalidad.