14/4/25

438. Fenómeno en Semana Santa

     Ninguno de los cuatro sabía cómo habíamos llegado hasta allí. La dirección clicada en el GPS era la correcta, y conducía a la sala barcelonesa, donde Impaled Nazarene desgranaría su blasfemia sonora a todos sus acólitos. Para nosotros era del todo necesario, y casi una religión, acudir a esa clase de conciertos. Ahí era donde Crisógono y yo lográbamos despojarnos de nuestros demonios, y Demenciano y el Loco encontraban la voluntad suficiente para controlar sus instintos homicidas durante unas semanas. 

    Pero a mitad de trayecto hubo un blanco estallido de luz cegadora, y aparecimos en un precioso pueblo andaluz (¿acaso hay alguno feo?) de estrechas callejuelas y empinadas cuestas. ¿Qué había pasado exactamente? Y ¿por qué a nosotros? Aquel no era nuestro destino más inmediato, joder. ¡Nosotros íbamos a un concierto!, así que vomitamos cual posesos una sarta de irreverencias escandalosas capaces de agrietar los cimientos más sólidos de cualquier iglesia. 

    Salimos del coche y lo dejamos tal cual donde aparecimos, y nos encaminamos a la abarrotada calle principal de aquel lugar inesperado. Nos preguntamos por qué había tanta gente anegándola como si no tuvieran casa, cuando de repente, las notas fúnebres de una marcha procesional despejaron nuestra ignorancia: era Semana Santa, oh, my God, y durante esos días de reflexión y fe, el cristianismo conmemoraba los últimos días de su mesías en la Tierra y posterior resurrección, hostia y amén.

    Unos siniestros penitentes vestidos de negro, con sus rostros ocultos con capirotes de igual color y grandes cruces asidas como mandobles, desfilaban al tempo de aquella música tétrica que minaba el ánimo y absorbía el hálito de toda alma viviente en cinco kilómetros a la redonda. Semejante cuadro era un claro indicador de que cierta programación atávica nunca desaparecía del todo.

    Tras los oscuros encapuchados, los sufridos cargueros transportaban a hombros un trono de ensueño saturado de flores y candelabros, en el que se erguía con porte solemne una estatua con los brazos extendidos hacia abajo y las palmas abiertas. La mayoría de las personas allí congregadas se persignaban, lloraban y le proferían piropos. Sobre todo guapa y guapa, aunque no contemplé belleza alguna en esa cara inexpresiva de ojos vacuos. 

    Crisógono, en cambio, contemplaba el desfile con mucha concentración mientras se hurgaba la nariz. Conociéndolo, estaría pensando en una belleza beatífica, que nada tendría que ver con las impresiones de Demenciano y el Loco, que solo tenían ojos para apreciar la fealdad en todas sus manifestaciones sólidas e incorpóreas, aunque ahora asistieran a la procesión como los padres que tienen que visionar El Rey León (1994) por enésima vez con sus hijos pequeños.

    En otro contexto, aquel venerado cacho de madera poli cromada podría resultar atemorizante, aunque no tanto como los sentimientos que despertaba en la enajenación colectiva que nos rodeaba, lo cual demostraba que ya no quedaba nadie con la mente sana. Tan solo ocurría que había diferentes clases de locura, y en función de la que profesaras, quedabas señalado si no era la aceptada por las masas.

    Poco a poco la comparsa fue alejándose hasta que la perdimos de vista, y los tiempos que vivíamos parecieron corresponderse con el siglo actual. Por nuestra parte, y bastante malhumorados por habernos perdido el concierto de Impaled Nazarene, convenimos en que era hora de largarse de allí. Al menos no habíamos recalado en Filipinas ni en cierta localidad riojana, donde los devotos se autoflagelan hasta que brota la sangre y se prestan a la crucifixión sin efectos especiales, ya que los impulsos psicópatas de Demenciano y el Loco se habrían desatado y con ellos una matanza cofrade.

    No cabe duda de que obran en el mundo fuerzas sobrenaturales e incompresibles, de las que el humano no es más que un mero juguete. De modo que si esas fuerzas nos quieren dejar en paz, tenemos cerca de novecientos kilómetros de asfalto por recorrer hasta llegar a nuestros hogares. Y si, por el contrario, aparecemos con nuestro coche en mitad de vuestro comedor a la hora de la comida y os jodemos la mona de Pascua, que sepáis que no es culpa nuestra.


 

    

10/4/25

437. Las montañas de la locura

    No fue por desoír las serias advertencias del profesor William Dyer, ni por no tomarme en serio el testimonio de su escalofriante relato. Incluso fui al centro de salud mental a visitar al malogrado señor Danfort, y puedo asegurar, sin temor alguno a equivocarme, que nunca había visto en alguien locura más profunda y perturbadora. 

    Sin embargo, aquí estoy, por demasiado incrédulo y atrevido, en un remoto paraje subterráneo donde ningún humano jamás debiera adentrarse, y del que William y el joven Danfort escaparon de milagro. Quizá aquella criatura así lo permitió para que disuadieran a los idiotas como yo. 

    Y ahora que estoy solo, con mi suministro de luz agotado y en la más completa oscuridad, me doy cuenta de que es real. Oigo esa cosa arrastrarse, y solo espero que cuando me alcance yo ya esté lo suficientemente loco para que no me importe.

    ¡Qué no daría por poder volver atrás!

 


 

7/4/25

436. Por el camino de tierra

    Hacía mucho que no transitaba por el camino de tierra que va paralelo al río. Queda muy cerca de donde vivo, pero los de urbanismo han estado tanto tiempo trabajándolo para hacerlo seguro y del todo practicable, que casi me había olvidado de su existencia. Caminando a buen ritmo cubres toda su longitud en poco más de media hora, lo cual supone una hora y pico de andadura, contando con los minutos de vuelta: tiempo más que suficiente para desconectar y soltar lastre mental.

    Por más que ande, no me acostumbro a hacerlo con los auriculares del móvil puestos, sean alámbricos o inalámbricos. La última vez que lo hice, por aquello de probar una vez más, fui presa de la chispa y acabé ofreciendo a la ciudadanía un baile gesticulante y esperpéntico. Aunque tampoco estuvo mal, la verdad. 

    El caso es que a la hora de andar, prefiero recibir los sonidos exteriores que me van envolviendo a cada paso, como en este caso los que producen el generoso caudal del río y el arrullo sedante del follaje. Además, tengo facilidad para aislarme de la contaminación acústica que genera la ciudad, y de su zumbido monocorde de baja frecuencia, omnipresente e incesante.

    Al poco de iniciar mi trayecto peatonal, con el río a mi derecha en función de la dirección emprendida, me encontré con que en el lado contrario habían habilitado un pequeño parque de cuatro columpios y cinco bancos ideados para la incomodidad más eficiente. Aunque eso no parecía importarle al cuerpo que, con total inmovilidad y cuan largo era, yacía tumbado, y descalzo, de cara al respaldo de uno de esos bancos.

    El cuerpo vestía un anorak, pantalones holgados y un gorro de lana que hacían indeterminable su sexo, y no muy alejadas y de cualquier manera, unas deportivas estaban tiradas junto a un par de calcetines arrugados. Tendente como soy a la negrura, me pregunté si estaría muerto. Aunque de ser así, a las tres mujeres con hiyab que estaban sentadas en los otros bancos sin perder de vista a sus retoños, tampoco parecía importarles demasiado.

    Seguí avanzando por el camino de tierra, absorbiendo toda la energía verde que flanqueaba mis pasos y susurraba por encima de mí. De vez en cuando me cruzaba con corredores adultos de edades diversas, y jóvenes granujientos repletos de hormonas enloquecidas. También con corredoras venidas a menos y diosas adolescentes favorecidas por la genética, de mejillas sonrosadas y saludables, que parecían música en movimiento. Y canes, joder, canes que tironeaban con ahínco de sus correajes y paseaban a sus dueños apáticos.

    Cuando me quise dar cuenta, ya había llegado al final del camino de tierra, de modo que tocaba regresar, esta vez con el río a mi izquierda. A mitad del tramo, un perro (o perra) detuvo con brusquedad a su dueña y se puso a ladrar con hostilidad en dirección al río, en cuya orilla más próxima al camino, un gigantesco jabalí bebía agua y olisqueaba a pasos cortos con total calma, como si aquello fuera suyo, o de sus antepasados más que de los nuestros. Y seguro que así era. Luego cruzó el río hasta la otra orilla, ascendió con facilidad el declive que lo separaba del bosque y desapareció entre los árboles.

    Llegué al parque de nuevo y otro enigma me asaltó: no había cuerpo alguno en el banco, pero las deportivas sucias y los calcetines arrugados seguían ahí. Lo que no me sorprendió fue ver a las tres mujeres con hiyab, todavía sentadas en esos bancos de madera nada confortables. Pero si sus maridos y parientes masculinos son capaces de aguantar cuatro o cinco horas en un bar con un café o un cortado, a ver por qué ellas no iban a aguantar toda la tarde de esa guisa.

    En fin, descargado, renovado y con mi aura henchida de vitalidad, llegué con la puesta de sol a mi nicho vivienda, acogedor y rebosante de luz.


 

3/4/25

435. Ausencia presente

    Después de ocho años, más que recordar, aún veo tus ojos en ese rostro que me acalora. ¿Eran verdes o azules? Nunca lo he sabido con exactitud, y eso que me perdí en ellos las veces suficientes para no albergar dudas. 

    La primera vez que me cautivaron fue cuando te quitaste la gorra y las gafas oscuras bajo aquel sol abrasador de finales de junio, y la distorsión atronadora de las guitarras llenaba el aire de todo el descampado desde el escenario. Fue en ese momento de las presentaciones cuando cruzamos nuestras primeras palabras, ahogadas por los decibelios, cuando te miré antes que tú a mí y te quedaste en mi cabeza.

    Esta noche, si bien nunca te vas del todo, has vuelto con especial intensidad a recordarme que ya no estás, y me engaño a mí mismo intentando creer que nunca has existido. Por eso hoy, más que otras veces, siento la necesidad perentoria de cagarme largo y tendido en todos los dioses que animan el vacío existencial de las almas perdidas. 

    Perdidas como la mía, ahora que no sabe a dónde va o a dónde debiera ir, porque después de aquellos tres días de música en directo ya nunca apareciste. Llegaron otras, sí, pero nunca volvió a ser igual que contigo. ¿Has vuelto a sentir aquella sincronización de suprema realización? ¿La alquimia perfecta de fundirnos en el fluido del otro? 

    Quizá solo se trata de aceptar, más que entender, que hay situaciones irrepetibles, y volver a conseguir semejante grado superlativo de complicidad, exigiría que antes fuéramos capaces de comulgar con nuestras propias contradicciones, tan estúpidas y humanas, para así otorgarnos el beneplácito de adentrarnos juntos en la verdadera esencia de la vida y el sentimiento. 

    Pero para eso también tendrías que volver y el tiempo no hace más que escaparse y reforzar tu ausencia. De modo que sal de mi cabeza de una puta vez y desaparece del todo. Y aléjate tanto que ni mis recuerdos más vívidos puedan alcanzarte.

   


 

31/3/25

434. Preparando el kit

    Bueno, Europa, la eterna puta sumisa de los EUA, básicamente nos está diciendo que durante setenta y dos horas tengamos mucho miedo. ¿Habéis cedido a la credulidad y ya tenéis preparado vuestro kit de supervivencia? Y si es así, ¿habéis incluido el papel del culo porque no tenéis bidé? 

    Bien, setenta y dos horas puteados por vete a saber muy bien qué, tampoco parece tan grave, aunque la mayoría de la población mundial no pueda pasarse ni setenta y dos segundos sin asomarse a las redes. ¡Eso no, Dios mío! En cualquier caso, sería la crisis más breve de la Historia, ¿puede ser?

    En conclusión, a no ser que vea al acerado Painkiller con sus ruedas dentadas descendiendo del cielo contaminado, dispuesto a destruirnos para salvarnos porque resulta que todo está más jodido de lo que creemos, continuaré sin equipo de supervivencia, sin remojar mis barbas, y bostezando como un buen occidental acomodado e incrédulo, que observa las guerras y sus consecuencias colaterales en las noticias, los libros y el celuloide.




27/3/25

433. Caídas y caídas

    Hay caídas y caídas. Las que hacen reír, por ejemplo, son como las del inspector Clouseau, que hace girar un globo terráqueo mientras explica a sus superiores, muy profesional y engolado, cómo atrapará a un astuto ladrón llamado Fantasma, se esconda donde esconda. Cuando acaba su disertación, se apoya en la bola del mundo que todavía gira, y sale despedido, dándose un tortazo descacharrante.

    Lo mejor del chiste es la fingida dignidad con la que se levanta el inspector, además de la rapidez y como si no hubiera pasado nada. Como es natural, sucede en una película y nadie se lastima, aparte de que es difícil romperse algo cuando te caes desde tu propia altura, deportistas y osamentas de la tercera edad al margen. Por eso da risa, y porque el personaje, ya sea interpretado por Peter Sellers o Steve Martin, se da al disimulo, alisándose la gabardina a fin de recuperar la compostura e ignorando lo sucedido.

    Las víctimas reales de una caída leve también hacen reír. De hecho, las he disfrutado en cuerpos ajenos, conocidos y desconocidos, y sufrido en el propio. Y también, como en el cine, algunos disimulan con más o menos azoramiento o dignidad. Pero hay otras caídas, como las anímicas, que no siendo físicas, son las más dolorosas. Aquellas que, por la razón que sea, nos hieren el corazón y nos abren una grieta en el alma, colocándonos al borde del precipicio o bien en un oscuro túnel sin final.

    Si te caes y te rompes algún hueso, no tienes más que acudir al hospital y hacer acopio de paciencia y resignación. Eso lo sabemos todos, aunque nunca nos hayamos roto uno. Pero si lo que ha caído hasta quebrarse ha sido tu espíritu y con él tus emociones, por mucha ayuda y bienintencionada que sea, ahí solo estás tú y nadie más.

    He conocido a quienes, transitando por el mismo camino en las mismas circunstancias, han logrado levantarse y salir de la oscuridad, y quienes han fracasado por mucho que lo intentaron hasta dar con un final trágico. Con todo lo que sabemos sobre la mente y naturaleza humanas, creo que nunca lograremos desentrañar ese misterio. Y tampoco creo que haya que darle muchas vueltas. 

    Por obvio que suene, no hay más que aceptar que hay daños y desajustes más allá de lo físico, innatos o provocados, del todo irreparables y con los que es imposible convivir.

 

 

24/3/25

432. Aprendizajes y enseñanzas

    Ha llovido mucho desde que pisé un recinto de enseñanza. La época escolar más casposa que recuerdo fue la acaecida entre finales de los setenta y principios de los ochenta. Allí nos enseñaron cosas muy valiosas y útiles como leer, escribir, sumar, restar, dividir y multiplicar. Y aunque no fuera con nuestro futuro carácter aún por formar, también aprendimos a ser competitivos, a desear más calificación, y a señalar el fracaso de nuestro compañero de pupitre.

    No nos enseñaron, por ejemplo, otras doctrinas y posturas tales como el ateísmo y el agnosticismo. Aunque yo me interesé por ambas, tan pronto me vi obligado a atender cómo el profesor nos explicaba, con suma profusión de detalles físicos y orales, la forma correcta de santiguarse. Lo que menos importaba era en qué creíamos o si íbamos a creer en algo.

    En mi caso, aquella inutilidad duró tres o cuatro días, puesto que hubo un pacto de silencio que derivó, oficialmente, en un libro llamado Constitución española, y aquella asignatura no solo dejó de ser obligatoria, sino que tuvo que repartir su protagonismo con otra más necesaria llamada Ética. A partir de ahí también aprendimos, sin que nos lo enseñaran, lo que es el falso laicismo, y lo mucho que una palabra con tanto significado puede acabar tan vacía y denostada.

    El caso es que guardo un cálido recuerdo de algunos compañeros de aula de los que hace lustros que no sé nada. Me llegué a reír mucho con ellos, y el resto del alumnado de nosotros, en cuanto a nuestras respuestas discentes a preguntas docentes.

    Por ejemplo, a Jivia le preguntaron cómo explicaría qué es una moto, y él respondió que una moto es cuando Ángel Nieto la arranca y se pone a correr en el circuito. Y si no, cuando le mandaron a Plomo que explicara lo que es una silla. Sin vacilar, Plomo explicó con gran convencimiento que una silla es cuando estaba cansado, la cogía y se sentaba. 

    Lo del Naja fue igual de sonado, el día que en clase de Historia le preguntó el maestro qué clase de ventana es un rosetón, y el Naja contestó con suficiencia que un rosetón es una ventana en forma de rosa. Yo, al igual que mis amigos Naja, Jivia y Plomo, también me llevé una gran ovación cuando me preguntaron por las siglas U.S.A. y respondí categórico: Unión Soviética Americana.

    Las carcajadas que provocamos, de ser físicas, habrían abombado las paredes de la clase. Entretanto, los profesores se pasaban la mano por la cara, o miraban al techo con los ojos vidriosos, como suplicando ayuda a un ser superior.

    La ayuda nunca llegó, pero es que ya nadie se santiguaba.

 

 

20/3/25

431. Cuando ya no queda nada 2

    Oh, mierda, papás y mamás, permitid que sean vuestros hijos e hijas mayores de edad quienes elijan vivir o morir si lo único que les funciona es el cerebro, y por lo visto mejor que a vosotros.

    Oh, mierda, religiosos, dogmáticos y activistas provida, ¿no veis que no existe tal cosa en semejante estado? ¿No veis que no hay dios alguno que los sane y les prive del sufrimiento 

    Oh, mierda, asociaciones, fundaciones y organizaciones conservadoras de la cruz, que os perpetuáis en el tiempo y no paráis de darnos por culo al resto de infieles siglo tras siglo.

    Oh, mierda, mamás y papás, sois enemigos del sentido común, la dignidad, la medicina y la ciencia, cuando por el hecho de la concepción os creéis con derecho a decidir sobre el tormento consciente de vuestros hijos dolientes.


 

    Noelia y Juzgado de lo Contencioso Administrativo número 12 de Barcelona  —  1

    Papi y Abogados Cristianos  —  0                                                        

            

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