No fue por desoír las serias advertencias del
profesor William Dyer, ni por no tomarme en serio el testimonio de su
escalofriante relato. Incluso fui al centro de salud mental a visitar al malogrado
señor Danfort, y puedo asegurar, sin temor alguno a equivocarme, que nunca había visto en alguien locura más profunda y perturbadora.
Sin embargo, aquí estoy, por demasiado incrédulo y atrevido, en un
remoto paraje subterráneo donde ningún humano jamás debiera adentrarse, y
del que William y el joven Danfort escaparon de milagro. Quizá aquella criatura así lo permitió para que disuadieran a los
idiotas como yo.
Y ahora que estoy solo, con mi suministro de luz agotado y en la más completa oscuridad, me doy cuenta de que es real.
Oigo esa cosa arrastrarse, y solo espero que cuando me alcance yo ya esté lo suficientemente loco para que no me importe.
Hacía mucho que no transitaba por el camino de tierra que va paralelo
al río. Queda muy cerca de donde vivo, pero los de urbanismo han estado
tanto tiempo trabajándolo para hacerlo seguro y del todo practicable,
que casi me había olvidado de su existencia. Caminando a buen ritmo cubres toda su longitud en poco más de media
hora, lo cual supone una hora y pico de andadura, contando con los
minutos de vuelta: tiempo más que suficiente para desconectar y soltar
lastre mental.
Por más que ande, no me acostumbro a hacerlo con los auriculares del
móvil puestos, sean alámbricos o inalámbricos. La última vez que lo
hice, por aquello de probar una vez más, fui presa de la chispay acabé
ofreciendo a la ciudadanía un baile gesticulante y esperpéntico. Aunque tampoco estuvo mal, la verdad.
El caso es que a la hora de andar, prefiero recibir los sonidos
exteriores que me van envolviendo a cada paso, como en este caso
los que producen el generoso caudal del río y el arrullo sedante del
follaje. Además, tengo facilidad para aislarme de la contaminación acústica que genera la ciudad, y de su
zumbido monocorde de baja frecuencia, omnipresente e incesante.
Al poco de iniciar mi trayecto peatonal, con el río a mi derecha en
función de la dirección emprendida, me encontré con que en el lado
contrario habían habilitado un pequeño parque de cuatro columpios y
cinco bancos ideados para la incomodidad más eficiente. Aunque eso no
parecía importarle al cuerpo que, con total inmovilidad y cuan largo era,
yacía tumbado, y descalzo, de cara al respaldo de uno de esos bancos.
El cuerpo vestía un
anorak, pantalones holgados y un gorro de
lana que hacían indeterminable su sexo, y no muy alejadas y de cualquier manera, unas deportivas estaban tiradas junto a un par de calcetines arrugados. Tendente como soy a la
negrura, me pregunté si estaría muerto. Aunque de ser así, a las tres
mujeres
con hiyab que estaban sentadas en los otros bancos sin perder de vista a
sus retoños, tampoco parecía importarles demasiado.
Seguí avanzando por el camino de tierra, absorbiendo toda la energía
verde que flanqueaba mis pasos y susurraba por encima de mí. De vez en
cuando me cruzaba con corredores adultos de edades diversas, y jóvenes
granujientos repletos de hormonas enloquecidas. También con corredoras
venidas a menos y diosas adolescentes favorecidas por la genética, de
mejillas sonrosadas y saludables, que parecían música en movimiento. Y
canes, joder, canes que tironeaban con ahínco de sus correajes y
paseaban a sus dueños apáticos.
Cuando me quise dar cuenta, ya había llegado al final del camino de
tierra, de modo que tocaba regresar, esta vez con el río a mi izquierda.
A mitad
del tramo, un perro (o perra) detuvo con brusquedad a su dueña y se puso
a ladrar con hostilidad en dirección al río, en cuya orilla más próxima al camino, un gigantesco jabalí bebía agua y olisqueaba a pasos
cortos
con total calma, como si aquello fuera suyo, o de sus antepasados más
que de los nuestros. Y seguro que así era. Luego cruzó el río hasta la
otra orilla, ascendió con facilidad el declive que lo separaba del
bosque y desapareció entre los árboles.
Llegué al parque de nuevo y otro enigma me asaltó: no había cuerpo alguno en el banco, pero las deportivas sucias y
los calcetines arrugados seguían ahí. Lo que no me sorprendió fue ver a las tres
mujeres con hiyab, todavía sentadas en esos bancos de madera nada
confortables. Pero si sus maridos y parientes masculinos son capaces de aguantar cuatro o cinco
horas en un bar con un café o un cortado, a ver por qué ellas no iban a
aguantar toda la tarde de esa guisa.
En fin, descargado, renovado y con mi aura henchida de vitalidad, llegué
con la puesta de sol a mi nicho vivienda, acogedor y rebosante de luz.
Después de ocho años,
más que recordar, aún veo tus ojos en ese rostro que me acalora. ¿Eran verdes o azules? Nunca lo
he sabido con exactitud, y eso que me perdí en ellos las veces suficientes para no albergar dudas.
La primera vez que me cautivaron fue cuando te quitaste la gorra y
las gafas
oscuras bajo aquel sol abrasador de finales de junio, y la distorsión
atronadora
de las guitarras llenaba el aire de todo el descampado desde el
escenario. Fue en ese momento de
las presentaciones cuando cruzamos nuestras primeras palabras, ahogadas
por los decibelios, cuando te miré antes que tú a mí y te quedaste en mi
cabeza.
Esta noche, si bien nunca te vas del todo, has vuelto con especial intensidad a recordarme que ya no estás, y me engaño a
mí mismo intentando creer que nunca has existido. Por eso hoy, más que otras veces, siento la necesidad perentoria de cagarme
largo y tendido en todos los dioses que animan el vacío existencial de
las almas perdidas.
Perdidas como la mía, ahora que no sabe a dónde va o a dónde
debiera ir, porque después de aquellos tres días de música en directo ya
nunca apareciste. Llegaron otras, sí, pero nunca volvió a ser igual que
contigo. ¿Has vuelto a
sentir aquella sincronización de suprema realización? ¿La alquimia
perfecta de fundirnos en el fluido del
otro?
Quizá solo se trata de aceptar, más que entender, que hay situaciones
irrepetibles, y volver a conseguir semejante
grado superlativo de
complicidad, exigiría que antes fuéramos capaces de comulgar con
nuestras propias contradicciones, tan estúpidas y humanas, para así
otorgarnos el beneplácito de adentrarnos juntos en la verdadera esencia
de la vida y el sentimiento.
Pero para eso también tendrías que volver y el tiempo no hace más que
escaparse y reforzar tu ausencia. De modo que sal de mi cabeza de una puta vez y desaparece del
todo. Y aléjate tanto que ni mis recuerdos más vívidos puedan
alcanzarte.
Bueno, Europa, la eterna puta sumisa de los EUA,
básicamente nos está diciendo que durante setenta y dos horas tengamos
mucho miedo. ¿Habéis cedido a la credulidad y ya tenéis preparado vuestro kit de
supervivencia? Y si es así, ¿habéis incluido el papel del culo porque no
tenéis bidé?
Bien, setenta y dos
horas puteados por vete a saber muy bien qué, tampoco parece tan grave,
aunque la mayoría de la población mundial no pueda pasarse ni setenta y
dos segundos sin asomarse a las redes. ¡Eso no, Dios mío! En cualquier
caso, sería la crisis más breve de la Historia, ¿puede ser?
En conclusión, a no ser que vea al acerado Painkiller con sus ruedas dentadas descendiendo del cielo contaminado, dispuesto a destruirnos para salvarnos porque resulta que todo está más jodido de lo que creemos, continuaré sin equipo de supervivencia, sin remojar mis barbas, y bostezando como un buen occidental acomodado e incrédulo, que observa las guerras y sus consecuencias colaterales en las noticias, los libros y el celuloide.
Hay caídas y caídas. Las que hacen reír, por ejemplo, son como las del
inspector Clouseau, que hace girar un globo terráqueo mientras explica a
sus superiores, muy profesional y engolado, cómo atrapará a un astuto
ladrón llamado Fantasma, se esconda donde esconda. Cuando acaba su
disertación, se apoya en la bola del mundo que todavía gira, y sale
despedido, dándose un tortazo descacharrante.
Lo mejor del chiste es la fingida dignidad con la que se levanta el
inspector, además de la rapidez y como si no hubiera pasado nada. Como
es natural, sucede en una película y nadie se lastima, aparte de que es
difícil romperse algo cuando te caes desde tu propia altura, deportistas
y osamentas de la tercera edad al margen. Por eso da risa, y porque el
personaje, ya sea interpretado por Peter Sellers o Steve Martin, se da
al disimulo, alisándose la gabardina a fin de recuperar la compostura e
ignorando lo sucedido.
Las víctimas
reales de una caída leve también hacen reír. De hecho, las he disfrutado
en cuerpos ajenos, conocidos y desconocidos, y sufrido en el propio. Y
también, como en el cine, algunos disimulan con más o menos azoramiento o
dignidad. Pero hay otras caídas, como las anímicas, que no siendo físicas, son las más dolorosas. Aquellas que, por la razón que sea, nos
hieren el corazón y nos abren una grieta en el alma, colocándonos al
borde del precipicio o bien en un oscuro túnel sin final.
Si te caes y te rompes algún hueso, no tienes más que acudir al
hospital y hacer acopio de paciencia y resignación. Eso lo sabemos todos,
aunque nunca nos hayamos roto uno. Pero si lo que ha caído hasta
quebrarse ha sido tu espíritu y con él tus emociones, por mucha ayuda y
bienintencionada que sea, ahí solo estás tú y nadie más.
He conocido a quienes, transitando por el mismo camino en las mismas
circunstancias, han logrado levantarse y salir de la oscuridad, y
quienes han fracasado por mucho que lo intentaron hasta dar con un final
trágico. Con todo lo que sabemos sobre la mente y naturaleza humanas,
creo que nunca lograremos desentrañar ese misterio. Y tampoco creo que haya que darle muchas vueltas.
Por obvio que suene,
no hay más que aceptar que hay daños y desajustes más allá de lo físico, innatos o provocados, del todo irreparables y con los que es imposible
convivir.
Ha llovido mucho desde que pisé un recinto
de enseñanza. La época escolar más casposa que recuerdo fue la acaecida entre
finales de los setenta y principios de los ochenta. Allí nos enseñaron cosas muy
valiosas y útiles como leer, escribir, sumar, restar, dividir y multiplicar. Y
aunque no fuera con nuestro futuro carácter aún por formar, también aprendimos
a ser competitivos, a desear más calificación, y a señalar el fracaso de
nuestro compañero de pupitre.
No nos enseñaron, por ejemplo, otras
doctrinas y posturas tales como el ateísmo y el agnosticismo. Aunque yo me interesé por ambas, tan pronto me vi obligado a atender cómo el profesor nos explicaba, con suma profusión de detalles físicos y orales, la forma correcta de santiguarse. Lo que menos importaba era en qué creíamos o si íbamos a creer
en algo.
En mi caso, aquella inutilidad duró tres o cuatro días, puesto que hubo un pacto de silencio que derivó, oficialmente, en un libro llamado Constitución española, y aquella asignatura no solo dejó de ser obligatoria, sino que tuvo que repartir su protagonismo con otra más necesaria llamada Ética. A partir de ahí también aprendimos, sin que nos
lo
enseñaran, lo que es el falso laicismo, y lo mucho que una
palabra con tanto significado puede acabar tan vacía y denostada.
El caso es que guardo un cálido recuerdo de algunos compañeros de aula de los que hace lustros que no sé nada. Me
llegué a reír mucho con ellos, y el resto del alumnado de nosotros, en cuanto a
nuestras respuestas discentes a preguntas docentes.
Por ejemplo, a Jivia le preguntaron cómo explicaría qué es una moto, y
él respondió que una moto es cuando Ángel Nieto la arranca y se pone a
correr en
el circuito. Y si no, cuando le mandaron a Plomo que explicara lo que es
una silla.
Sin vacilar, Plomo explicó con gran convencimiento que una silla es
cuando
estaba cansado, la cogía y se sentaba.
Lo del Naja fue igual de sonado, el día que en clase de Historia le preguntó el
maestro qué clase de ventana es un rosetón, y el Naja contestó con suficiencia
que un rosetón es una ventana en forma de rosa. Yo, al igual que mis amigos Naja,
Jivia y Plomo, también me llevé una gran ovación cuando me preguntaron por las
siglas U.S.A. y respondí categórico: Unión Soviética Americana.
Las carcajadas que provocamos, de ser físicas, habrían abombado las
paredes de
la clase. Entretanto, los profesores se pasaban la mano por la cara, o
miraban
al techo con los ojos vidriosos, como suplicando ayuda a un ser
superior.
La ayuda nunca llegó, pero es que ya nadie se santiguaba.
Oh, mierda, papás y mamás, permitid que sean vuestros hijos e hijas mayores de edad quienes elijan vivir o morir si lo único que les funciona es el cerebro, y por lo visto mejor que a vosotros.
Oh, mierda, religiosos, dogmáticos y activistas provida, ¿no veis que no existe tal cosa en semejante estado? ¿No veis que no hay dios alguno que los sane y les prive del sufrimiento?
Oh, mierda, asociaciones, fundaciones y organizaciones conservadoras de la cruz, que os perpetuáis en el tiempo y no paráis de darnos por culo al resto de infieles siglo tras siglo.
Oh, mierda, mamás y papás, sois enemigos del sentido común, la dignidad, la medicina y la ciencia, cuando por el hecho de la concepción os creéis con derecho a decidir sobre el tormento consciente de vuestros hijos dolientes.
Noelia y Juzgado de lo Contencioso Administrativo número 12 de Barcelona — 1
Siempre queda un escritor por descubrir y un libro
que
leer. Eso me pasó hace poco con un autor llamado Philip José Farmer,
cuyas letras, por lo visto premiadas y con no pocos adeptos, abundan en el
terror, la fantasía y la ciencia ficción. Estilos que, si bien son
fáciles de diferenciar, a menudo van cogidos de la mano dependiendo de
la pluma que los utilice.
Por citar una de
las referencias más obvias del género, ahí tenemos a
Stephen King, junto con otros titanes igualmente palmarios, tales como
Dean
R. Konntz, Dan Simmons, James Herbert, Peter Straub, John Farris, etc. Y
si, como se dice y se reconoce, Stephen King es el rey del
terror contemporáneo, qué podemos pensar cuando el propio King asegura:
«He
visto el futuro del horror y se llama Clive Barker».
Y no es para menos, pues nadie que yo haya leído o recuerde, es tan espantosamente
gráfico en sus narraciones como Barker. Además de ambiguo y mórbido, destripa la moral hasta sus
últimas consecuencias, las cuales suelen ser enfermizas y nada
compasivas. Leed Hellraiser, El gran espectáculo secreto, Libros sangrientos y sabréis de lo que os hablo.
No
es menos cierto que todos los escritores antes citados, no existirían
como tales, de no ser porque antes hubo mentes privilegiadas, como las de M. R. James y Nathaniel Hawthorne, por ejemplo, y las archiconocidas de Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft.
De estos dos últimos, el primero, maestro indiscutible del terror
psicológico, cuyo enorme talento nos estremeció sin tener que recurrir a
monstruos, fantasmas o criaturas de pesadilla. El segundo, creador de lo
que se llama horror cósmico, donde el autor ofrece todo un
mosaico de universos oníricos rebosantes de malevolencia, habitados por
deidades monstruosas y delirantes criaturas que solo las
puede inspirar el infierno.
Cuando uno ha leído tanto de tantos
autores, aparte de acabar chiflado, puede equivocarse y llegar a creer que
pocas cosas pueden llegar a sorprenderle como «aquella primera vez».
Es ahí donde entra en escena Philip José Farmer y, en particular, sus libros La imagen de la bestia y ¡Cuidado con la bestia!, los cuales me descubren a un escritor que, si bien puede no ser mejor que los antedichos, nada tiene que envidiarles.
Porque este señor es brutal, divertido y
excesivo. Un cachondo de tomo y lomo que
aúna como nadie ciencia ficción, terror y fantasía con lúbricas dosis
de sexo. Cuando te das cuenta, ya se ha metido en tu cerebro para
desgajarlo cacho a cacho, mientras que en el proceso te
causa alucinaciones y te invita a disfrutar de ellas. Luego coge
tu alma, la arruga en su mano y, cuando acabas de leer y cesa la orgía o
el caos onanístico en el que te ha sumergido, con una sonrisa te pide
que la
recompongas si tienes narices.
Así que, si eres de los que piensan que ya nada puede
sorprenderte, es que todavía no has leído a Philip José Farmer.