Una noche de un mes de diciembre del 2016, Amonario tuvo a bien invitarme a cenar al piso de planta baja donde hace ya varios años residen él y su familia. Nada me hizo presagiar que aquella invitación fuera a dejar en mí una impronta tan profunda e indeleble, que hoy me vea forzado a exteriorizarla para el bien de mi mente y limpieza del alma. Mis sentidos tales como el olfato y la vista, fueron sometidos a una dura prueba de templanza que ahora paso a relatar.
Amonario abrió una puerta de madera que antaño conoció tiempos mejores. De hecho, no me infundió ningún tipo de seguridad y de estornudar contra ella, seguro que la hubiera hecho estallar hacia adentro. Unas bisagras que jamás conocieron el antioxidante, emitieron un quejumbroso lamento que no cesó hasta que la puerta se abrió por completo. Como una maldición liberada, un efluvio pertinaz me golpeó hasta hacerme oscilar cuan alto era. Aquellas densas emanaciones me aturdieron con intensidad, y pensé que debían ser las mismas que flotan prisioneras desde hace siglos en las tumbas faraónicas.
La oscuridad del interior parecía mirarnos. Amonario me dijo que la bombilla del recibidor estaba fundida, así que lo seguí hasta el comedor con andares vacilantes, notando en las suelas una incómoda pegajosidad a medida que nos adentrábamos en la negrura de aquella catacumba urbana. Justo cuando creí recuperarme de aquel ambiente enrarecido por ausencia prehistórica de ventilación, Amonario accionó el interruptor, y la luz me mostró un horror que hizo que me llevara la mano a las pelotas para que no cayeran al suelo.
El piso presentaba un estado generalizado de degradación consciente, que convencía a quien mirara de que ya no existen cosas bellas en el mundo. La honda insalubridad de aquel lugar me provocó una depresión anímica inhumana. El suelo parecía un rostro sembrado de acné, pues aquí y allá crecían pequeñas erupciones aplastadas que en otros tiempos quizá fueron bocados que llevarse a la boca. No había apliques, ni lámparas, ni ojos de buey: tan solo una luz débil y amarillenta, emitida de bombillas que colgaban de sus cables eléctricos como protuberancias cancerosas.
Las paredes, sin cuadros y adornos, mostraban los colores de un cielo tormentoso. El techo, para no ser menos, vomitaba el color malsano de la nicotina millones de veces exhalada. No había basura ni desorden, pero el resto del piso presentaba el mismo desasosegante espectáculo. Tanto era así, que se me hizo difícil creer que allí vivían cuatro personas, amén de que el único habitante y por su condición de inanimado que allí podría vivir, sería el desvencijado mobiliario, que presentaba diversas salpicaduras de vete a saber qué sustancias.
Amonario advirtió mi pesadumbre y la palidez ultraterrenal de mi rostro congestionado, y reconoció —no sin cierta resignación— que el piso imploraba una asepsia concienzuda y una generosa mano de pintura. En un gesto de improvisación denegué su invitación de quedarme a cenar. Y no es que yo tuviera una gran confianza con Amonario, pero no todo el mundo al que conoces de hace poco te abre las puertas de su hogar, por lo que solo pude decir: «Amonario, si metieras aquí al ser más hambriento del planeta, se olvidaría, no solo de su propia hambre, sino de que tiene piñata, boca y aparato digestivo. Saldría de aquí corriendo y profiriendo alaridos como alma que lleva el diablo. Y hablando del diablo... Antes de nada, alquila los servicios de un sacerdote y manda practicar aquí un exorcismo».