A ver, la cosa tiene su gracia. Tengo un lector, o lectora —que no lo sé—, que lleva como seis meses, de manera intermitente, preguntándome por correo cuál es mi trabajo. Dice que tiene mucha curiosidad por saberlo, y que, dado que asegura que ha leído mi bitácora por entero, se merece una respuesta, y verdadera.
Yo le llevo contestando que si es verdad que ha leído las 399 entradas de mi bitácora, ya tendría que saber de sobra cuál es mi trabajo. Más que nada por dos entradas del todo esclarecedoras (la 26 y la 41). De modo que voy a pecar de crédulo e ingenuo, y a pensar que esta insistente criatura tiene muy mala memoria.
Valga pues, como contestación, la canción de hoy.
P.S.: Por cierto, como cada 4 de diciembre, ayer fue Santa Bárbara y lleva treinta años importándome un cojón.
Como cada primeros de diciembre, ya estábamos recibiendo el consabido estímulo lumínico-visual navideño. En algunas ciudades había empezado con dos o tres días de antelación, quién sabe si porque andamos algo despistados, o demasiado imbuidos de algún desastre natural, cercano y reciente, y eso no puede ser, puesto que la Navidad necesita de toda nuestra atención.
Quién sabe, quién sabe. Puede que solo se trate de demostrar quién, de ciertos alcaldes, es el que la tiene más larga.
Por añadidura, el calculado y primigenio engranaje que rige nuestras vidas, queramos o no, con todos lo numerosos y variados instrumentos de los que dispone, vuelve a dictarnos cómo tenemos que proceder y sentir. El loco, por ejemplo, ya ha planeado cómo hacerse con el próximo cuerpo que habrá de vestir el traje de Papá Noel para adornar el balcón.
Por su parte, Demenciano ya ha hecho acopio de cuantiosos litros de absenta con los que permanecer en una zozobra calculada hasta el día 7 de enero, a ritmo de black metal para paliar los efectos desquiciantes de los villancicos. Por supuesto, no por ello va a desaprovechar las sugerentes ofertas carnales de los prostíbulos de los que es socio honorífico, pues tiene una reputación que cuidar.
Y Crisógono, que aún vive con su madre cuya voracidad no ha disminuido, sino que ha aumentado a la par que su cuerpo, sabe que durante toda la duración de las fiestas navideñas, y más que en ningún otro periodo del año, va a tener que realizar incontables viajes al contenedor de la basura para evitar morir ahogados en ella.
Los basureros ya están temblando.
Respecto a Petronila, tiene todo su arsenal masturbatorio, el antiguo y el más avanzado, en perfecto estado de disposición y funcionamiento. Su intención es orgasmar hasta el final de las fiestas de forma imaginativa, extrema e innovadora, tantas veces como su libido se lo exija, pues ella es de las que defienden que un hombre y su pene son lo último que necesita una mujer para sentir placer sexual.
En cuanto a mí, me armaré de valor e intentaré superar estas fiestas como pueda. Si el loco, como otras veces en el pasado me pide ayuda para llevar a cabo su plan, sin duda se la ofreceré. Después de la cena de Nochebuena, supongo que me pasaré por casa de Demenciano para saludarlo y darle a la absenta. Luego visitaremos a Crisógono, al que también le gusta beber, y si no acabamos demasiado ebrios, le ayudaremos a tirar la basura.
A fin de cuentas, hay que cuidar de los amigos y estar ahí para cuando nos necesiten.
Ya ha oscurecido en la ciudad cenicienta. Repta por ella una densa bruma que anega todos los rincones y se enrosca en las edificaciones como un ser vivo y hambriento. Ya no parece una ciudad, sino un lugar de cuento, gótico y atemporal, que a buen seguro seduciría a mi buen amigo Jack.
Desde mi ventana empañada, la lóbrega iglesia de Cristo Rey aparece difusa como una ensoñación. Puede que sus fríos pasadizos, a estas horas de luna en las que el licántropo sale a cazar, también alberguen la estampa contrahecha de quien es su guardián. Imagino su sombra renqueante, desplazándose por los antiguos muros de piedra a la luz oscilante de una antorcha.
Quizá es en noches como esta, de cielo velado y quietud imperial, cuando surgen las buenas historias. Esas que hablan de monstruos a contra natura y perviven en el mito generación tras generación, aunque ahora mismo no sea verano, ni esté resguardándome de una intensa lluvia en Villa Diodati, junto con Mary, Polidori y otras personalidades perturbadas.
Así que afila tus colmillos, querida desconocida, porque es hora de que nos adentremos en la tiniebla para volver a ser y a sentir, aquí y ahora, en la noche prohibida de los lunáticos, propicia para las pesadillas y las más abyectas travesuras.
Ya lo dijo el sabio Gustavo —una rana verde muy instruida— y no Petete —un pingüino rojo muy culto—, que si alguna vez un marciano avistara la Tierra y quisiera saber quiénes y cómo somos sus habitantes humanos, lejos de acercarse y tomar contacto, no tendría más que desentrañar, hasta el fondo, los siete pecados capitales.
Después de semejante tortura didáctica y no morir de horror, el marciano tendría de nosotros un conocimiento inequívoco y aplastante. Y de inmediato, como que no hay que correr riesgos innecesarios, el marciano regresaría a su galaxia y comunicaría a los suyos que no valemos la pena.
Ah, bueno. Tú, sí, claro. Porque tú, de los siete pecados capitales, nada, eh. Ni que hubiera setenta y siete, ¿verdad?, cuando seguro eres el que más tiene que callar, ja, ja, ja.
Era noche cerrada y la pitonisa te miraba como si quisiera absorber parte de tu fuerza vital. La primera carta que apareció fue la de la calavera, y la pitonisa de cara arrugada dijo que morirías pronto. La consulta crujió y la temperatura ambiental descendió unos cuatro grados.
Luego quisiste saber cuándo, y en una segunda tirada te contestó que de aquí a dos semanas. Fuera el viento aulló y encolerizó los árboles. Quisiste saber la causa, y en una tercera tirada, con voz rasposa la pitonisa sentenció: muerte por colesterol. El cielo tronó y empezó a llover.
Tú le replicaste, como un desafío a su arte, que eso era imposible. Que no solo llevabas más analíticas en tu sangre que un porno actor en toda una vida de rodajes, sino que todas (la última un día antes de la adivinación) habían mostrado los valores respaldados por la OMS.
Te fuiste de allí jurándote que nunca más volverías a malgastar el dinero de ese modo.
Dos semanas después, me contabas todo eso mientras curioseábamos en una gran nave de artículos de segunda mano, cuando de repente, en la sección de imagen y música, se desplomó sobre ti una estantería de unos ocho metros de altura, repleta hasta la obscenidad de receptores de AV y radiocasetes retro.
Quedaste enterrado y ninguno de los que estábamos allí podíamos verte. Pero oímos con estremecedora claridad, a gran volumen, la canción que a los pocos segundos del desastroso desplome, empezó a reproducirse en uno de aquellos trastos usados.
Era noviembre y nada parecía importar demasiado. La palidez del sol entraba por las rendijas de la persiana y se proyectaba en líneas polvorientas sobre el cuerpo cansado de una joven que yacía en la cama. En la mesita de noche, una botella de vino desangraba su última gota sobre una alfombra arrugada, mientras la calle de plomo era un aria de tráfico homicida y prisa de viandantes.
La chica despertó sin ganas, por inercia. En cuanto se le aclaró el cerebro, sintió en su cuerpo el dolor de varios moratones y el frío contacto de una pistola entre sus muslos. Alguien la había olvidado después de una noche excesiva de perversión erótica, aunque hubo un tiempo feliz en que la chica solo rebosaba amor y dulzura.
No recuerda con exactitud cuándo empezó a tomar malas decisiones. El hecho de que su vida ya estuviera rota antes de empezar a usarla tampoco ayudó. También era un ser contradictorio y ciclotímico, por lo que muy pronto tuvo que recurrir a la ciencia de quienes creían estar capacitados para la comprensión del alma humana por el mero hecho de haber obtenido una titulación de cuatro años de carrera.
Al poco tiempo acabó desconfiando de ellos y a despreciarlos. No ya porque sus drogas legales fueran del todo ineficaces contra su caos mental, sino porque estaban tan estropeados como ella, con sus traumas de infancia, adicciones variadas y conflictos internos. Eran la muestra de que el mundo se dividía en una estúpida burla existencial de sedados y alterados, cuyo único fin grupal era envejecer y extinguirse.
La chica ya no quería sufrir más episodios anímicos de montaña rusa, desbordantes y agotadores, ni descensos en barrena a oscuros pozos sin fondo. Así que cogió la pistola con las dos manos, se la llevó a la boca y apretó el gatillo. Pero no hubo detonación, ni tampoco las cuatro veces consecutivas que siguieron.
En lugar de un final deseado, abrupto y liberador, el destino decidió que era la vida lo que merecía. Puede que una cuyos intentos por no caer en nuevos matices de dolor volverían a fallar. De modo que la chica tiró la pistola a un rincón, cerró las manos en torno a la sábana, y gritó con todas sus fuerzas como nunca nadie lo había hecho antes.
Gritó por ella y por todas las mentes enfermas que solo querían acabar.
Yo leí que la Guerra duró dos años, ocho semanas y quince días. Pero no es cierto. Tan solo cesaron los disparos, las ejecuciones, las persecuciones y las torturas. Sigue habiendo guerra en las redes sociales, en la radio, en la televisión y en los espacios públicos.
Lo antedicho es tan sabido como la mal llamada Transición, cuando fue continuismo y de aquellos barros estos lodos. Ya ni siquiera puedo contemplar el color rojo y el azul sin que me acuerde de la clase política y sus votantes.
Está claro que nunca van a dejar de señalarse y de enrocarse en sus propias heces. Con lo que ha pasado en Valencia estas dos últimas semanas, me pregunto qué más hace falta para que se obre el milagro.
El caso es que estoy empezando a aborrecerlos de un modo tan inhumano y visceral, que tendré que ir al médico a que me recete alguna droga legal que me apacigüe. A ver si así puedo abstraerme de su irreconciliable existencia tan dada a los berridos de bar.