El experimentado conductor del camión cisterna frenó con brusquedad para no atropellar a la atrevida anciana que cruzaba la calle con el semáforo de peatones en rojo. Eso quería decir que estaba en verde para él, y que tenía derecho a convertirla en pulpa. Pero como predica el Señor, decidió perdonarla y así ahorrarse el tedio de la burocracia.
Las diez ruedas de caucho se bloquearon, la energía cinética generada se liberó, y aquellas treinta toneladas de metal, más las veinticinco de propileno licuado que transportaba, se convirtieron en una mole incontrolable de potencial destrucción. En línea recta, el camión se precipitó hacia la fachada de un colegio del Opus Dei, justo cuando los pubescentes adoctrinados salían de sus aulas evangelizadoras, al encuentro de los vehículos de sus jodidos padres que esperaban aparcados en doble fila sin importarles el colapso del tráfico.
Cosas de vivir en la gran ciudad. Conducta de creerse por encima del resto por vete a saber qué puta razón.
La fachada del edificio cedió y la masa mortífera siguió su imparable recorrido, junto con los coches arrollados y algunos pocos cadáveres, hasta frenarse en el aún concurrido patio del recreo. Durante el calamitoso trayecto se perforó la cisterna de acero y la peligrosa carga se unió a las chispas anaranjadas generadas por la fricción, provocando la combustión inmediata y el cese abrupto de los alaridos.
El de arriba desatendió los rezos y la onda expansiva ocasionó daños urbanos hasta los ochocientos metros cuadrados, mientras que la explosión devastó todo a su paso en un radio de doscientos. Y la infernal deflagración del líquido hizo que aquella sucursal de la prelatura personal de la Iglesia Católica, el conductor y unos trescientos creyentes conocieran la inapelable virtud de la desintegración.
Un pesado manto de silencio se asentó en el cráter que dejó el descomunal estallido. Un vacío de sinsentido engulló el eco de los lamentos que no llegaron a producirse. La anciana sonrió con perversidad tras la esquina que le salvó la vida de milagro, y puño tembloroso en alto, exclamó:
«¡Ya os dije que algún día me las pagaríais, panda de salidos!».