Cae la noche y me vuelvo a dormir con el deseo de que al día siguiente el mundo sea mejor.
El principio del sueño siempre es igual: toneladas de chatarra orbitando alrededor de un planeta precioso de color azul, con una basta extensión de tierra sembrada de verde. A partir de ahí quiero soñar con la bondad del ser humano y obviar su otra mitad como si no existiera. Quizá si me esfuerzo incluso pueda soñar a qué huelen las nubes si me rasco el cojón izquierdo (porque soy zurdo) frente a una aurora de cuento de hadas.
Pero sueño con continentes asolados por pandemias y farmacéuticas negociando con la muerte, mientras unos pocos millones de privilegiados acceden a la vacuna. Sueño con volcanes en erupción, terremotos y tsunamis, como castigo sin distinción a la soberbia de quienes osan desafiar las leyes fijas e inalterables de la Naturaleza, por mantener su oligopolio en un porcentaje millonario en bolsa, haciendo del planeta un vertedero.
Sueño con dirigentes honestos abatidos por el disparo de un francotirador. Y con jueces imparciales inhabilitados por el propio poder que representan. Sueño con psicópatas, electos o no, dirigiendo a su antojo el devenir de los países y enfrentando a sus estúpidos habitantes, intoxicados por valores patrios y abanderados códigos de honor que nunca fueron tales. Sueño que a edades tempranas educan a las mentes futuras para que cometan los mismos errores seculares, negándoles verdadera elección, sometiéndoles el alma y encadenando su ilusión.
Sueño con el fracaso de las sociedades a todos los niveles, estructuradas en la doble moral, la mentira y la desigualdad. Sueño que aumenta el nivel de esclavismo de la mafia empresarial, convirtiendo la conciliación familiar en un lujo. Sueño en por qué año tras año crece la cifra de los que se arrojan al abismo. Sueño en por qué somos incapaces de desembarazarnos del ego y realizar un profundo cambio interior para darle la vuelta a todo esto y empezar de nuevo.
Sueño y sueño hasta que despierto, sudoroso, preguntándome por qué soy incapaz de abstraerme de toda esa realidad como haces tú, cuando nuestras vidas son más o menos iguales. Al igual es que ni quiero ni lo necesito. Al igual es que nunca lograremos abrir esa puerta.
No hace falta que cambies de acera cuando nos veas venir de frente. Te esquivaremos como espíritus burlones sin apenas rozarte, mientras te preguntas por qué llevamos esas pintas y a dónde vamos con ellas. Te respondería que voy con los míos a movernos con el viento y a tocar el cielo. Y si tampoco te explicas cómo es que parecemos tan unidos y felices, te respondería que cuidamos los unos de los otros porque siempre hay más de una mano tendida después de una caída. Por eso nunca tenemos miedo ni hay superficie en la ciudad que no nos conozca. Cuando estamos encima del monopatín, a toda velocidad, el mundo parece que no es lo bastante grande. Bajo el sol o la lluvia a eso vamos: a patinar para sentirnos vivos; a patinar porque si no morimos.
Las creencias del abuelo Ursucino están basadas en la razón, el empirismo y la ciencia. Pero como todo hombre sabio, se muestra receptivo a otras disciplinas aunque estas sean contrarias a sus convicciones. Así nos los demostró en el pasado, cuando hizo uso de un mundo místico y peligroso, pero efectivo si se practica desde el respeto y la prudencia.
Ahora vuelve a ser el centro de las habladurías desde que ha dejado de comprar sus medicamentos. Todos los habitantes enfermos del pueblo más sus familias, y sobre todo el médico y los propietarios de la farmacia, que necesitan de la dolencia y enfermedad ajenas para vivir, lo miran con recelo. Saben que si el abuelo Ursucino ya no se medica, no es porque se haya abandonado a la muerte, por pobreza energética o pensión indigna como la mayoría de sus coetáneos, no.
Todo lo contrario: ahora el abuelo Ursucino come cinco veces al día sin atender dieta alguna, y las dos comidas más potentes de esas cinco son propias de un atleta. Esos chismosos amargados están convencidos de que si el abuelo Ursucino, como parece, ya no padece de gastritis crónica, es porque ha vuelto a recurrir a fuerzas sobrenaturales. En parte es verdad: qué sorpresa se llevarían si supieran que lo único que hace es bendecir la comida antes de cada ingesta, y creer que eso sirve de algo.
No son pocas las veces que he estado a punto de castrar a ese condenado muchacho. Aun cuando me salvó de la disciplina esclavista de tío Vasile y hermanas, poniendo en peligro sus propios intereses de fuga. Desde aquel día se convirtió en un miembro más de la familia, que siempre es lo primero. Y yo, sin ser jardinero, siempre cuido de mi propio jardín. Ustedes ya me entienden.
Después de aquello mi negocio empezó a crecer y le ofrecí la posibilidad de formar parte. A cambio de comida y alojamiento, él sólo tenía que transportar hasta mis aposentos el dinero sustraído. Pero durante el periodo de prueba no me trajo más que disgustos. A veces bebía de más, y ante la concurrencia que fuera, presumía con alarmante indiscreción de que su trabajo era especial. Incluso una noche atropelló a uno de mis empleados en plena faena, causándome pérdidas enormes, incluidas el coche.
Mis informadores no paraban de decírmelo: «Gran Jefe, ese chico no sabe mantener la boca cerrada ni está preparado para una vida tan intensa. Tenga su cinta de cuero. O mejor: deshágase de él». Tuve deseos de hacerlo, no crean, pero le debía una oportunidad. Una de la que escapó airoso por los pelos. Aún hoy me despierto sudoroso, agarrado a mi cinta de cuero y gritando su nombre, maldito sea.
Desde aquel día supe que lo mejor era tenerlo tan cerca de mí como fuera posible, así que lo invité a que se mudara a la mansión. Él aceptó y en señal de agradecimiento me regaló un jamón de pata negra. No esa basura plastificada que venden en los grandes almacenes, no. Sino esa clase de jamón que al catarlo te eleva del suelo, te hace cerrar los ojos y brotar las lágrimas.
El caso es que con el jamón también me traje los problemas a casa.
Esa misma semana montamos en la mansión una fiesta por todo lo alto. Bebimos mares de Tuica, cantamos canciones rumanas populares hasta la afonía, y disparamos toneladas de munición ofrendada al cielo. Noche de felicidad y futuro incierto. Aquel descerebrado bebió tanto licor como agua derramada en el diluvio bíblico, y cuando se acabó la Tuica, quería invitarnos a cerveza robada, que según él sabe mejor.
Me informaron de que ya lo había hecho otras veces en fiestas posteriores. El muy granuja saboteaba el reproductor de música, y mientras el barman volcaba su atención en el cableado del aparato, irrumpían en el almacén cuatro muertos de hambre contratados por él, y al rato salían con las cajas de cerveza cargadas sobre el hombro. Condenado muchacho, durante un tiempo creí que aquellos cascos de cerveza vacíos eran de mi propiedad, y no de los clubs de las bandas organizadas con las que tengo serios acuerdos. Tuve que mediar en persona para que la ciudad no se tiñera de sangre.
Ahí no acabó todo.
Una noche, mientras miraba al vacío desde lo ventanales superiores de la mansión, lo vi llegar montado en una bicicleta que conducía como un pollo sin cabeza. Entre el manillar y sus brazos había una chica que se cubría los ojos y no paraba de reír. Cuando cayeron al suelo, la chica siguió riéndose, con el pecho descubierto, sin poder levantarse. El muy bastardo sí lo consiguió, y se meó en los setos que adornan la entrada de la mansión, además de vomitar en las escaleras, mientras la chica lo señalaba desde el suelo sin parar de carcajear.
Aquella misma noche tuve que hacer varias llamadas comprometidas, y preparar un par de maletines con destino al Palacio de Cotroceni, cuando supimos que aquella pobre muchacha era la hija del presidente. No podía creerlo: ese condenado estúpido había vuelto a poner en entredicho mi reputación.
¿Saben qué es lo peor? Que desde ayer mi pequeña ha empezado a salir con él. Y no puedo soportarlo, por mucho que tampoco puedo negar lo que presencié aquella madrugada en la que las pelotas del muchacho estuvieron a punto de ser historia. Ahora me doy cuenta de que fue un error. Quién iba a pensar... Si mi mujer estuviera viva; ella siempre sabía lo que hacer; tenía todas las respuestas. Y ahora mi pequeña está con ese idiota en algún lugar de la ciudad. No negaré que siento cierto afecto por el chico: la fuga, aquel jamón... Pero ya no me queda más capacidad de perdón, por lo que aquí estoy, con mi cinta de cuero entre las manos, a la espera de su regreso con sabe dios qué problemas.
Nos levantamos una hora antes de que el sol despertara. Como nos esperaba un desgaste físico considerable, con extrema coordinación, entramos en la despensa contigua a la cocina, y llenamos nuestras mochilas con botellas de agua y barritas energéticas de chocolate. Luego fuimos al garaje y nos hicimos con una bomba de aire y aerosol engrasador. Cuando ya teníamos todo, nos miramos, asentimos, y salimos al exterior, silenciosos y abrigados, dirección al cobertizo en fila india como una experimentada guerrilla en misión ultrasecreta.
Mientras Dragosi cuidaba de nuestras provisiones y vigilaba nuestras espaldas, Fiorenzo y yo inflábamos las ruedas y engrasábamos las cadenas de las bicicletas. No temía por la aparición de las hercúleas hermanas —al menos de momento—, cuya vigoréxica dedicación a las pesas se traducía al final del día en un sueño profundo y prolongado. Pero estaba intranquilo, y no sé si era por la helada mirada de Dragosi, las impredecibles idas y venidas de tío Vasile, o los inexpresivos rostros de los maniquíes, que daban la sensación de querer delatar nuestra posición en cualquier momento, en un alarido unísono, agudo y demencial.
Los primeros rayos solares despuntaron y un enorme manto de luz empezó a anegar la basta extensión que nos rodeaba. Decidimos sacar las bicicletas del cobertizo y continuar con su puesta a punto bajo aquel sol reparador. Nuestros alientos se disiparon en el frío de la nada invernal, cuando de pronto, oímos un estridente clangor de sonoridad circense, de la que una sobresaltada bandada de pájaros se hizo eco, alejándose de las copas de los árboles en un repentino aleteo hacia las alturas. Aquel sonido, tan odioso como conocido, vino acompañado de los enajenados improperios en rumano de tío Vasile. Con su indumentaria habitual, iba colgado a la espalda de una de sus tres hermanas, que cargaban contra nosotros como locomotoras a máxima potencia, profiriendo inconfundibles gritos de guerra con inhumana determinación.
En un gesto maquinal de pura supervivencia, me monté en mi bicicleta al igual que Fiorenzo en la suya, y salimos de allí como el silbido de una bala. Habíamos cubierto casi cien metros de terreno, cuando caímos en la cuenta de que nos habíamos dejado a Dragosi, que no paraba de maldecirnos como un poseso. Dimos media vuelta de inmediato, consiguiendo llegar antes que Tío Vasile y hermanas, que seguían acercándose. Fiorenzo, con tanto arrojo como desatino, empezó a apedrearlas para darme tiempo, mientras que aquel maldito enano seguía escupiendo veneno en rumano. Yo, con máxima concentración, eché mano a su pequeña bicicleta y fijé los ruedines, reajusté la altura del sillín, gradué el ángulo del manillar y del retrovisor, comprobé la presión de las ruedas y los frenos, reapreté la bocina en forma de patito de goma —amarillo, no negro—, le colgué la mochila a la espalda con fingido amor de padre y le apreté los mofletes.
Dragosi me echó a un lado de malas maneras y se montó en su bici como quien monta a caballo, y Fiorenzo y yo hicimos lo propio. Casi podíamos sentir el aliento de Tío Vasile y hermanas. Con solo alargar los brazos podían asirnos del pescuezo. Pero hicimos acopio de coraje en gritos adrenalínicos, sacando fuego de los pedales sin mirar atrás. Y la desafinada cacofonía de viento de tío Vasile, al igual que los gritos de frustración de las forzudas hermanas, se hicieron más débiles a medida que aumentamos la distancia entre ellas y nosotros; entre el caserío y la llanura; entre aquella pesadilla y la libertad.
No sabíamos el rato que llevábamos pedaleando, hasta que empezamos a desacelerar de puro desfallecimiento hasta detenernos. Lo habíamos conseguido. Estábamos jadeantes, parados en un ancho camino terroso rodeado de zona boscosa, bajo un cielo limpio y puro. Entonces bebimos agua, sacamos una barra energética de la mochila, nos miramos, y estallamos en sonoras carcajadas. Todas las que no pudimos gastar en aquel mes oscuro y alguna más. Parecía que no se iban a acabar nunca cuando, de repente, Dragosi se cayó de la bici y enmudecimos. Y al segundo siguiente las carcajadas se intensificaron, rayanas en la locura.
Y quizá era eso, que nos habíamos vuelto locos. Cómo no estarlo, cuando un destino tan incomprensible como inesperado, decide cruzar las vidas de tres desconocidos de forma tan singular y colocarlos en manos de la opresión campestre.
Era mediodía cuando llegamos al borde de un llano desde el cual, a lo lejos y en declive, divisamos Bucarest, la ciudad de Dragosi: magnífica y llena de posibilidades. Desde donde estábamos daba la sensación de que era nuestra y que podíamos hacer con ella lo que quisiéramos.
Fuimos hacía allí en silencio, pedaleando despacio. Y por primera vez en mucho tiempo tuve la sensación de que nada podría salir mal.
Mis primeros contactos con la mafia rumana empezaron a fraguarse de la forma más inopinada. Aquellas vacaciones aventureras recién iniciadas me condujeron hasta la propiedad de tío Vasile. Un terrateniente viejo, escuálido y delirante, que regentaba junto con sus tres hermanas culturistas, un lúgubre caserío a las afueras de la mágica ciudad de Bucarest. Tío Vasile alquilaba habitaciones a mochileros y estudiantes por una cantidad que quedaba fijada durante un acalorado regateo.
Lo que el engañoso anuncio de tío Vasile ocultaba, es que se paseaba con actitud militar por todas las inmediaciones de sus dominios, ataviado con un casco de aviador de la Primera Guerra Mundial, unos gallumbos de color nicotina y unas deslustradas botas de media caña, impartiendo con estridencia y enérgicos movimientos de fusta, órdenes en rumano a no se sabía muy bien quién. De igual forma irrumpía en tu habitación en mitad de la noche, desbocándote el corazón con un disonante toque de corneta. Y lo que era peor: te obligaba a duras tareas de mantenimiento en su fangosa hacienda, bajo la férrea vigilancia de sus musculadas hermanas.
Yo tenía todo el cuerpo cubierto de sudor cuando acabé de podar los descuidados arbustos del decrépito jardín de tío Vasile. En ese momento se me acercó un muchacho de voluminoso cabello rizado, que de ser un día de sol, lo hubiera eclipsado por completo, y un enano rapado al que había que mirar dos veces para cerciorarse de que era real. Me sorprendió no haberlos visto antes, pero la propiedad de tío Vasile y hermanas era extensa, y tampoco me dejaban levantar cabeza de los penosos trabajos a los que me sometían.
Uno de ellos se presentó como Fiorenzo, mientras que el otro respondía al nombre de Dragosi. Ambos se apañaban bien con mi idioma y, al igual que yo, llevaban una semana de presidio en aquel insalubre lugar.
En los días siguientes confraternizamos en la medida que pudimos. Así supe que Fiorenzo, natural de Italia, era otro inocente mochilero con muy mala suerte, que me enseñó todo lo que se debe conocer de dicho país: que en efecto el secreto que me desveló está en la masa; que el risotto es un ataque de risa; que ningún habitante de Venecia sabe nadar, y que la Cosa Nostra iba a ser un equipo de fútbol que al final derivó en el AC Milán.
Por mi parte, le enseñé a bailar la sardana y le confesé el secreto de la pigmentación de la piel de La Moreneta. Le hice entender que debía suplir sus audiciones musicales de Laura Pausini y Eros Ramazzotti, por algunas de KOP y Crisix. Y le descubrí la butifarra catalana y el pa amb tomàquet.
Con Dragosi, en cambio, mantuve la distancia. Su mirada era la de un lobo ártico y, pese a su tamaño, daba la incómoda sensación de que iba a saltar sobre ti de un momento a otro. Aparte, no paraba de realizar amenazadoras manualidades con una cinta de cuero de la que nunca se desprendía. Tan sólo nos contó que las atléticas hermanas de tío Vasile lo secuestraron por orden de este, cuando descubrieron que era un mafioso en ciernes que, en un futuro, podría hacer peligrar la fraudulenta tapadera de la que éramos víctimas.
No recuerdo con exactitud qué día era, cuando estábamos cortando leña como aizcolaris dementes, y Dragosi se detuvo diciendo que aquello no podía continuar. Que llevábamos un mes de cautiverio y que con toda probabilidad, era el mismo tiempo que sus hombres llevaban buscándolo sin resultado alguno. Nos miró a Fiorenzo y a mí con seriedad, y sentenció que era hora de unir fuerzas y elaborar un plan de escape.
Los caminos que circundaban nuestra prisión eran numerosos y harto accidentados, por lo que necesitábamos algún tipo de transporte. Salvo dos tractores con peor aspecto que su propietario, no veíamos otros vehículos de motor que pudiéramos utilizar. Entonces se nos ocurrió mirar por la sucia ventana de un destartalado cobertizo, situado en la parte más alejada del caserío, y descubrimos que en su interior, cubiertas por una amplia telaraña, se amontonaban unas oxidadas bicicletas junto con unos inquietantes maniquíes, desmembrados unos y descabezados otros.
Así pues, el plan que urdimos no es que fuera sencillo, sino el único posible: a primera hora de la mañana nos fugaríamos de aquel maldito lugar pedaleando como si nos persiguiera el mismísimo infierno. Cuando llegó la noche, deseando que fuera la última, volví a acostarme en la cama de mi celda sin barrotes, y me sumí en un sueño intranquilo en el que no cesaba de preguntarme:
Klaudyna era una preciosidad de cautivadores ojos azules y parca en palabras, criada en un bonito pueblo al sur de Rumanía, ajena a los turbios negocios de su padre. Aquella noche bebió más que los peces del villancico, hasta el punto de que su engañosa timidez se esfumó en favor de un huracán en absoluta desinhibición. Nunca había visto nada igual. Cuando soy yo el que bebe de más, acabo suplicando a las camareras que me pongan las tetas en la cara. Klaudyna, en cambio, estaba en un nivel superior.
En medio de la pista de baile, cual demonio con apariencia de diosa joven, Klaudyna se humedecía los labios, contoneaba la pelvis con obscenidad, se acariciaba los pezones y besaba con ardor sin distinción alguna, a cualquier forma de vida que osara rondar su espacio vital. Yo estaba tan intranquilo como convencido de que la situación se estaba descontrolando, por lo que decidí llamar a los hombres de Dragosi antes de lo acordado.
Con algún que otro forcejeo, conseguí acomodarla en un sofá, al lado de un holandés de mandíbula desencajada que, de haber podido, le hubiera relamido con fruición los sudorosos sobacos. Fui al guardarropa a por nuestras prendas de abrigo y cuando regresé, pasados tres minutos, en el sofá solo encontré al holandés con su grotesca manifestación de bruxismo inducido, incapaz de pronunciar palabra.
Hostia puta, mierda y joder. klaudyna había desaparecido y los hombres de Dragosi llegarían de un momento a otro. Pensando en iniciar una nueva vida en el Punto Nemo, salí del club como una manguera de aire, cuando de pronto, ya en la calle, un par de matones del Gran Jefe me interceptaron a la carrera, elevándome del suelo de forma gradual hasta que me vi corriendo en el vacío. Y así me llevaron hasta el coche, aparcado a unos quince metros de distancia, ante la atónita mirada de la multitud trasnochadora que ocupaba las aceras.
Al cabo de media hora de trayecto, volvía a estar en la mansión de Dragosi, ante su gélida mirada, que parecía caer sobre mí desde todas direcciones, aplastándome. A sus dos preguntas sólo pude responder que no sabía dónde estaba su hija, y que sí sabía lo que eso significaba. De modo que ordenó que la poda escrotal se realizara en el piso que me tenía cedido. Yo me vine abajo porque, aun estando seguro de que él activaría un dispositivo de búsqueda, al margen del resultado, también lo estaba de que mis testículos se iban a quedar en manos de la mafia rumana como dos huérfanos desvalidos, por lo que regresaría incompleto a mi Cataluña natal, en calidad de eunuco y con voz de castrato.
Con eso negros pensamientos martilleando mi cabeza, llegamos al tramo final. Detrás de mí, el Gran Jefe ordenó a su par de matones que me dejaran en el suelo para que yo pudiera abrir la puerta. Por más que me palpé no encontré las llaves, así que, no sé cómo, en algún momento de aquel embrollo también las perdí. Dragosi gruñó y sus matones tiraron la puerta abajo. Y ahí, al otro lado, estaba Klaudyna recién duchada, con el largo cabello todavía húmedo, saboreando sin el menor atisbo de sorpresa un plato rebosante de mis cereales chocolateados.
En ese mismo segundo de reconocimiento, me lleve las manos a mi comprometido escroto en un gesto instintivo de esperanza; los dos pétreos matones de Dragosi se quitaron las gafas de sol, no fuera aquello una ilusión; y este último, cual hábil prestidigitador, hizo desaparecer la cinta de cuero de sus manos enguantadas.
Aun vestida con una raída sudadera que sobrepasaba tres veces su talla, Klaudyna seguía resultando arrebatadora. Nos dirigió una mirada en la que se concentraba el peso de una intensa resaca. Pero fue a mí a quien sonrió como el sol a la mañana y guiñó un ojo cómplice, cuando alzó la mano e hizo tintinear las llaves del piso. Dragosi volvió a gruñir y yo no pude más que convencerme, de que si bien nunca hay que hacer tratos con el diablo, cuando menos te lo esperas a veces va y se pone de tu parte.