Ella y él estaban en ese punto de su relación en el que no requerían el don de la palabra. Hacía tiempo que se habían desprendido de sus blindajes. Esos que llevamos a menudo sin darnos cuenta, para protegernos de las heridas que nos pueden lastimar el corazón y el alma.
Aprendieron a abrirse el uno al otro. Entrelazaban los dedos y fundían sus alientos con los ojos cerrados, y se imbuían de esa forma muda de entenderse en el silencio, clarificando nuevas vías de comprensión que, hasta que no se atrevieron, creyeron ocultas e inalcanzables.
Puede que siempre al borde del precipicio, como dos colibríes en el alféizar, orquestaban a la ventura, presurosos y confiados. En ese nivel de comunicación en el que hablan más las miradas que las palabras, consumían el deseo y satisfacían el ansia.
Todavía estaban conectando con la realidad. Todavía seguían ebrios el uno del otro cuando todo fue demasiado rápido. Él quiso decirle que el piso apestaba más que nunca a... Un segundo antes, ella se llevó el cigarrillo a la boca y accionó el mechero. Sus miradas pasaron de la alarma a la despedida, justo cuando entendieron que la espita del gas estaba más jodida que el mes anterior, y que dado el caso, ellos todavía lo estaban más.
Para entonces fue demasiado tarde.
Momentos antes yo escribía para mí y mis lectores. A mi derecha, la copa de vino de la que bebía entre párrafo y párrafo. A mi izquierda, la ventana con la persiana subida, y más allá de ella mi amiga la noche. De súbito, una sensacional explosión de hipnóticos tonos anaranjados, se elevó de la zona más desfavorecida de la ciudad alumbrando la oscuridad del cielo.
«Joder, pero qué hostias...», me dije sobrecogido. A continuación me pregunté si no seríamos el entretenimiento de dioses que nos disponen a su antojo como meros peones, sobre un tablero de dimensiones cósmicas demasiado insoportable de imaginar.
Con el estadillo aún grabado en las retinas, desvié la mirada a la negrura insondable del firmamento estrellado, y cavilé sobre si acaso el universo no tendría un plan, tan perverso como incomprensible, para cada uno de nosotros. Quién sabe si escrito en un millar de constelaciones que nos serán por siempre inalcanzables, en un idioma que jamás entenderemos.
«Jajajajajaja», reí.