15/12/22

196. Plan universal

    Ella y él estaban en ese punto de su relación en el que no requerían el don de la palabra. Hacía tiempo que se habían desprendido de sus blindajes. Esos que llevamos a menudo sin darnos cuenta, para protegernos de las heridas que nos pueden lastimar el corazón y el alma.

    Aprendieron a abrirse el uno al otro. Entrelazaban los dedos y fundían sus alientos con los ojos cerrados, y se imbuían de esa forma muda de entenderse en el silencio, clarificando nuevas vías de comprensión que, hasta que no se atrevieron, creyeron ocultas e inalcanzables. 

    Puede que siempre al borde del precipicio, como dos colibríes en el alféizar, orquestaban a la ventura, presurosos y confiados. En ese nivel de comunicación en el que hablan más las miradas que las palabras, consumían el deseo y satisfacían el ansia.

    Todavía estaban conectando con la realidad. Todavía seguían ebrios el uno del otro cuando todo fue demasiado rápido. Él quiso decirle que el piso apestaba más que nunca a... Un segundo antes, ella se llevó el cigarrillo a la boca y accionó el mechero. Sus miradas pasaron de la alarma a la despedida, justo cuando entendieron que la espita del gas estaba más jodida que el mes anterior, y que dado el caso, ellos todavía lo estaban más.

    Para entonces fue demasiado tarde. 

    Momentos antes yo escribía para mí y mis lectores. A mi derecha, la copa de vino de la que bebía entre párrafo y párrafo. A mi izquierda, la ventana con la persiana subida, y más allá de ella mi amiga la noche. De súbito, una sensacional explosión de hipnóticos tonos anaranjados, se elevó de la zona más desfavorecida de la ciudad alumbrando la oscuridad del cielo. 

    «Joder, pero qué hostias...», me dije sobrecogido. A continuación me pregunté si no seríamos el entretenimiento de dioses que nos disponen a su antojo como meros peones, sobre un tablero de dimensiones cósmicas demasiado insoportable de imaginar. 

    Con el estadillo aún grabado en las retinas, desvié la mirada a la negrura insondable del firmamento estrellado, y cavilé sobre si acaso el universo no tendría un plan, tan perverso como incomprensible, para cada uno de nosotros. Quién sabe si escrito en un millar de constelaciones que nos serán por siempre inalcanzables, en un idioma que jamás entenderemos.

    «Jajajajajaja», reí.


12/12/22

195. Héroes

    Hay heroicidades de toda índole documentadas al detalle, tan loables como las que realizaron personas desconocidas, de manera desinteresada y a menudo arriesgada. Anónimas bien por decisión expresa o porque murieron en el intento, pero todas sumidas en el olvido la mayoría de veces.

    Luego, como es sabido, están los que asoman el hocico cuando la verdadera amenaza ha pasado. No contentos con pasear su estampa cuando su presencia es del todo innecesaria, condenan la pasividad del resto de sus congéneres, ante el supuesto peligro contra el que se tendría que haber reaccionado.

    La heroicidad de verdad suele ser altruista y silenciosa, y por eso, a menudo desapercibida y pocas veces premiada o reconocida. La ficticia suele ser esgrimida por los pobres de espíritu, que a toro pasado te dirán de qué forma hubiera sido mejor actuar. Y ellos porque no estaban allí, que si no...

    Aunque tampoco nos llevemos a equívocos: la gran mayoría nos partimos la cara por nuestros seres queridos, y la giramos ante la indefensión y el auxilio ajeno. Suerte que hubo —y hay— hombres y mujeres que marcaron esa diferencia, y desobedecieron leyes injustas, desafiaron a la autoridad de la época y arriesgaron en favor del débil y el necesitado.

    Supongo que el héroe nace, no se hace. Aunque yo, si bien no es lo mismo, siempre estoy dispuesto a ser mordido por una araña radiactiva, o bañado de pies a cabeza por rayos gamma o cósmicos.




8/12/22

194. El terror

    Ese terror imaginario, que disfruto. 

   Añejo y gótico, oculto en ritos oscuros y conjuros ancestrales. El que emana de pociones fétidas de ingredientes prohibidos. De garras poderosas y fauces salivantes, mutilando la carne y devorándola a la luz de la luna llena. De colmillos clavándose en la yugular de una joven, y dos regueros purpúreos descendiendo con lentitud hasta su pecho desnudo. De serpientes y larvas deslizándose por las cuencas de un centenar de muertos apiñados en un osario, iluminados cuando el relámpago desgarra un cielo negro. Del llanto de un bebé en el altar, ofrendado ante el filo mortal que sostiene una criatura gigantesca de alas membranosas.     

    El mismo terror de ultratumba, invocado en la tiniebla, reptando en silencio hasta tu cama, cuando duermes. Del vaivén de mecedoras en habitaciones polvorientas de mansiones deshabitadas. De viejas casas encantadas que emiten lamentos al ser azotadas por una ventisca invernal. De castillos ruinosos alzándose entre la bruma de parajes remotos. Del sonido de violines desafinando en tumbas profanadas. De extensiones de tierra sin sol, sembradas de ciénagas vaporosas. De lluvia cayendo en antiguos cementerios de sepulturas mohosas. De siniestros mausoleos custodiados por la muda presencia de estatuas paganas. 

    Y ese terror que no necesita artificios ni recurrir a miedos primigenios.

    Ese que se manifiesta a plena luz del día, cuando explosiona una bomba en un centro comercial en hora punta. El que se desata cuando las balas disparadas en nombre de un dios que no existe, acallan la música de un concierto que deviene en carnicería. El que debieron sentir ciento cincuenta pasajeros a bordo de un avión que cambió de rumbo dirección a una muerte tan inesperada como certera. Ese terror que nace de la más intensa desesperación, cuando dos grandes rascacielos están siendo devorados por las llamas, y las personas del interior consideran una posibilidad de supervivencia lanzarse al vacío desde cuatrocientos diecisiete metros de altura.

     El terror que surge de un instinto primitivo y se contagia enloqueciendo a las masas en un campo de fútbol; en un amplio recinto del que no se respetó el aforo; en una calle atestada. El terror que se desborda en incontenible avalancha y mata por asfixia y aplastamiento sin hacer diferencias. El terror de los soldados en el campo de batalla, ensordecidos por las detonaciones de un aluvión de bombas; el de los civiles que tienen la fortuna de prolongar su vida un día más en el refugio antiaéreo. Y el terror de la tiranía, puro e indescifrable, manifestado en miles de ejecuciones y matanzas. Ese que yace imborrable en solitarias cunetas, en las baldosas ensangrentadas de las salas de tortura, en el barro de los campos de concentración...

    Ese terror tan nuestro, tan definitorio, tan real...


5/12/22

193. Ya llega... ya está...

    El 6 de octubre de 1984, de la mano de Lolo Rico y por beneplácito de TVE, se nos ofrecía un producto novedoso y transgresor, enfocado para cualquier franja de edad —dependiendo de las cuatro secciones que lo formaban— que presentó Olvido Gara, sin los Pegamoides ni Dinarama.

    Unas locuaces marionetas, más entrañables que muchas personas muertas y con más personalidad que muchas aún vivas, aparecían rodeadas de un variado conglomerado de cableado eléctrico y aparatos de audio/vídeo, y nos deleitaban con frases proféticas, tales como: «¡Viva el mal, viva el capital!», la no menos certera: «Si no quieres ser como estos, lee». O cuando, sin venir a cuento, la pantalla se pixelaba y una voz decía: «Tienes quince segundos para imaginar» y transcurrido ese tiempo la imagen se hacía nítida y la voz finalizaba: «Si no se te ha ocurrido nada, quizá deberías ver menos la tele». 

    A veces la genialidad es así de sencilla. Y de ese modo el programa ya nos prevenía de ciertos cánceres sociales emergentes, hoy en día arraigados y más vigentes que nunca. 

    Disfruté mucho con el humor punzante e improvisado de Pablo Carbonell, Pedro Reyes y el no menos histriónico Javier Gurruchaga. Y no se me olvidan las actuaciones de los sucios Eskorbuto, Los Nikis, con su descojonante canción Maldito Cumpleaños, Los Toreros Muertos...

    Pero entonces llegó 1987, y con él la jodida Pilar Miró como la nueva directora de RTVE, y con el poder que le fue conferido —¿casualidad?— empezó a coartar la libertad de la que gozaba el programa desde sus inicios, para tratar y hablar desde la crítica, sobre cualquier tema político y social de la época. 

    Porque no podía ser, claro está, que el programa, tuviéramos siete, diez o dieciocho años, nos hiciera pensar demasiado y cuestionar, por ejemplo, la impositiva educación escolar. Y conviene a los de siempre que las blancas ovejas del rebaño no cambien el color de su pelaje por el negro.

    Puede que la niñez magnifique los recuerdos, sobre todo cuando vienen de un programa tan mítico como irrepetible, que cautivó a toda una generación de pequeños que nos trató de tú a tú. Y es posible que tiempos pasados no fueran mejores, pero desde luego, los actuales tampoco.


1/12/22

192. La noche era lo que nosotros

    «A veces me conmueve toda esa basura erótica de tu blog», le susurré al oído mientras el frío nocturno de diciembre, al otro lado de la ventana empañada, congelaba los cuerpos inertes de varios indigentes. «Pues tu blog parece el de un puto amargado», dijo ella con sus piernas anudadas en mi cintura, al tiempo que las capas de hielo, asesinas silenciosas, cubrían las carreteras provocando accidentes mortales.

    Era nuestra particular forma de sincerarnos cuando follábamos.     

    «Que sepas que te dejé porque no me comías el coño con la frecuencia debida, cabrón de mierda», me dijo entre jadeos y contorsiones. Salí de ella acatando aquel desafío que disfrazó de reproche, y en pocos minutos, abandonada al capricho de mi lengua sedienta, el diluvio universal cobró dimensiones obscenas en su zona radiactiva. Tan entregada, tan receptiva, tan ella.

    Afuera, unos disparos distantes rompieron la quietud de la ciudad, seguidos de gritos que auguraban desgracias irreparables.

    «Dejé que te fueras, jodida zorra, porque las más de las veces fingías no saber qué hacer cuando te plantaba la polla delante de las narices», le repliqué con su sabor a mil tormentas veraniegas excitando aún mi paladar. Y ella, que nunca era menos, me tuvo a su merced entre el celo abrasivo de sus dedos y el infierno húmedo de su boca, hasta licuarme por entero en ella, sobre ella. Tan lleno, tan solícito, tan vacío.

     Unas sirenas lastimeras aullaron como respuesta, al tiempo que una luz azul barrió la habitación, bañando la serena tibieza de nuestros cuerpos desnudos.

    Era nuestro singular modo de precipitarnos al abismo de nuestras posibilidades, mientras la noche no paraba de hablarnos en su idioma salvaje.



28/11/22

191. Habilidades innatas

    Años ha, una púber de hipnóticos ojos rasgados me dijo con una sonrisa no menos hipnótica, que veía en la MTV un programa titulado Ahora o nunca, en el cual un grupo de jóvenes escribían una lista donde enumeraban situaciones a experimentar antes de morir. 

    Uno apuntó que deseaba lanzarse a la piscina desde los trampolines olímpicos de Montjuïc. Otro apostó por meterle un gol a Casillas desde el punto de penalti. Un tercero sugirió correr desnudo por una barriada pija.

     Seamos francos: muy ingeniosos no fueron, aunque tampoco se trataba de eso. De hecho, yo he perdido la cuenta de las veces que he corrido con las vergüenzas al aire como un polichinela histriónico, por barrios caros y de la medianía. Incluso una vez hice un calvo en los Campos Elíseos y bailé pogo dentro de la fuente que hay en el patio de los leones de la Alhambra. 

    Creo que los chavales del programa pensaban solo en gilipolleces. Aunque como habéis leído, en lugar de pensarlas, yo las hacía, puesto que es un acto contra natura reprimir los dones innatos. Y es que hasta para ejercer una buena gilipollez creativa, no basta con el entrenamiento y el conocimiento adquirido.


24/11/22

190. Viñeta, acoso y pedrusco

     A veces, durante el recreo, leía cómics sentado en la tierra, recostado en una de las paredes del patio de la escuela. Al no existir soportes digitales, era muy habitual entre los aficionados de mi generación tener uno físico entre las manos y realizar intercambios.

    Las primeras adicciones a la viñeta llegaron de la mano de los maestros Juan López y Francisco Ibáñez, con las hilarantes aventuras de Superlópez y Mortadelo y Filemón, que siendo un reflejo trágico de aquella época casposa, me hicieron reír hasta el paroxismo. Poco después descubrí las publicaciones americanas de la DC Cómics y de la Marvel Cómics Group. En esta última me sumergí de lleno hasta el día de hoy.

    Leía La Masa, Thor el Poderoso, La Patrulla X, Conan El Bárbaro, Los 4 Fantásticos... También me gustaba mucho Spiderman, que vacilaba a los villanos haciendo del peligro una broma. Otros de mis predilectos era Iron Man, siempre en la vanguardia de la tecnología y añadiendo sofisticadas mejoras a su armadura. Del Capitán América, del cual me gustaba mucho su diplomacia, también era seguidor, aunque me desagradaba su patriotismo. 

    Un día de los ochenta leía a Los Vengadores, que estaban enzarzados en una fiera lucha contra su archienemigo, el avanzado robot Ultrón-5. De súbito, el cómic salió despedido de mis manos con violencia, giró sobre sí mismo en el aire y cayó en el polvo como un pájaro muerto. Alcé la vista sobresaltado y delante de mí, como una torre puntiaguda, estaba Pablo. Un matón precoz de mi clase, cuya anatomía era de una delgadez tan aguda que parecía estar al borde de la desaparición. 

    Aquella criatura insolente, después de propinar una patada a mi preciada lectura, se llevó la mano a la entrepierna y sentenció con regocijo: «Los que leéis esas mierdas sois unas mariconas». Luego se rio, dio media vuelta, y empezó a caminar sin mirar atrás. Al tiempo que se alejaba, una ira como nunca he vuelto a experimentar se apoderó de mí de tal modo, que me levanté pedrusco en mano y se lo lancé con intención asesina.

    Entre el trino musical de los pájaros, el rocoso proyectil describió una bella parábola que colisionó, con exquisita poesía, en el occipucio de aquel bastardo. Un cloc rotundo paralizó mi respiración y Pablo, a unos diez metros, se encorvó por el impacto cuan largo era y se dio la vuelta hasta encontrar mi mirada. Nunca vi en la cara de alguien una expresión de tan profundo desconcierto. Se tocó, con lentitud, la parte dañada de la cabeza. Luego se puso la mano ensangrentada delante de sus ojos llorosos, y de seguido retrocedió dos pasos y cayó de culo.

    Aquel día me llovió una reprimenda por parte de mis padres, que luego tuvieron que vérselas con los de aquel retrasado. La profesora se mantuvo en un discreto tercer plano. 

    Por aquel entonces tenía unos trece o catorce años. Pasé miedo y durante mucho tiempo me estuve preguntando cuál habría sido mi reacción de ir Pablo acompañado. Qué habría ocurrido si Pablo hubiera decidido contratacar. Qué habrían hecho el resto de críos que presenciaron el espectáculo. Hasta dónde habríamos llegado.

    Nunca he sufrido acoso escolar. Y estoy convencido de que algo tuvo que ver el hecho de que le abriera la cabeza a aquel subnormal. Con esto, no quiero decir que haya que educar a los críos para que sean agresores a las primeras de cambio. Todo lo contrario. Pero tampoco para que sean unos putos sacos de boxeo. Y claro, muchos diréis que la violencia no es el camino, cuando no es violencia, sino autodefensa. Que por lo visto, no utilizarla tampoco conduce a nada. 

    Porque cuando los que pueden hacer algo giran la cara, los cómplices callan, y la razón y las palabras son inútiles, como a cualquier clase de tiranía, al acoso hay que combatirlo con la fuerza, ya que los que lo practican, sean de la edad que sean, carentes de educación y sensibilidad, son cobardes y no entienden otro modo.

    Basta ya de buenismo mal empleado. Basta ya de inacción y de permitir que una vida escolar sea un infierno. Basta ya, hijos de puta, de tener que lamentar el hecho espantoso de que alguien, con quince años sino antes, se sienta una persona tan desvalida y acorralada que su única opción sea acabar con su vida.

    ¡Basta!

    

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