Las lenguas son muy importantes. Dolores, que en mis años discentes fue mi profesora de lengua, a la que aún hoy guardo gran estima, me obligó a leer a Quevedo y a Góngora para que aprendiera, entre otras cosas, que nuestra lengua es muy rica en sinónimos y antónimos.
Si bien nunca me he comido la lengua de un ser humano, sí es verdad que cada libro tiene un sabor diferente y ninguno sabe igual que otro. No obstante, madre y abuela, estando yo en plena edad de crecimiento mental y físico, cuando se veían aturdidas por mi verborrea infatigable y a menudo incomprensible, aseguraban que había comido lengua.
Y las veces que permanecía callado durante largos periodos de tiempo, decían que mi lengua se la había comido el gato. Quizá por esa razón prefiero a los perros pero no a los hijos de perra. Otras tantas, para enfurecer a mis mayores, desobedecía sus imposiciones poniendo los ojos en blanco, alzando mi mano cornuta y sacando la lengua.
Luego, a cierta edad, descubres que la lengua es un órgano muscular, multidireccional y polivalente. Lo mismo se enrosca en otras lenguas, que, según preferencias, dibuja el contorno de los pezones, explora esfínteres, lame escrotos y ensaliva pollas y coños. También me llaman deslenguado y supongo que no es porque me gusta el lenguado a la plancha.
Al margen del idioma que hables, la lengua es universal. La lengua también es de los Rolling Stones, y no hay más lengua que la de Gene Simmons de Kiss.
Me pregunto qué sucede con las cuentas de correo de los que se han muerto. Qué ocurre con los perfiles de las redes sociales de los que ya no están. Imagino esos miles de rostros vitales, ahora cadavéricos, desvaneciéndose como ecos reverberando en callejones sin salida.
Esas personas, que ya no son gente sino residuo molecular listo para su descomposición, fueron un día como tú y como yo.
Como tú, ellos también fueron intérpretes en los enigmas de la vida, e hicieron partícipes de ello a muchos otros que, a su vez, respondieron. Como yo, un día abrieron la bandeja de entrada de su correo, de sus perfiles, y sentenciaron que la existencia es terrible, preciosa, calamitosa, corta, increíble, larga, apabullante, indescriptible, desastrosa... Y todas esas revelaciones que sufrimos y disfrutamos desde la frivolidad y la grandilocuencia, cobran diferente significado según hayamos follado o no; según tengamos el estómago vacío o lleno; según llegamos a final de mes o no.
Nada hay más inconstante que la vida. Como tú y como yo.
Me pregunto quién echará cerrojo a sus cuentas. A quién le será concedida la condena, o el privilegio, de poder asomarse a todas esas historias vividas que hay detrás de cada «cuídate, te quiero, nos vemos mañana, pienso en ti, buena suerte, te lo juro...», que ahora son como puñetazos en el aire; como gritos en la nada, engullidos por el olvido como si jamás hubieran existido.
Una guitarra merece el mismo respeto que cualquier forma de vida orgánica. De modo que cualquier persona mayor de edad que con total intención rompe una guitarra ajena o de su propiedad, ya sea acústica, española o eléctrica, se hace merecedora de que le rompan el espinazo y la cabeza con una guitarra nueva. Aunque en el proceso la persona castigada muera y dicha guitarra nueva también se rompa a causa de los impactos. Solo y bajo esta circunstancia, como medida disciplinaria, una guitarra podrá romperse de modo expreso.
Una vez leí un escrito de trazo grotesco inmortalizado en un muro medio derruido del arrabal. Decía que las mujeres son como los reverberos, que calientan pero no cocinan.
Y empecé a divagar.
Según lo que yo he leído sobre las primeras guerras que han ido forjando la historia de la Humanidad, eso no es cierto. En aquellas contiendas en las que, a caballo o a pie, las espadas restallaban contra los escudos, llovían flechas ensombreciendo el sol, las puntas de lanza refulgían y la sangre manaba del músculo desgarrado, las mujeres, junto con los niños, cocinaban, lavaban y trataban de curar las terribles heridas.
Así que cocinar han cocinado y cocinan, y por supuesto, han calentado y calientan. Y desde hace unos años incluso se alistan en el ejército.
Cuando calientan, y con ello endurecen el falo y revolucionan la libido sin posterior alivio para el desdichado, se dice que es por una deportiva muestra de poder. Quizá por eso el patriarcado, quién sabe si con tanto despecho como cariño, las bautizó como calientapollas. Todo un cumplido por grosero que suene, puesto que algunas, como algunos, son potentes antiafrodisíacos.
El patriarcado empieza a entender que cualquier relación que se precie entre hombre y mujer, si la mujer lo desea, siempre hay sexo salvo cuando no quiere. De la misma forma que «no es no», también es «no» cuando la mujer dice: puede, quizás, a lo mejor, depende, tú mismo, ya veremos, según, no sé, luego, más tarde, etc. Por eso el hombre es un pajillero hasta el fin de sus días (pajero si tiene estudios), y acaba despertando a ese putero que a menudo pugna por salir y mantiene aletargado.
Las putas son mucho más respetables que aquellas mujeres que siéndolo más que ninguna, se empeñan en demostrar en sociedad que no lo son. Y como los putos, es incuestionable su profesionalidad por el mero hecho de que se implican solo en el plano físico y no en el emocional. Por lo que después de correrte, no tienes que aguantarlas, ni profesarles mentiras que corresponden a los enamorados y al jodido Día de San Valentín.
De un tiempo a esta parte, muchas mujeres se reúnen para sesiones de tuppersex. Entre risitas veladas y cierto alardeo, se exhiben todo un curioso catálogo de utensilios concebidos para el placer sexual más primario, tales como dildos, vibradores, consoladores y bolas chinas. La velada se anima y empiezan a beber chupitos, convirtiendo las risitas en carcajadas. Y si de puertas para fuera aseguran que les importa más en un hombre el tamaño de su inteligencia que otra cosa, en ese momento de intimidad, comparan con admiración, regocijo y crueldad, el tamaño descomunal de esas venosas y coloridas pollas artificiales con la de sus parejas, que a su vez, están cascándosela con ahínco o follándose a una puta como nunca se las han follado a ellas.
El alcohol consumido con imprudencia desinhibe más allá de lo concebible, y lo que empezó siendo una reunión sazonada con una pizca de picante, deriva en una correosa orgía lésbica de insatisfechas malfolladas orquestada por el diablo. Y así, la lascivia despliega sus alas, aleteando a sus anchas como ángel del pecado, por cada centímetro de piel de una gimoteante masa de carne enredada que se convulsiona en un húmedo festín de fluidos y lengüetazos. Entre miradas vidriosas, jadeos y sudor, se intercambian sus instrumentos para darse placer recíproco por todos los dilatados orificios de su cuerpo, que pese a la torrencial lubricación de estos, sufren enrojecimiento debido al desbocado frenesí de tanta fricción.
Una vez han finalizado, se van a la ducha por turnos y quedan para otro día y así poder repetir tan gratificante experiencia. No sin haber fregado antes a conciencia, para no dejar pistas, suelo y muebles que están bañados de viscosas salpicaduras vaginales.
Cuando las mujeres llegan a sus casas, cuentan a sus parejas masculinas, después de haberlos besado y sin pestañear, que el club de lectura al que dicen asistir, hoy ha sido de un interés especial ya que tocaba comentar Trópico de cáncer (1934). Los maridos, por su parte, muestran falso interés y dicen que han estado con los amigotes de siempre jugando una timba de póker, cuando se recrean para sus adentros con el exótico sabor de ese coño asiático de veinte años del que han disfrutado y pensando en repetir.
Es decir, y aunque a bote pronto quizá haya quien no vea la conexión, cuando las mujeres calientan, también cocinan.
Callamos de pequeños porque nuestros mayores nos mandan callar. Nos mandan callar en casa, en los bautizos, en la escuela, en las bodas, en los funerales, en la reunión de vecinos... Nos mandan callar en todos los sitios. Qué sabrá un crío; estáis molestando; prestad atención. Callad. Callaos. Callamos por miedo al castigo.
Crecemos y seguimos callados.
Callamos porque estamos cansados de que nunca nos escuchen. Callamos porque nos rendimos. Callamos porque nos vencieron. Callamos porque no se puede hacer nada; lo siento. Callamos porque no va conmigo; jódete tú. Callamos por discreción, pero queremos que otros no callen para así enterarnos de todo. Callamos porque luego nos piden explicaciones. Callamos por no herir cuando una verdad a tiempo es mejor. Callamos por no errar porque siempre se recuerda más el fallo que el logro. Callamos cuando no debemos porque siempre hablamos sin tener nada que decir.
Callar significa no exponerse y seguir en nuestra posición de confort. Callar significa no ser señalado. Callar significa que no te excluyan. Callar significa que no te lluevan hostias. Callar significa que estás de acuerdo con lo que pasa. Callar significa estar del supuesto lado correcto. Callamos porque nadie es valiente; porque somos cobardes.
Los adoradores del cetro, ya sean diestros o siniestros, son los practicantes masculinos del vicio solitario que, aunque solitario, también es un acto grupal y competitivo que versa sobre quién es el primero en correrse. Esta práctica necesaria, primigenia y universal, la sufren y gozan dos clases de onanistas.
La primera son los onanistas de fondo. Es decir: curtidos adoradores que se la cascan con suma parsimonia, ejecutando poéticos movimientos en lento vaivén, eternizando cual antítesis de la eyaculación precoz la placentera culminación.
La segunda son los onanistas sprint. O sea: varones desbordantes de energía y atiborrados de hormonas enloquecidas, ansiosos por consumar la manualidad para empezar de nuevo.
Aun tratándose de personas que gozan de una buena salud y estado mental, ya sean onanistas sprint u onanistas de fondo, no están exentos del riesgo de lesiones, tales como el desgaste prematuro de las muñecas y el metacarpo, puesto que desarrollaron su pertinaz afición en momentos anteriores a la pubescencia, y han mantenido su pasión incluso superados los ochenta.
Para los actuales y futuros herederos potenciales de esta noble tradición, la única cura posible es el descanso, acompañado con friegas del linimento El tío del bigote, que quema pero cura. Supone un tratamiento severo acompañado de un febril síndrome de abstinencia, pero a todas luces imprescindible si el adorador requiere para todos sus días, un final feliz.
Era una noche otoñal y Tiburcio, más conocido en el vecindario como el cleptómano de las tres manos, huía de dos policías locales que lo perseguían con la intención de apresarle para recuperar sus motos. Para otra persona que no fuera Tiburcio, tal situación representaría un problema, pero para Tiburcio, acostumbrado desde su niñez a ese tipo de aprietos, aquello no era más que otra carrera en la que los agentes de la ley dejaban el aliento tras sus talones.
Como él, los agentes conocían el laberíntico entramado de las calles del pueblo, pero eran torpes y lentos debido a sus orondas anatomías. Mientras que Tiburcio, escurridizo como el mercurio, aumentaba la distancia entre ellos esquivando coches, fintando entre los transeúntes e improvisando inesperados sesgos en las esquinas. De tal modo que le dio tiempo a abrir con sus instrumentos de caco, una de las tapas del alcantarillado y desaparecer de la vista de sus perseguidores, descendiendo a la negrura del subsuelo.
Una vez colocada la tapa hasta eclipsar el día, y bajar por la oxidada escalerilla de la cloaca hasta tocar el húmedo suelo, puso en modo linterna el móvil que le sustrajo a la alcaldesa hace dos días y que, al contrario de lo que hacía su antigua propietaria por el bien de la comunidad, ahora le iba a prestar a él un gran servicio.
Su plan era permanecer en aquel mundo subterráneo el tiempo necesario para desanimar a sus uniformados captores, que a buen seguro estarían preguntándose dónde coño se habría metido. Además, entre los de su gremio, Tiburcio era el que mejor conocía toda aquella intrincada infraestructura de largos túneles goteantes por los que discurrían apestosas aguas residuales. Y ahora que disponía de luz, podría moverse por aquel insalubre lugar como el topo en su madriguera.
Silbando un batiborrillo de sus bandas sonoras favoritas —Por un puñado de dólares (1964), El golpe (1973) y Ocean's eleven (2001)—, inició su andar por una de las dos estrechas aceras que flanqueaban el túnel. Del punto más alto de aquel sombrío pasaje semi circular, había colocados a intervalos de cuatro metros, una treintena de fluorescentes de los cuales nueve o diez, repartidos en toda la longitud del mismo, despedían una luz moribunda que apenas penetraba aquella sima de oscuridad. El resto de tubos o estaban muertos, o parpadeaban en una secuencia ilógica.
A mitad de trayecto se detuvo en seco y apagó la luz del móvil, convencido de haber oído algo que procedía de la negrura del túnel. Tiburcio, proclive a la paranoia, se preguntó si no serían ciertas aquellas historias que de niño le narraba la cascada voz de su abuelo a la luz de la lumbre, sobre enormes cocodrilos que reptaban por los sótanos de la civilización. Lanzó desde sus adentros una pequeña maldición a la madre que parió a su abuelo y aguzó el oído.
No era algo físico; se palpaba en la piel, en el estómago y en las yemas de los dedos. Era una especie de rumor quedo; un ronroneo amortiguado que fluctuaba entre el sonido cristalino de las incontables goteras, y llegaba hasta él a través de las largas telarañas, oscilantes como medusas bajo el agua.
Fuera lo que fuera aquello, estaba seguro de que no era una criatura que algún desaprensivo hubiera tirado por el desagüe. De modo que contrajo el esfínter, respiro hondo, volvió a encender en modo linterna lo que era suyo por derecho propio, y resolvió encaminarse con sigilo hacia ese bisbiseo antinatural.
Cuando ya había cubierto más de la mitad del trayecto, parte de su inquietud lo abandonó al percatarse de que aquel arrullo intranquilizador se trataba de una voz. Apagó el móvil y fue acercándose hasta llegar a la desembocadura del túnel, allí donde la luz vencía —por fin— a la oscuridad. Pese al alivio, Tiburcio optó por la prudencia y decidió escuchar sin asomar la cabeza, apoyándose de espaldas a la pared del conducto hasta el punto de mimetizarse con él.
En efecto, era la inconfundible voz de un hombre cuyas palabras, aunque incompresibles para él, resultaban intimidantes por la devoción con que eran pronunciadas. La voz declamaba con un apasionamiento apenas contenido, y una evidente idolatría desquiciada, como si cada palabra contuviera en sí misma una siniestra profecía.
—Al octavo día, el Innombrable vulneró los edictos hieráticos del Hacedor y convino con los irredentos mortales escribir su propia historia. A obscenos lengüetazos de fuego, engendró del más rusiente de los avernos a la criatura más portentosa e incombustible que habría de enaltecer los corazones de los blasfemos y herejes que infestan el mundo. La bestia retornaría con denuedo arrollador y furia desacostumbrada, allá donde millones de gargantas paganas claman su nombre con una sola voz retumbante...
Tiburcio pensó que aquella voz era la de un tipo con un serio trastorno, pero no lo suficiente como para hablarle a la nada. De modo que para confirmar sus sospechas, se atrevió a mirar asomando la parte más imprescindible de la cabeza para ello, y contuvo un respingo. En efecto, allí donde en el pasado nunca hubo ni un alma, había ahora a pocos metros de él, un centenar de personas entre hombres, mujeres y niños.
Aquella numerosa congregación de silenciosos oyentes, mantenían el mentón alzado en idéntico ángulo, dirigiendo sus ojerosas miradas a una esquelética figura de negros ropajes y altura extraordinaria, que desde su posición elevada, parecía hipnotizar con su oscura homilía a todo aquel que escuchara. De su cuello colgaba un crucifijo invertido que humeaba al tiempo que las palabras que articulaba, iban acompañadas de pequeños salivazos sanguinolentos.
—Y para desdicha de dogmáticos, creyentes y defensores de la fe, esparciría como un terrible virus su oscura letanía conquistando fronteras y anegando los más recónditos confines. El tiempo no se detiene y el templo de los infieles está dispuesto para abrir sus puertas y amparar a los que hoy optan carearse con el monstruo. Los cañones tronarán estentóreos. Las abyectas alimañas de la madre Tierra se removerán en sus malolientes escondrijos, y...
El oscuro orador enmudeció de súbito, pues de igual forma, aquel centenar de almas que le escuchaban abstraídas, dejaron de hacerlo ofreciéndole la espalda y señalando como un solo ente devoto en dirección a Tiburcio. Este avanzó con pasos dubitativos hasta colocarse en medio de la boca del túnel, a la vista por completo. No se preguntó cómo lo habían descubierto, porque estaba claro que allí estaban obrando fuerzas sobrenaturales que podrían descubrir cualquier cosa.
Aquel grupo de hombres, mujeres y niños, posaban sobre Tiburcio sus inexpresivas miradas, señalándole con el índice. De igual forma y en un punto más elevado, el Orador Oscuro hacía lo propio. A través del humo que emanaba del crucifijo invertido que adornaba su cuello, Tiburcio vislumbró sus labios ensangrentados. No podía apartar la mirada de todos ellos, y ellos lo miraban sin parpadear, sin que sus brazos extendidos oscilasen lo más mínimo, como si pudieran pasarse toda la eternidad en esa actitud condenatoria.
Los ojos de aquellos extraños pesaban sobre Tiburcio como si quisieran doblegar su espíritu. Casi sin darse cuenta se arrodillaba con lentitud en aquel lugar profanado, y creyendo que sería incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio opresivo, exclamó:
—¡Pero qué hacedó, qué blafemo ni que ná! ¡Zoy Tiburcio, er cletómano de la tre mano, y no tengo na mejó que hacé que robá juego de la play estachon en El Corte Inglé! ¡Azí que ala, me vuelvo pa Graná! ¡Que su den por culo a too!
Y en un adrenalínico arrebato de fuerza Tiburcio se irguió cuan alto era, giró sobre sus talones, encendió el móvil en modo linterna, y como el silbido de una bala —o alma que lleva el diablo, pensaría en los días siguientes—, escapó por donde había venido, intentado en el proceso quitarse el miedo de encima, y pidiendo perdón a no sabía muy bien quién por haber maldecido a la madre de su abuelo.
Y es que puestos a elegir, hubiera preferido Tiburcio en aquel brete tan singular, enfrentarse con un caimán hambriento.