31/10/22

183. Tiburcio y el evangelio apócrifo

    Era una noche otoñal y Tiburcio, más conocido en el vecindario como el cleptómano de las tres manos, huía de dos policías locales que lo perseguían con la intención de apresarle para recuperar sus motos. Para otra persona que no fuera Tiburcio, tal situación representaría un problema, pero para Tiburcio, acostumbrado desde su niñez a ese tipo de aprietos, aquello no era más que otra carrera en la que los agentes de la ley dejaban el aliento tras sus talones. 

    Como él, los agentes conocían el laberíntico entramado de las calles del pueblo, pero eran torpes y lentos debido a sus orondas anatomías. Mientras que Tiburcio, escurridizo como el mercurio, aumentaba la distancia entre ellos esquivando coches, fintando entre los transeúntes e improvisando inesperados sesgos en las esquinas. De tal modo que le dio tiempo a abrir con sus instrumentos de caco, una de las tapas del alcantarillado y desaparecer de la vista de sus perseguidores, descendiendo a la negrura del subsuelo. 

    Una vez colocada la tapa hasta eclipsar el día, y bajar por la oxidada escalerilla de la cloaca hasta tocar el húmedo suelo, puso en modo linterna el móvil que le sustrajo a la alcaldesa hace dos días y que, al contrario de lo que hacía su antigua propietaria por el bien de la comunidad, ahora le iba a prestar a él un gran servicio. 

    Su plan era permanecer en aquel mundo subterráneo el tiempo necesario para desanimar a sus uniformados captores, que a buen seguro estarían preguntándose dónde coño se habría metido. Además, entre los de su gremio, Tiburcio era el que mejor conocía toda aquella intrincada infraestructura de largos túneles goteantes por los que discurrían apestosas aguas residuales. Y ahora que disponía de luz, podría moverse por aquel insalubre lugar como el topo en su madriguera. 

    Silbando un batiborrillo de sus bandas sonoras favoritas —Por un puñado de dólares (1964), El golpe (1973) y Ocean's eleven (2001)—, inició su andar por una de las dos estrechas aceras que flanqueaban el túnel. Del punto más alto de aquel sombrío pasaje semi circular, había colocados a intervalos de cuatro metros, una treintena de fluorescentes de los cuales nueve o diez, repartidos en toda la longitud del mismo, despedían una luz moribunda que apenas penetraba aquella sima de oscuridad. El resto de tubos o estaban muertos, o parpadeaban en una secuencia ilógica. 

    A mitad de trayecto se detuvo en seco y apagó la luz del móvil, convencido de haber oído algo que procedía de la negrura del túnel. Tiburcio, proclive a la paranoia, se preguntó si no serían ciertas aquellas historias que de niño le narraba la cascada voz de su abuelo a la luz de la lumbre, sobre enormes cocodrilos que reptaban por los sótanos de la civilización. Lanzó desde sus adentros una pequeña maldición a la madre que parió a su abuelo y aguzó el oído. 

    No era algo físico; se palpaba en la piel, en el estómago y en las yemas de los dedos. Era una especie de rumor quedo; un ronroneo amortiguado que fluctuaba entre el sonido cristalino de las incontables goteras, y llegaba hasta él a través de las largas telarañas, oscilantes como medusas bajo el agua.

   Fuera lo que fuera aquello, estaba seguro de que no era una criatura que algún desaprensivo hubiera tirado por el desagüe. De modo que contrajo el esfínter, respiro hondo, volvió a encender en modo linterna lo que era suyo por derecho propio, y resolvió encaminarse con sigilo hacia ese bisbiseo antinatural. 

    Cuando ya había cubierto más de la mitad del trayecto, parte de su inquietud lo abandonó al percatarse de que aquel arrullo intranquilizador se trataba de una voz. Apagó el móvil y fue acercándose hasta llegar a la desembocadura del túnel, allí donde la luz vencía —por fin— a la oscuridad. Pese al alivio, Tiburcio optó por la prudencia y decidió escuchar sin asomar la cabeza, apoyándose de espaldas a la pared del conducto hasta el punto de mimetizarse con él. 

    En efecto, era la inconfundible voz de un hombre cuyas palabras, aunque incompresibles para él, resultaban intimidantes por la devoción con que eran pronunciadas. La voz declamaba con un apasionamiento apenas contenido, y una evidente idolatría desquiciada, como si cada palabra contuviera en sí misma una siniestra profecía.

  —Al octavo día, el Innombrable vulneró los edictos hieráticos del Hacedor y convino con los irredentos mortales escribir su propia historia. A obscenos lengüetazos de fuego, engendró del más rusiente de los avernos a la criatura más portentosa e incombustible que habría de enaltecer los corazones de los blasfemos y herejes que infestan el mundo. La bestia retornaría con denuedo arrollador y furia desacostumbrada, allá donde millones de gargantas paganas claman su nombre con una sola voz retumbante...

    Tiburcio pensó que aquella voz era la de un tipo con un serio trastorno, pero no lo suficiente como para hablarle a la nada. De modo que para confirmar sus sospechas, se atrevió a mirar asomando la parte más imprescindible de la cabeza para ello, y contuvo un respingo. En efecto, allí donde en el pasado nunca hubo ni un alma, había ahora a pocos metros de él, un centenar de personas entre hombres, mujeres y niños.

     Aquella numerosa congregación de silenciosos oyentes, mantenían el mentón alzado en idéntico ángulo, dirigiendo sus ojerosas miradas a una esquelética figura de negros ropajes y altura extraordinaria, que desde su posición elevada, parecía hipnotizar con su oscura homilía a todo aquel que escuchara. De su cuello colgaba un crucifijo invertido que humeaba al tiempo que las palabras que articulaba, iban acompañadas de pequeños salivazos sanguinolentos.

    —Y para desdicha de dogmáticos, creyentes y defensores de la fe, esparciría como un terrible virus su oscura letanía conquistando fronteras y anegando los más recónditos confines. El tiempo no se detiene y el templo de los infieles está dispuesto para abrir sus puertas y amparar a los que hoy optan carearse con el monstruo. Los cañones tronarán estentóreos. Las abyectas alimañas de la madre Tierra se removerán en sus malolientes escondrijos, y...

    El oscuro orador enmudeció de súbito, pues de igual forma, aquel centenar de almas que le escuchaban abstraídas, dejaron de hacerlo ofreciéndole la espalda y señalando como un solo ente devoto en dirección a Tiburcio. Este avanzó con pasos dubitativos hasta colocarse en medio de la boca del túnel, a la vista por completo. No se preguntó cómo lo habían descubierto, porque estaba claro que allí estaban obrando fuerzas sobrenaturales que podrían descubrir cualquier cosa.

    Aquel grupo de hombres, mujeres y niños, posaban sobre Tiburcio sus inexpresivas miradas, señalándole con el índice. De igual forma y en un punto más elevado, el Orador Oscuro hacía lo propio. A través del humo que emanaba del crucifijo invertido que adornaba su cuello, Tiburcio vislumbró sus labios ensangrentados. No podía apartar la mirada de todos ellos, y ellos lo miraban sin parpadear, sin que sus brazos extendidos oscilasen lo más mínimo, como si pudieran pasarse toda la eternidad en esa actitud condenatoria. 

    Los ojos de aquellos extraños pesaban sobre Tiburcio como si quisieran doblegar su espíritu. Casi sin darse cuenta se arrodillaba con lentitud en aquel lugar profanado, y creyendo que sería incapaz de soportar por más tiempo aquel silencio opresivo, exclamó:

    —¡Pero qué hacedó, qué blafemo ni que ná! ¡Zoy Tiburcio, er cletómano de la tre mano, y no tengo na mejó que hacé que robá juego de la play estachon en El Corte Inglé! ¡Azí que ala, me vuelvo pa Graná! ¡Que su den por culo a too!

    Y en un adrenalínico arrebato de fuerza Tiburcio se irguió cuan alto era, giró sobre sus talones, encendió el móvil en modo linterna, y como el silbido de una bala —o alma que lleva el diablo, pensaría en los días siguientes—, escapó por donde había venido, intentado en el proceso quitarse el miedo de encima, y pidiendo perdón a no sabía muy bien quién por haber maldecido a la madre de su abuelo. 

    Y es que puestos a elegir, hubiera preferido Tiburcio en aquel brete tan singular, enfrentarse con un caimán hambriento.



27/10/22

182. Momentos

    No sabíamos nada el uno del otro. Tampoco que nos fueran a presentar. Aquel pub estaba poco iluminado y atronaba esa música minoritaria que nunca tendrá lugar en el mainstream, pero estaba atento y muy cerca de ti. Así que no tuviste que repetirme que hacía poco finalizaste una relación sentimental con un psicópata. Supuse que exagerabas, y decidí que no tenía porqué contarte que yo disfrutaba de la locura en lugar de sufrirla. 

    No sé si tú esperabas algo. Creo que en algún momento de nuestra vida todos lo hacemos. En mi caso, a menudo me sentía desubicado y deseoso de que ocurriera algo de veras auténtico; algo que me llevara más allá del presente inmediato.

    Las horas pasaron como un sueño insustancial en el que intercambiamos borradores imprecisos de nuestras vidas. Me sorprendió que nos pasáramos el número de teléfono, porque no percibí atisbo alguno de preludio y posibilidad. Quizá fue el alcohol. Quizá la necesidad de encontrar algo en alguien. No recuerdo muy bien por qué no te fuiste sola, tal y como habías llegado. Pero como vivimos en la misma ciudad, accediste a que te acompañara de vuelta para luego dejarme en casa. 

    Tu agradecimiento por mi compañía fue aséptico. Mi despedida, protocolaria. Por eso me sorprendió tu llamada al día siguiente para quedar a cenar. En aquella ocasión hablamos de caminos que no condujeron a ninguna parte porque nunca los emprendimos. Nos despedimos por segunda y última vez, sabiendo que en ningún momento llegamos a encajar. Puede que porque coincidimos en un momento complicado de nuestras vidas. 

    El caso es que no era el momento; no el nuestro. De modo que nunca más nos hemos buscado. Nunca más nos hemos vuelto a ver. Y el silencio ha sido lo único que nos hemos sabido decir. 


24/10/22

181. Sacros lugares; jodida censura; condenada ignorancia

    Hay lugares que considero sagrados. Uno de ellos es la librería que queda por descubrir. 

    Pese a que no son lo mismo, no distingo entre librerías y bibliotecas. Me perdería en cualquiera de ellas durante una vida entera sin darme cuenta, porque en ningún otro sitio pasa el tiempo tan rápido. Y aun así necesitaría dos vidas más para colmar mi voracidad lectora.

    Con la música y el cine me ocurre igual.

    El arte, sea lo que sea tal cosa, puede cambiarte, hacerte dudar y tambalear un imperio. También puede ser un modo de protesta o ser utilizado en favor de una causa u otra. Por eso el tirano y el poderoso han silenciado —ayer y hoy— cualquier manifestación artística que fuera en contra de sus intereses.

    La lista de libros, canciones, películas, cuadros, obras de teatro, que a lo largo de la Historia han sido —y son— censuradas, es larguísima. Por eso, cuando el arte en cualquiera de sus formas consigue burlar la censura, una barrera es derribada.

    Cada cual vive como quiere o puede. Menos mal que hubo —y hay— quienes no se conformaron, protestaron y arriesgaron. Porque si no, no quiero ni pensar en qué punto estaríamos de eso llamado estado del bienestar.

    No soy dado a la entelequia, pero pienso que tarde o temprano nos tocará arriesgar a nosotros, o al recambio generacional más inmediato. Claro está, si antes, todos, logramos desembarazarnos de la mierda que tenemos aposentada en el culo.

    Porque hay muchos acomodados cerebrales carentes de criterio, que sabiéndose ignorantes y gilipollas, no solo quieren seguir siéndolo aun teniendo los medios para cambiar, sino que se vanaglorian de ello. Eso los hace parte del problema y todo un triunfo para los intereses del Estado de derecho del que, si disientes de su estructura y encima te atreves a molestar, eres el que sobra.


20/10/22

180. El rostro del mal

    Una vez osé mirar al rostro del mal con el anhelo de descubrir un gran secreto...

    Si os cito a Hannibal Lecter, tan formidable psicópata le roba en todas las secuelas el protagonismo a la agente Clarice Starling. Si os nombro Star Wars, la quintaesencia de tan irrepetible saga es Darth Vader. Lo mismo que aquel terrorífico octavo pasajero que nos estremeció en la nave Nostromo. 

    Frankenstein, Dorian Gray, Michael Myers, Drácula, Jekyll y Hyde, Jason Voorhees... Cada uno en su universo particular, fascinan. Quién no se ha estremecido de admiración ante la malignidad que posee Jigsaw para enfrentarnos contra nuestras más ocultas bajezas. Quién no ha sentido alguna vez malsana reverencia por la demencia excesiva del Joker.

   Las mujeres fatales, maestras de la manipulación o fanáticas de cualquier utensilio con un filo peligroso, resultan arrebatadoras. Ya sea una rubia ensañándose con un picador de hielo, o una enfermera solitaria que acoge en su casa al accidentado escritor de sus novelas preferidas. Todas ellas, de una manera u otra, seducen y te invitan a traspasar el umbral de lo prohibido.

    La realidad, sin embargo, es mucho más espantosa y no conviene detenerse en ella más tiempo del necesario. Estremece el caso de Gilles de Rais, el cual, durante su juicio, se atribuyó la tortura y posterior muerte de doscientos niños con los que mantuvo, con los cadáveres aún calientes, espantosos episodios de necrofilia.

    Del mismo modo que Érszebet Báthory, la condesa húngara, que obsesionada con la juventud eterna que creía obtener bañándose en la sangre de mujeres vírgenes, desangró los cuerpos de seiscientas dieciséis desvalidas en un reinado de terror que duró cerca de treinta años.

    Semejante malevolencia fascina. Porque ¿quién no ha estado a punto de abandonarse al insidioso abrazo del morbo más abyecto? ¿Quién no ha sentido alguna vez el deseo inconfesable de caer en la más truculenta de las tentaciones y romper ese tabú que siempre vemos por el rabillo del ojo?

     Si leéis esto desde una moral encorsetada, aun aceptando que locura y cordura son un fino hilo que rompe con demasiada facilidad, me condenaréis. Seréis como la inquisición que ejecutó a cientos de miles de inocentes. Como los necios que se confabulan ante la aparición del que contradice la versión oficial.

    En algún lugar del mundo alguien muere, y en ese mismo momento alguien nace; esa es la enormidad de existir. La diosa fortuna girando sin parar, repartiendo a su antojo placer y dolor, risa y llanto, alegría y desgracia. 

    Vida y muerte.

    Una vez osé mirar al rostro del mal con el anhelo de descubrir un gran secreto, pero no contemplé más que nuestra propia fealdad.

    



17/10/22

179. Guerra al mono

    El otro día observaba desde cierta distancia, cómo una pandilla de cinco chavales preadolescentes, jugaban a chutar un balón contra una construcción considerada patrimonio histórico cultural de la urbe. Puesto que pertenecen al vecindario del cual formo parte, los conozco y sé que son buenos zagales si nos atenemos a los parámetros políticos y gubernamentales. Es decir, reciben la formación obligatoria en un colegio concertado, son chicos educados que no vociferan más de lo permisible para su edad, y ni escupen ni vomitan, ni se mean en las esquinas (de momento). 

    Los padres, a los que también conozco no más allá de una relación cordial entre vecinos, son honrados conciudadanos que pagan sus tributos y que, como mucho, se quejan del calor que hace en verano, del deterioro premeditado del barrio y del frío que hace en invierno.

    Pero ¡ah, la vida en la gran ciudad! La policía municipal considera que no es una actividad responsable chutar un balón de reglamento contra una edificación tan antigua, puesto que hace peligrar la integridad física de los paseantes por un posible derrumbe. Así pues, una patrulla de uniformados funcionarios de la ley y el orden, les ha requerido la filiación y acto seguido les ha requisado el balón, poderosa arma mortal por todos conocida.

    Yo, que aunque pueda no parecerlo, soy persona ponderada, comprendo la dedicación de estos abnegados esbirros que velan día y noche por nuestro bienestar sin pedir cuentas, y que la mayoría de veces sufren en sus torturadas almas la incomprensión de aquellos a quienes con tanto ahínco protegen. Por lo tanto, agradezco a estos bizarros avalistas de la ley, que nos hayan librado de los terribles peligros que entraña una pelota en manos de una muy bien camuflada célula de niños destructores.

    ¡Hostia puta mandarina!


13/10/22

178. Suicida y decadente

    Ella es una chica de alma cenicienta con colores en la cabeza. Una suicida desubicada en el caos de su existencia que busca el consuelo en los filos cortantes de la muerte. Nada hay peor que sentirse inanimada cuando aún se respira, y ante esa certeza mutila su piel una y otra vez en busca del dolor, para sentirse viva en su carrusel de pesadilla. 

    Ella escribe con mitones de sangre mil formas de detener su reloj para siempre. Y aunque sabe que nunca las utilizará, su corazón se encoge a cada día que pasa, esperando la redención en una bala que lleve su nombre.

    Él es uno de esos tipos que caminan solos sin mirar a los lados. Lo hace a grandes zancadas, siempre a contra viento y con las manos embutidas en los bolsillos. No huye de nada, solo se dirige a un lugar donde para él todo es más fácil, más llevadero. Él vive y grita entre los muros ruinosos de su propio laberinto del cual olvidó cómo escapar. 

    Es un decadente que aceptó los barrotes descoloridos de esta broma cruel de la cual también nosotros somos prisioneros. Y en sus exorcismos de alcohol, escupe textos de seres deformes que vomitan sobre los lienzos de Dios.

    Ella y Él. Suicida y decadente. Dos peregrinos sin rumbo y brújula, atrapados en una trampa de alquitrán y hormigón, perdidos en el transitar de sus vidas hacia un lugar que no existe, cruzan sus caminos formando uno solo. Demasiado conscientes de su realidad, curan sus heridas una en el regazo del otro. Y suicidio y decadencia forman una singular conjunción: él tiende su brazo a la suicida para que no la engullan las arenas movedizas en las que a menudo se precipita. Ella cobija en su estómago la herrumbre torturada del decadente y acalla los monstruos. 

    Aparece el equilibrio y ambas tormentas se compensan.

    Pero entonces los días se vuelven extraños y adoptan matices de caricatura, y suicida y decadente exhiben todo aquello que no importa y no debiera ser conocido. Lo que es un melodrama de cierta belleza entre dos caminantes que se encuentran a ciegas, pasa a ser una farándula rimbombante en la que dos farsantes desvisten sus secretos y desnudan sus miserias. Y en el chapoteo de su propia vulgaridad, los actores se descubren: los demonios del decadente son payasos sin vocación; la cicatriz en la piel de la suicida es el reclamo de un apego ridículo a la vida. Y la poesía se vuelve circo y es ultrajada, mientras que en su trono de luz, Lucifer se masturba complacido de triunfo.

    La representación acaba y un telón de decepción cubre el escenario. Los caminos de suicida y decadente se bifurcan y ambos regresan a sus celdas. Dos peregrinos como tú y como yo, en este mundo horrible, maravilloso.


10/10/22

177. Ni magia ni milagro

    Íbamos cinco montados en el coche, silenciosos e inmersos en nuestros pensamientos. Volvíamos de un sudoroso concierto de Brutal Truth en el que dejamos nuestros demonios y frustraciones. Era noche cerrada, hacía frío y una lluvia suave entristecía el escenario. Un kilómetro después de dejar atrás Monistrol de Montserrat, nos sorprendió la figura de un encapuchado que caminaba, encorvado, a grandes zancadas por el arcén, lidiando con la oscuridad y los elementos.

     Parecía un tipo inofensivo con prisa, por lo que consensuamos pararnos para ver si necesitaba ayuda o le había ocurrido algo. 

    Era un joven cercano a la treintena que, según nos contó, se había quedado tirado en Monistrol y que regresaba a su casa, ubicada a unos siete kilómetros de distancia en su sentido de marcha.

    No es que fuéramos solidarios en exceso. De haber observado algo inusual o sospechoso, habríamos pasado de él, pero sabíamos muy bien lo que es quedarse tirado por ahí en cualquier lado y que nadie te recogiera. Así que como nos pillaba de paso a nuestro destino, decidimos llevarlo a su pueblo.

    Pasados unos cuatro kilómetros, dos integrantes de las fuerzas represoras nos dieron el alto. Algo esperable, pues si bien no suelen patrullar carreteras secundarias durante un clima de hostilidad moderada, siempre aparecen cuando no se les necesita. Así que mientras aminoraba la velocidad hasta detenerme, me fui cagando en varias vírgenes y deidades que, dicho sea de paso, tampoco necesitamos.

    Por cierto, Willy Toledo es un gran tipo.

    Aquellos perros adiestrados del Estado estaban embutidos en sus impermeables. Uno de ellos nos dio las buenas noches y me preguntó de dónde venía, a dónde iba, y sobre todo, por qué íbamos seis tíos montados en un coche con capacidad máxima para cinco. Cuando acabé de responder, el mosso, muy serio, me miraba. Y yo lo miraba a él. Y él me miraba a mí. Y yo a él. Y él a mí. Y yo a él. Y él a mí. Y yo a él. La lluvia continuaba cayendo, inalterable, como inalterable era la rocosa mirada del mosso. Entonces, con una amplía y repentina sonrisa, más empapado de preponderancia que de agua, dijo: «Pues voy a proceder a la sanción pertinente». 

    La ley de Murphy se impuso a cualquier posible gesto humanitario, y se confabuló con las leyes de los hombres. Con fingido abatimiento —como a ellos les gusta—, asumí las consecuencias de mi infracción, al igual que el muchacho encapuchado, que se vio obligado a reemprender su fatigoso camino tal y como lo había emprendido. 

    No hubo milagro alguno que doblegara el cumplimiento inflexible del deber. Ningún tipo de magia obró en favor del necesitado. Y lo único que tuvo sentido aquella noche, fue la suave lluvia ahogando la tierra como si nada importara. 

    

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