No sabíamos nada el uno del otro. Tampoco que nos fueran a presentar. Aquel pub estaba poco iluminado y atronaba esa música minoritaria que nunca tendrá lugar en el mainstream, pero estaba atento y muy cerca de ti. Así que no tuviste que repetirme que hacía poco finalizaste una relación sentimental con un psicópata. Supuse que exagerabas, y decidí que no tenía porqué contarte que yo disfrutaba de la locura en lugar de sufrirla.
No sé si tú esperabas algo. Creo que en algún momento de nuestra vida todos lo hacemos. En mi caso, a menudo me sentía desubicado y deseoso de que ocurriera algo de veras auténtico; algo que me llevara más allá del presente inmediato.
Las horas pasaron como un sueño insustancial en el que intercambiamos borradores imprecisos de nuestras vidas. Me sorprendió que nos pasáramos el número de teléfono, porque no percibí atisbo alguno de preludio y posibilidad. Quizá fue el alcohol. Quizá la necesidad de encontrar algo en alguien. No recuerdo muy bien por qué no te fuiste sola, tal y como habías llegado. Pero como vivimos en la misma ciudad, accediste a que te acompañara de vuelta para luego dejarme en casa.
Tu agradecimiento por mi compañía fue aséptico. Mi despedida, protocolaria. Por eso me sorprendió tu llamada al día siguiente para quedar a cenar. En aquella ocasión hablamos de caminos que no condujeron a ninguna parte porque nunca los emprendimos. Nos despedimos por segunda y última vez, sabiendo que en ningún momento llegamos a encajar. Puede que porque coincidimos en un momento complicado de nuestras vidas.
El caso es que no era el momento; no el nuestro. De modo que nunca más nos hemos buscado. Nunca más nos hemos vuelto a ver. Y el silencio ha sido lo único que nos hemos sabido decir.