El idílico verano no tiene prejuicios y da la bienvenida, por igual, a todos los cuerpos: musculosos, viejos, adiposos, jóvenes, esqueléticos, con normopeso... Y da paso a esa promiscuidad palpable que acentúa el cortejo de la carne, en ese baile primigenio y secular de poca ropa, de ombligos y abdominales contoneándose al sol, con el fin del apareamiento en multitud de combinaciones sexuales entre pollas, coños, bocas, tetas, esfínteres y cualquier zona erógena que se precie.
Pero el verano no solo es exhibición corporal y deseo. También es la muestra de coches tuneados en la ilegalidad, con las ventanillas bajadas cagando reguetón, conducidos por adolescentes subnormales, ávidos de adrenalina. Al igual que el motorista de mierda, que se asegura de que toda la ciudadanía sepa que su máquina lleva el tubo de escape trucado. Y cómo no, el conductor del patinete eléctrico, circulando temerario y veloz por donde considera oportuno, sin que le importe la fragilidad de su cuerpo ni la del resto.
El idílico verano nos acoge sin reservas, y se lo agradecemos con fuego provocado por acción u omisión, arrasando miles de hectáreas de zona verde. Como somos tan generosos, también invadimos las playas en las que mar y arena tienen que reabsorver la orina y las heces flotantes de los invasores. Los mismos que se fríen al sol más de lo saludable porque es lo que toca, no vaya a ser que les recuerden lo blancos que son por lucir el mismo color de piel que en invierno, y eso es raro.
Y por la noche, la mayoría de esos gilipollas masifican espacios abiertos, naturales y urbanos, que al día siguiente serán vertederos infectos, sembrados de mierda plastificada y regados con el vómito de cientos de intoxicaciones etílicas. Con lo cual los sufridos servicios de limpieza, de nuevo, se ganarán hasta el último céntimo de su nómina tercermundista, si no mueren antes por un golpe de calor.
Ay, idílico verano. Qué será eso que tienes, que con tu llegada proliferan los guarros, los pirómanos, los gilipollas, los bebedores que no saben cuándo parar de beber, y en definitiva, los malnacidos hijos de la gran puta.