Me dijoJohnny —el del bombardero, no el del fusil— que los gobernantes yanquis nunca renunciarán a una guerra de ser necesario si eso obedece a sus intereses. Pero nunca librarán una contra esa industria tan lucrativa y tan global de la que también obtienen cuantiosas ganancias más de cien países.
También es bien sabido que en algunos estados del país de las barras y las estrellas, si te abres una cuenta bancaria, te ofrecen una pistola de aire comprimido en lugar de una cubertería de mala calidad. En otros, puesto que la enseñanza ya está considerada una profesión de riesgo, los profesores de escuela pueden ir armados. En esos mismos estados, dentro de poco, si no ya, será un riesgo el solo hecho de vivir.
Johnny y los gobernantes yanquis, aun sabiendo que la raza humana es hostil, defectuosa y no tiene arreglo, otorgan a su población civil la opción de armarse si el ciudadano que la conforma lo considera oportuno, para defenderse y proteger su propio jardín. Si a eso le sumamos una policía de gatillo fácil, el panorama es, cuanto menos, intranquilizador.
Los civiles armados, chiflados o no, se eliminan entre ellos o bien uno inicia una cruzada en solitario, mientras que el resto rezan por no encontrarse, el día menos pensado, en la trayectoria mortal de una bala. Y si sus plegarias no son escuchadas y se las lleva el olor de la cordita junto con sus vidas, ya saldrán en pantalla personas relevantes llorando un poco y condenando la tragedia.
En cualquier caso, resulta menos caro que invertir en salud mental y enfrentarse al NRA. Y los verdaderos intereses de Estado, esos que nunca sabremos y van más allá de acuerdos históricos entre republicanos y demócratas, son intocables, dispare a quien se dispare.
Tú no vas de safari para llevarte la cabeza de algún animal con la que adornar la entrada de tu salón. Tú no traficas con el marfil. Tú no alfombras tu casa con el pelaje de un felino. Tus abrigos y calzados son sintéticos. No eras muy mayor cuando supiste de la crueldad de los circos. Te asquea la tauromaquia y tu perro no podría tener mejor amigo que tú.
Pero tienes unos peces muy bonitos en una pecera muy grande. Y qué más da: nacieron y se criaron en cautiverio; ni siquiera tienen memoria.
Y tienes montones de pájaros enjaulados. Hasta tienes un loro y no te parece horrible que unas criaturas que vuelan vivan así. Pero claro, si no vuelan: nacieron y se criaron en cautividad. No conocen otra cosa.
Y tienes una iguana alucinante en un gran terrario. Y en otro un par de tortugas. Y el otro día fuiste al acuario donde tienen ballenas, focas y delfines amaestrados para nuestro disfrute. Y cuando no vas al acuario te vas al zoológico. Allí han recreado el hábitat natural de una gran variedad de animales a los que tienen prisioneros, pero muy bien atendidos, y así de paso protegen a alguna que otra especie en peligro de extinción.
Tú sabes que hubo una primera vez en la que el humano metió la mano y alteró el delicado equilibrio que dispuso la Naturaleza para todos los seres del planeta.
Pero no tienes ni idea del verdadero respeto por la vida animal, miserable.
Estoy en casa de mis padres y una melodía llega a mí fluctuando con la candencia del reggae. Después de la comida lavo unas tazas para prepararle un café a mi padre. Las gotas de sudor caen lentas por mi espalda en cosquilleante incomodidad. El agua de la piscina es un espejo destellante. Por el ventanal miro a mi madre mientras trabaja con manos experimentadas en el jardín de mi infancia: los geranios, las enredaderas, las azucenas, las margaritas, los cactus...
El agua del aspersor cae en el césped en un abanico de perlas. Huele a tierra mojada y lavavajillas. De pronto, una brisa de fuego aviva en un bucle imposible el vaho aromático del café y las pompas iridiscentes del Fairy. El aroma del café y las burbujas danzan a mi alrededor con pereza imprevisible, antes de salir bailando por la ventana para estallar y disiparse en la flora ajardinada.
Películas, películas, películas. Supongo que pasa igual con los libros y las obras de teatro. Algunas te hacen reír o llorar. O ninguna de las dos cosas. A veces empatizas con los personajes de tal modo que los llegas a amar u odiar. Algunos de ellos nunca serían tus amigos y al resto los matarías por insufribles. Tal día caluroso como hoy, vi un gran éxito de taquilla de 1994, que gustó mucho a familiares y conocidos. Algunos rieron, otros lloraron, y los que más se conmovieron. A mí me hizo reír la parte en la que el teniente Dan Taylor dispensa un trato justo y merecido a un par de rameras en una fiesta privada de año nuevo. Por lo demás, sigue sin hacerme ni puta gracia una película en la que, durante gran parte de su metraje, una cocainómana se aprovecha de la buena fe de su amigo autista durante treinta años.
En lo alto de una loma se alza un árbol solitario, viejo como el tiempo, donde nunca se posan los pájaros. Los días de viento sus hojas susurran una historia triste. Caminantes y peregrinos se desvían de su camino cuando lo vislumbran desde la lejanía, pues cuentan los lugareños que está maldito y si te acercas demasiado a él, sientes un frío de muerte que atenaza la garganta. Otros tantos dicen que hay algo entre sus ramas que produce quedos lamentos, pero nunca nadie se acerca lo suficiente, ni permanece más tiempo del que el sobrecogimiento permite.
Empero hubo un viajero que desconocía aquellas latitudes y llegó hasta la loma donde yace el árbol, y allí tuvo que detenerse para dar descanso a sus piernas que ya no le respondían. Con el nuevo amanecer, trajo la verdad consigo y me contó a la lumbre del fuego que allí, en el árbol de la loma, a medida que el sol languidece y arrecia el viento, si no apartas la mirada, puedes ver una silueta traslúcida que desciende de una de las ramas de la que todavía, hoy, pende una soga.
Dicen que es entonces cuando, si te sobrepones al miedo, te invade una tristeza tan grande que te encoge el corazón y ya nunca puedes librarte de ella, porque la silueta se reclina en el tronco, recoge las piernas y las abraza en su regazo, cabizbaja e inmóvil, con sus contornos temblando con el aire, mientras el sol se hunde en lontananza hasta desaparecer.
Robb Flynn militó en dos bandas de thrash metal llamadas Forbidden y Vio-lence. Fue en la segunda —cuyo nombre define con fidelidad la música del grupo— en la que todos conocimos en profundidad el buen hacer de Robb a las seis cuerdas. Sin embargo, Robb Flynn, como músico en plena evolución y creatividad, necesitó marcharse de Vio-lence para seguir creciendo y así fundar, junto con Adam Duce, la banda de groove metal llamada Machine Head, en la que además adoptó el papel de vocalista.
En este nuevo grupo, no solo la guitarra de Robb vuelve a crujir con gran delicia, sino que descubrimos que canta con una voz potente y dura como corresponde al género. En este vídeo, no obstante, Robb Flynn se aleja por completo de los registros vocales y sonoros a los que nos tiene acostumbrados, y nos obsequia con una conmovedora balada de tintes melancólicos demostrando que, no solo es el gran músico que todos sabíamos que era, sino que para los que dudábamos, tiene corazoncito.
Soy un parado de larga duración. Soy una mujer a la que le han hostiado la cara demasiadas veces. Soy un tipo que lo perdió todo por incompetencia de su abogado matrimonialista. Soy un exmilitar que convive en sus noches de insomnio con los alaridos de un millón de cadáveres. Soy otra más sometida a explotación sexual bajo amenaza de muerte. Soy cualquier persona lo bastante jodida como parar empuñar un revólver contra sí misma. El mismo que compré en el mercado negro y lleva dormido en el fondo del cajón, esperando.
Pero hoy me he despertado con el pie izquierdo y he decidido que voy a ser el sacerdote de mi exorcismo. Voy a dejar salir los demonios y que se lleven toda la basura.
Me ducho. Pienso en almorzar pero no como nada. Bebo, solo bebo. A veces lloro. Y mientras bebo y lloro me visto y salgo al mundo con mi revólver y una botella de vino recién empezada.
Son las ocho y media de la mañana. La primera persona con la que me cruzo es esa chica de 1.º de bachillerato.
—Buenos días. ¿Vas a recoger hoy la mierda de tu perro? —¿Qué? —Quítate los auriculares, niña, que te estoy hablando. Que si hoy te vas a dignar a recoger la mierda de tu perro. —Y a ti qué te importa. Déjame en paz.
Disparo.
La muchacha ni siquiera tiene tiempo de sorprenderse. El impacto de bala atraviesa el entrecejo de sus bonitos ojos azules y la levanta unos centímetros del suelo. Cuando cae, lo hace al lado de la última mierda canina que nunca recogerá, y su futuro se esfuma como el humo de mi pistola. El perro gimotea y un tanto dubitativo, empieza a olisquear esa nueva esencia desconocida que desprenden los sesos humanos. Escondo el arma en la cintura del pantalón, doy un trago y sigo andando. El día es espléndido y me ofrece colores que hacía tiempo que no veía. Puede que sea porque me siento feliz de nuevo y ya no recordaba esa sensación.
El tiempo se estira. No sé el rato que llevo andando. A lo lejos veo a un tipo muy bien trajeado que se apea de un coche el doble de caro que los pisos de mi barrio, ya de por sí caros. Cuando llego lo bastante cerca, veo que el tipo está pateando a un indigente. El hombre rico resopla por el esfuerzo que eso le supone, y el hombre pobre, en posición fetal, se esfuerza por protegerse. Doy un trago y me pregunto por qué un hombre que en apariencia lo tiene todo, querría apalizar a otro que en apariencia no tiene nada.
Puede que el hombre rico tiene un mal día porque han bajado sus acciones en bolsa. Quizás el hombre rico ha discutido con su mujer porque ella ha descubierto que es un adúltero. A lo mejor el hombre rico ha falseado las cuentas de su empresa y el fisco le está soplando en la nuca. O más sencillo aún: el hombre rico, como que es rico, hace lo que le sale de las pelotas y hoy solo necesita desahogarse. El puto hombre rico...
—Eh, don traje, ¿tienes hijos? —El tipo se gira. Veo el desprecio grabado en su cara. —¿Que si tengo...? Sí, tengo hijos. ¿Tú quién coño eres?
Disparo.
Una pequeña explosión sanguinolenta aparece en su caja torácica. Suficiente para que el tipo sepa que hoy no es su día de suerte, antes de caer sobre la modesta edificación de cartón en la que vive el mendigo. Hoy llorarán en el mundo de los ricos y la opulencia se vestirá de negro. Hoy los niños ricos también se quedan huérfanos y sus madres ricas también enviudan. Le doy un generoso trago a la botella y luego se la ofrezco al vagabundo. «Ten, amigo. Creo que la necesitas más que yo». La mirada del mendigo se ilumina con ese brillo de quien lleva largo tiempo sin esperar nada. Quizás porque en algún momento de su vida le quitaron algo irrecuperable. Quizás hoy vuelve a creer.
Las diez de la mañana. El día mejora por momentos porque respiro magia en el ambiente. Y todavía me quedan cinco balas para hacer el bien entre tanto mal. Escondo mi revólver de nuevo y entro en el instituto que hay camino a mi casa. Debe ser la hora del recreo o algo así, porque los pasillos están abarrotados de estudiantes que salen de sus aulas. Veo saturación en muchos de ellos. Y prisa, mucha prisa. Los pasillos se vacían en un momento y por fin encuentro lo que buscaba: sala de profesores. «Vaya, han descuidado el lenguaje inclusivo».
Hay dos profesores y dos profesoras.
—Buenos días. ¿Qué tal? —¿Quién demonios es usted? —pregunta una profesora. El resto están sorprendidos. —Eso me pregunto yo desde hace meses y sigo sin saberlo. Desde luego, no soy el jodido Charles Bronson. Por cierto, ¿qué hacen fumando? ¿No está prohibido? —Escuche —interviene otra profesora—, si no podemos ayudarle, será mejor que se vaya. No puede estar aquí. —No se preocupe; no pueden ayudarme. Pero sí podrían haber ayudado a la chica de quince años que estudiaba en este instituto de mierda y que hace quince días se suicidó por acoso escolar. —Mire, váyase de inmediato o llamaremos a la policía. —Los cuatro docentes se miran y se revuelven en sus asientos. —Apuesto a que sí. De repente se han vuelto muy eficaces. ¿Cuántas veces se tiene que denunciar el acoso escolar para que los de su gremio, en lugar de girar la cara, muevan el culo? —¡Váyase de aquí ahora mismo o llamo a la policía! ¡Usted no tiene ni idea! ¡Usted...!
Disparo, disparo, disparo y disparo.
Cuatro docentes que deshonraban su respetable profesión, hoy dejan de hacerlo. Los padres de la joven suicida seguirán destrozados de por vida. Nadie sabrá la verdad, pero hoy el mundo es un poco mejor. Salgo del instituto sobre las doce del medio día dirección a mi casa, y es que tengo hambre. Y lo hago con una sonrisa más radiante que el sol que baña la calle. Será verdad eso que dicen que llevar a cabo buenas acciones te hace sentir realizado. Durante el trayecto, todos aquellos con los que me cruzo me miran con horror, me señalan con el dedo y me esquivan. De pronto, cuando llego a mi piso, oigo el aullido de unas sirenas.
Los buenos van a por el malo. Los espero con una cerveza en la mano y la pistola en la otra, sentado en el suelo. Los que dicen proteger y servir se identifican a gritos y me exigen que salga con las manos en alto. Mi revólver aún está caliente y brilla. Miro por la ventana y veo a una numerosa agrupación de ciudadanos, buenos y obedientes, apiñados en la acera tras el cordón policial, con los mentones alzados. Algunos de ellos sujetan a sus menores en su regazo girándoles la cara, pero no se van.
Hay espectáculo y es gratis.
Las fuerzas represoras repiten su orden. Mañana, en varios platós de televisión, los llamados expertos se emborracharán con lo acontecido, ensalzarán la labor de los héroes y condenarán las acciones del monstruo. Y pasarán de tratar los problemas de fondo y estructurales, mientras que la sociedad de bien seguirá siendo esa abultada y sucia alfombra bajo la que ocultar tragedia y mierda.
Pero yo estoy en paz. En paz con todos desde ni recuerdo.
Los que protegen los intereses del Estado destrozan la puerta e irrumpen. Exclaman que suelte el arma, me tire al suelo y ponga las manos en la cabeza. «No más demonios, joder», y levanto mi arma.
Abajo, los móviles destellan y las redes sociales arden.