Los noticiarios llevan un mes informando de que hoy es el fin de la Humanidad, y que a las 00:01 del nuevo día dejaremos de existir. Sabemos que siempre mienten, pero esta vez les hemos creído porque la noticia ha sido televisada en todo el mundo. Y porque más de un presentador, después de recordarnos que hoy es el fatídico día, se ha volado la cabeza. Hasta la fecha, y suponemos que no habrá otra, estos actos tan lamentables son los más compartidos en toda la historia de las redes sociales.
En fin —y nunca mejor dicho—, la pregunta que durante el principio de los tiempos ha atormentado al hombre, ha sido contestada. Seguimos sin saber de dónde venimos, pero sabemos a dónde nos vamos. Y es a tomar por culo. Bien, eso también lo hemos sabido siempre. El caso es que hace un mes que también sabemos cuándo: y es hoy. Los marcianos existen, han dado muestras de vida y van a por nosotros con todo su armamento pesado.
Tal y como han vaticinado el Papa, Hacienda, los Servicios de inteligencia, la agrupación mundial del canto tirolés, Iker Jiménez, Javier Sierra, Paco Porras, Leticia Sabater, Rappel, Aramis Fuster y otras eminencias de menor relevancia, hoy, desde primera hora de la mañana, las millares de naves que circundaban la Tierra un mes atrás con intenciones hostiles se han hecho visibles.
En contra de lo que se puede pensar, nadie corre y todos se hostian. Las viejas rencillas que desde siempre utiliza el poder para enfrentarnos siguen importando. Es más: cobran una nueva dimensión, más primaria y elemental, porque todos vamos a morir hoy. ¿Qué más da el recato, las leyes, las legislaciones, las normas de convivencia, eso llamado tolerancia, las conductas que siempre han regido nuestras vidas? Hoy, el comportamiento humano es más humano que nunca, por eso el desorden se antepone a la injusticia y la única bandera es la del pillaje y la barbarie. Así que a la mierda: seamos libres de verdad, aunque solo sea durante veinticuatro horas.
Por lo que a mí respecta, me acabo de despedir de amigos y familiares. Me acabo de dar la última ducha y me dispongo a encontrarme con ni novia, Cabronicia, para pasar juntos este último día, hasta que la aniquilación masiva nos encuentre en un rítmico baile pélvico como último homenaje a la vida. Por supuesto, lo haremos en la intimidad de nuestra alcoba y no en la calle, como está ocurriendo desde primera hora de la mañana.
La noche se cierne y aunque las cosas importantes ocurrieron ayer, corro tanto con el coche que los neumáticos chillan. Opto por rutas alternativas, ya que en las habituales impera un caos incontrolable, pero el tiempo se agota y tengo que acortar camino. Así que en un arrebato de locura atropello a una delirante comitiva de Hare Krishna que danzan, descoordinados, por una de las calzadas principales de la ciudad. Mi primera reacción es de sobrecogimiento. Nunca había matado a nadie antes, a excepción de un escarabajo, pero fue sin querer. De todas formas da lo mismo: esos pobres capullos se van al amparo de la señora de la guadaña un poco antes que nosotros.
Cuando llego al portal del piso de Cabronicia e intento abrir, resulta que me he dejado las llaves. Empiezo a ponerme nervioso. Clavo el dedo en el timbre del portero automático, una, dos y hasta tres veces, pero no hay suministro eléctrico. Ya no estoy nervioso: estoy horrorizado. Cojo el móvil, que marca las 23:55, lo cual quiere decir que me he retrasado sobre la hora convenida, y llamo a Cabronicia. Pero no contesta, joder, no contesta. Y yo quiero disfrutar de la compañía de mi amada, volver a sentir el contacto de su cuerpo, firme y elástico como el de un arco vikingo, antes de abandonar este mundo de mierda.
Sumido en la más honda desesperación tiro el móvil al suelo, y haciendo bocina con las manos dirección a la ventana me desgañito llamándola. Ella sale al balcón. Me mira con cara de pasmo, pero enseguida entiende la urgencia de mis gestos. En un parpadeo se abre la puerta del portal y ya estamos, por fin, uno en brazos del otro.
Quizás no es tan tarde después de todo. Aún nos da tiempo de dedicarnos una sonrisa y reconocernos de nuevo. Aún nos da tiempo de que nuestras miradas hablen y urdan planes. Aún nos da tiempo de resolver todo aquello que alguna vez callamos. Aún nos da tiempo de dedicarnos los «te quiero» de toda una vida. Aún nos da tiempo de sentirnos en un beso y de crear un nuevo recuerdo.
Aún nos da tiempo, aunque el cielo retumba, ilumina la noche y el mundo se abre como ojos que despiertan.
Después, el Gran Silencio.