No descubro nada si te digo que el ser humano es un ser hostil por naturaleza que siembra su tierra con los cadáveres de sus iguales. No descubro nada si te digo que la guerra es la carta de presentación de nuestra raza desde que el mundo es mundo. No descubro nada si te digo que nunca dejarán de discurrir los ríos de sangre. No descubro nada si te digo que todavía no ha conocido el mundo un periodo de paz absoluta.
Y así seguirá mientras la maldad anide en el corazón de la especie.
Por qué, por qué, por qué. Vienes a joderme en el preciso momento que escojo yo para joderte a ti. Por no caer me siento y todo son demonios y sombras. Te vistes con las caras de otras, viertes en mí tus embrujos y me requiebras alrededor. Para qué, para qué, para qué. Qué coño haces aquí si siempre hay algo que hago mal. Deseo que te mueras; sí, tú. Que por no lastimarte te voy a dar la espalda y dar un salto al vacío. El suelo parece que supura ginebra, desangrándose como mis brazos. Apenas quedan cristales rotos en la ventana. Con las manos embutidas en los bolsillos, me alejo pensando en ti aun queriendo que desaparezcas, y en mi crispación los he llenado de agujeros.
Tengo los sentidos embotados de ese sabor ácido a impacto y a sangre. El vino acabado, bilis en la garganta y la ventana hecha añicos. Quise gritarte todo mi odio, pero se me iban a quebrar los dientes de tanto apretarlos. Habría podido matarte a puñetazos, pero decidí hacerlo con la habitación. Y luego arrancarme el pecho, arañarme los ojos y abrazarme a mí mismo hasta morir de amargura. Pero me asomé a la ventana, y de nuevo la brisa trajo aquella canción paseándose entre las aristas. Tus caras se difuminaban y ya no quise volver a entrar. Salté como en aquella ocasión, pero sin cristal alguno que pudiera herirme. Un suelo esponjoso como una nube acarició mis pies. Extendí los brazos con las palmas abiertas, ofreciéndome a la calidez de un sol recién nacido. Su luz bañó mi cara como un bálsamo, y dejé que de mis ojos cerrados fluyera la ira mejillas abajo. Tan solo estaba sonriendo. Y llorando. Llorando de amor.
El otro día estuve leyendo sobre el poder sanador de los abrazos. Ese acto amigable y bondadoso que te infunde cariño y calor. Que te reconforta y te hace sentir que importas. El efecto que causa sobre tu cuerpo, mente y espíritu, se produce tanto si lo das como si lo recibes. Incluso algunos animales como el mono, el koala y el perezoso, abrazan. Eso sin mencionar los animales de toda la vida como el perro y el gato. Y los animales que por su naturaleza anatómica no pueden, si se acercan a ti y posan la cabeza sobre tu regazo u hombro, lo hacen esperando tan reclamada acción.
Creo que existe una especie de hilo mental, primigenio, que conecta a todos los seres vivos a nivel subliminal. El abrazo es un gesto que trasciende lo humano y es extensible a toda criatura viviente. Pero tiene sus riesgos y hemos olvidado cómo utilizar ese hilo mental.
Por eso no es de extrañar que Melusina, una niña de seis años natural de Galápagos (Guadalajara), en un ardiente arrebato de cariño, abrazara a su boa constrictor y esta, en amorosa correspondencia, le devolviera el abrazo hasta dejarla como una bolsa de té usada.
Ella era esa clase de mujer que creía ser la primera de todas las mujeres en vestir un traje de gala cuyos pliegues, a cada uno de sus movimientos, deslumbraban como rayos de un sol de verano. Siempre escudriñaba de perfil con la fijeza despiadada de unos ojos que apuñalan todo lo que miran. Lo hacía con pose oblicua y eterna, con el mentón alzado y el pelo desordenado, solemne como un busto de la antigua Grecia.
Abordaba las aceras con un paso alargado que era un pequeño salto, y entonces teorizaba sobre el nombre de la calle en la que nos encontrábamos, de las papeleras abolladas, de los chiclés aplastados y la basura que se desbordaba de los contenedores, y siempre que la contradecía me miraba como la niña del exorcista.
A menudo se enamoraba de tipos cuyos nombres sonaban a Héctor, Pátric o Víctor, lo cual significó que nunca lo estuvo de mí. Si acaso fui como aquel mensaje nunca leído que se relega en la carpeta del correo no deseado, pero que por alguna razón que ya nunca conoceré, nunca borró de su vida hasta que yo decidí hacerlo, cuando acepté que para mí no fue más que un pastel envenenado. Muchas veces se manchaba con el postre y entonces yo me reía. Y ella se reía conmigo y se reía como si no existieran cosas horribles en el mundo, y se reía hasta de su risa.
En una libretita azul escribía cosas que no me daría a conocer hasta que la terminara, pero no le di tiempo. Y eso que la deslizó con disimulo una y mil veces en los baños de ruidosas discotecas; en las mesas de bibliotecas de silencio sepulcral, y hasta en bodas y funerales de protocolaria teatralidad. Vestíamos nuestro discurso con ropajes caros y dábamos una calurosa palmadita a cada palabra precipitándola como si fuera la última, buscando el reconocimiento en otras palabras de bocas ajenas que quedaban ingrávidas en la levedad de su atonía.
Y así fue cómo aquella relación se convirtió en una trampa de bordes resbaladizos, donde se despeñaron dos pavos reales.
Tuve una infancia dorada, de mañanas soleadas, atardeceres anaranjados y noches de cuento. Aquellos días eran mejores en compañía de mi abuelo, que siempre compartía conmigo sus caramelos Werther's Original hasta quedarse sin ninguno. Qué caramelos tan ricos, dulces y cremosos. El tiempo ha pasado y ahora que yo soy el abuelo, ¡a mi nieto que le den por culo! ¡Todos los Werther's Original para mí!
Yo te habría querido a pesar de tu comportamiento contradictorio. Ese que siempre detesté porque abundo en la coherencia.
Yo podría haber estado loco por ti, aunque aquella noche en el cine consiguieras que claudicara a favor de ver Los 2 lados de la cama (2005) y no Los 4 fantásticos (2005).
Además, te habría venerado cada segundo, a pesar de que te gustara David Bisbal y renegaras de cualquier acorde de guitarra con distorsión.
Hasta podría haberme enamorado de ti, aun cuando utilizaras la mentira por omisión según te conviniera, cuando para mí la verdad solo tiene un camino.
Y más que ningún otro, habría deseado cada centímetro de tu piel, aunque la más atroz de las enfermedades hubiera convertido tu belleza en un deterioro innombrable.
Y sin pensarlo, habría utilizado mi cuerpo para escudar el tuyo, de encontrarnos entre el fuego cruzado de los fusiles de asalto de la Guardia Civil y los mártires ofendidos de Alá.
Incluso en medio de una supuesta tercera guerra mundial, rodeados de aniquilación y sangre, la certeza de la muerte no habría impedido que te amara con intensidad hasta el último segundo, a la espera de que la radiación nuclear pulverizara nuestros cuerpos abrazados.
Pero convertirme en otra persona hubiera supuesto un imposible. Y en unas pocas citas comprendí que no eras merecedora de semejante desgaste por mi parte, cabrona estúpida.
Ocurrió en un zoo de Cincinnati (Ohio, Estado Unidos).
Un niño cayó en el foso donde habitaba, preso, un gorila de lomo plateado; una especie protegida en peligro de extinción. La seguridad del zoo, anteponiendo la vida humana a la animal, abatió a la peluda criatura. Phat Pepe, gran artista contemporáneo en ciernes, nos recuerda con una bella canción el trágico suceso sobre aquel pobre animal que solo quería jugar, dejando claro que la culpable de tan calamitosa desgracia fue una madre despistada, quién sabe si también idiota.