Tengo una pesadilla recurrente en los días lluviosos. Estoy desempeñando el ejercicio de mi esclavitud laboral y el termo de mi piso ha estallado. Vivo solo y, salvo mis padres, que viven a quince kilómetros de mí, nadie tiene la llave para entrar y evitar el desastre, por lo que el agua sale a presión, obstinada y cuantiosa, anegando mi piso. Luego anega el de los vecinos más cercanos. A continuación, el ascensor y la planta de abajo. De hecho, el agua acaba anegando todo el bloque. Entonces, cuando llego del trabajo y abro la puerta del portal, libero un gigantesco chorro de agua que me arrolla junto con los cadáveres de los vecinos y toneladas de mobiliario doméstico, desparramándonos por toda la plaza comunitaria como una ola rompiendo en la arena.
En ese momento me despierto, sudoroso, y comprendo que me estoy meando a horrores. Sabedor de que el termo está intacto y vaciada la vejiga, me meto en la cama aliviado por partida doble. Y como nunca dejo nada a medias y los del seguro no van a responder a la catástrofe, me reconcilio con el sueño pensando en cómo me lo voy a montar para limpiar semejante devastación propia de un tsunami y desembarazarme del puto vecindario muerto.