Los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen, entre otros, se inspiraron en el folclore de varias regiones de Europa para dar vida a sus cuentos y adaptarlos a su realidad, dicho sea de paso, bastante cruda y desesperanzadora. Algunas de esas narraciones no estaban orientadas, como se cree, hacia un público infantil. De hecho eran tristes y violentas, por lo que el filtro moral de la época y la censura de tiempos posteriores, se encargaron de ello cambiando los finales y alguna parte de las historias. De eso sabe mucho Walt Disney, que ha contribuido a la transformación de muchas de esas antiguas obras con fines puramente comerciales, lucrativos y adoctrinadores.
¿Quién no ha visto El rey león, sea la versión de 1994 o la de 2019? Se dice de esa película que pueden extraerse siete o diez enseñanzas válidas para la vida. No diré que no, que alguna habrá. Pero quédate también con el hecho demostrado de que no hace falta ningún rey ni reina —que tanto da— para que un país, una sociedad, con sus mierdas e imperfecciones, avance —que ya es decir— o como mínimo exista. La monarquía, siempre tóxica y cancerígena, es sinónimo de pleitesía, clasismo y subordinación. Walt Disney no solo ha estado siempre del lado del poder, sino que él y su jodida película, a buen seguro, han causado un daño irreparable. Su engañoso legado se burla de nosotros y manipula a vuestros pequeños.
Mejor que vean Mazinger Z, Los Simpson y South Park.
A la familia desestructurada de la tercera planta que solo sabe comunicarse a gritos. Al vecino del quinto C que lleva desde el 2007 apasionado con el bricolaje. A la pareja de polis que activa la sirena a las cuatro de la mañana. A la gente borracha que vocifera debajo de mi balcón al cerrar el último bar. Al eterno y negado aprendiz de flautista del sexto A. A los aspirantes a cantantes de OT que rompen la quietud de la noche. Al que decidió que todo el bloque debe escuchar la potencia de su nuevo equipo de música. Al que traza las curvas de mi calle chirriando ruedas. Al que utiliza el claxon un nanosegundo después de que el semáforo se ponga en verde. Al que lleva la música al máximo en su coche con las ventanillas bajadas.
A todos vosotros, hijos de mil zorras sidosas, os dedico mi mal despertar.
Hay quienes creen que reproducir según qué discos al revés esconden una oscura invocación al demonio. Si bien es cierto que el heavy metal en general no es culpable de la manifiesta imbecilidad de aquellos que creen a pies juntillas en semejante necedad, sí lo es de la innegable asociación, consciente o inconsciente, de toda la consabida temática satanista y anticristiana de la que cientos de grupos se declaran, sin tapujos, precursores y adoradores, expresándola en todas y cada una de sus canciones. Tampoco hay que sorprenderse demasiado: aún hay quienes creen que Uri Geller doblaba cucharas y que una cosa llamada honestidad sigue viva en la clase política.
Aunque a mis oídos nunca ha llegado ninguno, puede que sí exista un disco con tan siniestras rogativas. Por supuesto, autofinanciado por los propios músicos y distribuido por una compañía independiente carente de todo prejuicio, pues ya sabemos que la realidad supera siempre la ficción. Tengo claro que una voz enfermiza o deshumanizada hablando al revés, sobrecoge e impone mucho más que si lo hace en su sentido lógico, sobre todo por el misterio de lo que pueda estar diciendo y los motivos para ocultarlo. Aunque nada hay más misterioso que la existencia de un gitano sin primos.
Por poner un ejemplo de los muchos que podría utilizar, ilustraré el post haciendo referencia al segundo trabajo de Slayer titulado Hell Awaits. Un disco magnífico que creó escuela allá por un lejano 1985. Según contestaron los componentes del grupo en una entrevista de la época —cachondos ellos—, la introducción del disco fue concebida para escucharla a oscuras y sin ruidos del exterior. Es de las más inquietantes que recuerdo de aquel tiempo y solo dura un minuto y cinco segundos. Inquietante digo, si te atreves a escucharla sin ruidos de ningún tipo y en la más completa oscuridad. Si lo haces, te digo lo que están diciendo.
Eso sí, no me responsabilizo de lo que veas cuando enciendas la luz.
Como en otras ocasiones, nuestros encuentros culminaban al caer la noche, en el desván de la casa de su abuela. Aquella fue la última vez y he olvidado por qué. Yo estaba bocarriba, tumbado en aquella cama de segunda mano del siglo XIX, y ella encima de mí cabalgando como una salvaje amazona. La cama aguantó una vez más el bombeo, y el sudoroso movimiento pélvico de mi compañera propició que ambos estalláramos como dos supernovas. Justo en aquel momento de placer expansivo, una generosa cagada de pájaro —que bien podría ser la de un pterodáctilo— apareció en el cristal del tragaluz como un esbozo repentino. Ella, ajena a aquel cacho de estiércol corrosivo, recordaría aquel gozoso momento en la adoración que hizo florecer en mi rostro colmado. Por el contrario, yo a ella la evocaría en todas las cagadas de todas las aves de la creación. Y todavía la tengo en la cabeza. A ella y a aquella cagada.
Aquella enorme mierda aviar entre nosotros dos y las estrellas.
Vaya por delante que yo soy de aquellos que creen que siempre quedan cosas por aprender. Es más: cualquier persona y situación te pueden enseñar algo en un momento dado. Ahora bien, es arrancar el ordenador y adentrarme en el profundo lodazal de internet, y no parar de leer que el 2020 y el 2021 han sido unos años que han enseñado muchas cosas. A mí no me han enseñado nada. O para ser más exactos: nada que no supiera. Y no es que vaya de listo. Pero me sorprende que todavía haya quienes no tienen aprendido que somos capaces de las mayores bondades y de las peores maldades. Que somos capaces de grandes gestos altruistas y del más bajo egoísmo. Parece que algunos dudaban de nuestra intrínseca capacidad para convertirlo todo en mierda.
¿Existe esa gilipollez de quien dice que no se conoce a sí mismo?
Tengo una barba que me llega al esternón y el pelo encrespado como si un rayo hubiera aterrizado sobre mi cabeza. Apenas como y cuando lo hago es comida congelada o refritos. Ya no defeco con la consistencia adecuada y mis eructos no atruenan como antes. No hago más que beber alcohol de farmacia, mi mirada se posa durante horas en un punto imaginario, y ya no me intereso por las vidas ajenas como el resto de mi comunidad de vecinos. Ni siquiera me importa haber perdido el móvil.
Como dirían los jóvenes de hoy en día: estoy depre.
Así que con cita previa concertada, me dirijo a la consulta de Simplicia Pirada, afamada psiquiatra que fue condenada al más férreo de los ostracismos por parte de la comunidad médica, debido a sus métodos vanguardistas y poco ortodoxos. Con enorme profusión de detalles, le narro con voz entrecortada lo que ha sido mi vida estos últimos días, mientras que la doctora Pirada, sin levantar los ojos de su revista Elle, va profiriendo gruñidos de asentimiento. Cuando finalizo, alza la vista por encima de la montura de sus gafas y me mira con la gravedad de quien sabe que debe dar una mala noticia. Tuerce el gesto, cierra la revista con determinación, y me receta beber agua del grifo descalcificada y la lectura periódica de mi horóscopo hasta el año 2.032. Ante semejante carencia de tacto y profesionalidad, le estampo en la cabeza, con contundencia, el diploma que la acredita para el ejercicio de su profesión, y acto seguido, con la contundencia anterior, le administro un buen par de hostias.
Salgo a la calle llorando como un dibujo manga y me avoco a una vorágine de autodestrucción inconsciente. Visito prostíbulos baratos, caros y de mierda, y me inicio en el travestismo y el BDSM, pero no hallo respuestas. Pululo como alma en pena por campos de petanca y aeropuertos, pero los espacios abiertos tampoco me dicen nada. Incluso cual John Travolta en Fiebre del sábado noche (1977), me da por triunfar en una concurrida sala de baile de una residencia de ancianos, pero tampoco veo la luz al final del túnel. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué me siento tan fuera de lugar?
El dinero no supone ningún problema, puesto que en mis tiempos de alcalde me encargué en persona de decomisar varios de los alijos llevados a cabo por mis colegas narcos. La familia dejó de importunar desde que la metí en un autobús y la abandoné en aquella desastrada gasolinera de la España profunda. Y sin embargo no encuentro consuelo ni razón a este malestar que me consume, por lo que, como soy muy cobarde, intento que alguien ponga fin a mi sufrimiento. Me cruzo con una banda de skins y les impreco que son unos bastardos malnacidos hijos de madre negra, pero solo me escupen. Entro en una comisaría con una ristra de artículos de broma colgada del cuello que simulan granadas, y profiriendo una jerga ininteligible mientras sostengo en alto un ejemplar del Corán, pero nada funciona. No me hacen caso: todos se burlan y me desprecian.
Hasta que un día inopinado como hoy, me he despertado con una predisposición insultante y lleno de vitalidad. En pelotas por completo, con una sonrisa de oreja a oreja y con una erección capaz de resquebrajar el hormigón armado, he movido mis brazos a modo de alas y me he elevado por la habitación cantando el La, la, la como hiciera Masiel en Eurovisión antes de darle duro al alpiste. He ido hasta el lavabo y descendido hasta el espejo. No puedo creerlo: mi barba de Robinson Crusoe ha desaparecido; mi pelo no está encrespado y vuelvo a tener un aspecto saludable. ¿A qué se debe este extraño fenómeno? Miro el calendario y caigo en la cuenta: ¡Estamos a día siete! ¡La Navidad acabó, pasó, terminó, finalizó, cesó, desapareció! ¡Y con ella todos mis males y pesares!
Porque para un tipo tan normal como yo, estas fiestas trastocan mi realidad y alteran mi mansa cotidianidad. De repente los hijos de puta se visten con piel de cordero y me sonríen; los que suelen girarme la cara me saludan y me ofrecen la mano. La gente se disfraza en demasía, el lobo se torna caperucita roja y las suegras se encabronan con sus yernos y cuñados. Doy un salto, taconeo en el aire sin luxación y pienso, ingrávido:
«¡Qué bien que queda casi todo un año para las próximas putas fiestas!».
No llevarás a cabo tus intenciones. No dejarás de beber. No dejarás de fumar. No dejarás de drogarte. No dejarás el juego. No dejarás de trasnochar. No dejarás de ser infiel a tu pareja. No dejarás de ir de putas. Ni de putos. No dejarás de pelotearte con tu jefe; con tu jefa. No dejarás de hacer horas extras. No dejarás de ser una persona envidiosa. No dejarás de comprar mierdas que no necesitas. No harás dieta. No aceptarás tu obesidad. No irás al gimnasio. No irás a andar. No dejarás de discutir. No pedirás perdón. No te reconciliarás. No dejarás de sufrir. No dejarás de estar triste. No dejarás de notar que tu alma empequeñece. No dejarás de tener sueños inalcanzables. No...
Seguirás.
Seguirás incumpliendo tus propósitos. Seguirás siendo impuntual. Seguirás sin lavarte los dientes. Seguirás viendo la televisión. Seguirás siendo imbécil. Seguirás sin leer libros. Seguirás sin dedicarle horas a tu afición. Seguirá tu bicicleta pudriéndose en el garaje. Seguirás gastando dinero en las apuestas del Estado. Seguirás amando tu esclavitud. Seguirás teniendo un trabajo precario. Seguirás llorando. Seguirás desengañándote. Seguirás sanando heridas que nunca cierran. Seguirás sin creer. Seguirás mes tras mes con el agua al cuello. Seguirás maldiciendo. Seguirás desconfiando. Seguirás en tu vacío existencial. Seguirás soñando con un mundo que nunca llega. Seguirás...
Seguirán.
Seguirán tus vecinos siendo unos hijos de puta. Seguirán muriendo personas a causa del hambre. Seguirán los asesinatos. Seguirán los maltratos a los animales. Seguirán los maltratos entre hombres y mujeres. Seguirán sin erradicarse las desigualdades. Seguirán los narcotraficantes vendiendo su mierda. Seguirán los pobres de espíritu consumiéndola. Seguirán los traficantes de armas. Seguirán las guerras. Seguirán las redes de pederastia. Seguirán las mafias de la prostitución. Seguirán las religiones sin desaparecer. Seguirán los ignorantes creyendo. Seguirán siendo corruptos polis y políticos. Seguirán los ultrajes. Seguirán las negligencias. Seguirán pisoteándote desde arriba.
Seguirán los Estados con sus sistemas de opresión. Seguirán...