En el tercer y cuarto mundo saben del ayuno más que en cualquier otro. En el primer mundo comen hasta cinco veces al día. En el tercer y cuarto mundo a veces comen. En el primer mundo a veces comen sin tener hambre. En el tercer y cuarto mundo nunca tiran la comida cuando la tienen. En el primer mundo a veces te la encuentras en los contenedores de basura. En el tercer y cuarto mundo no saben nada de celebraciones, pero mañana es Nochevieja y tienes la fortuna de pertenecer al primero. Así que atibórrate y brinda en tu cómodo mundo, mientras te quejas de la subida de precios de las ostras, angulas y almejas.
30/12/21
27/12/21
95. Velas ecológicas gratis
Hoy he conocido a una persona que tenía las orejas saturadas de mierda naranja. Aparte de la sordera supina que eso le provocaba, el cerumen se le desbordada con insolencia y horrorizaba a todo aquel que mirara. Antes de ir a urgencias, la he convencido mediante señas que me dejara introducirle una mecha en una de las orejas. Cuando la he extraído ya no he sacado una mecha: he sacado una vela. Ante el éxito de la operación y todavía con mecha que gastar, hemos decidido evitar la consulta médica y destaponar la otra oreja.
Aquella persona, aliviada y agradecida, no solo ha recuperado la audición, sino que además tiene dos velas que piensa utilizar en breve en alguna cena romántica o para ambientar la Nochevieja. Cierto que las velas tienen un tacto algo pegajoso, un aspecto un tanto repugnante y no son del todo cilíndricas como las convencionales. Pero son dos velas de auténtico cerumen humano de un palmo de longitud —que no es poco—,listas para ser prendidas y dar lumbre.
23/12/21
94. Navidad, ¡jo, jo, jo!
Una Nochebuena cualquiera anterior a la pandemia. O a la supuesta pandemia. En cualquier caso, una Nochebuena anterior.
Otra vez la ramera del consumo se nos ha echado encima. Salgo de mi piso para entrar en el ascensor. Otra vez el suelo vuelve a estar orinado. Sé que está mal, aunque no tan mal como permitir que un perro se mee donde no debe, así que imploro a los dioses una muerte agónica a los dueños y me compadezco del perro. Desciendo desde el cuarto piso hasta el rellano. Son las siete de la tarde y ha anochecido. Salgo a la calle dirección al paso de cebra. En el trayecto tengo que sortear la basura que nosotros mismos producimos y varias cagadas de perro. Sé que vuelve a estar mal, pero no tan mal como dejar la mierda de un perro en la vía pública, así que me cago en los familiares directos e indirectos de todos esos amos que son más hijos de perra que los propios perros, a los que compadezco de nuevo.
Creo que tengo un mal día, joder. Debe ser la puta Navidad. El ayuntamiento ha vuelto a maquillar las calles principales y a disfrazarlas con los mismos trajes luminosos de cada año, pero la ciudad sigue apestando a neumático recauchutado y a mala combustión de gasóleo. Se acelera nuestro camino a la muerte, pero es Navidad y hay que disimular la mierda y aceptar que la ciudad vuelva a ser un hervidero de alienación preñado de hipocresía. Enfilo paseo arriba esquivando a miles de personas con las manos ocupadas con sus compras o con el móvil de los cojones. También me cruzo con cientos de familias esclavizadas con alquileres abusivos e hipotecas a saldar en cincuenta años. Pero hay que comprar y regalar. Y por encima de todo mostrar nuestra mejor máscara. Nadie escapa de figurar en esa gran obra teatral de falsedad.
A punto estoy de tropezar con una temblorosa anciana que está sentada con la espalda apoyada en uno de los árboles del paseo. Alza su muñón izquierdo con gesto implorante. Con la mano que le queda sostiene un cartón en el que hay escrito lo jodida que está. No hay ninguna moneda en el cuenco que tiene al lado del cartón. Paso de ella como el resto de la ciudad, asqueándome de mí mismo y de todo lo que me rodea en ese momento. Puede que no entendamos el mensaje que trasmite año tras año la puta Navidad. O que el mensaje tan solo sea un montón de basura. Tú habrías dejado una limosna y seguirías creyendo que eres una persona maravillosa. Pero lo harías para calmar tu conciencia de clase. En realidad solo nos preocupamos de la engañosa comodidad de nuestras jaulas de oro, de que el pesebre y los adornos navideños luzcan bien en los inmuebles que nos vende el banco, y de que a nuestros hijos se les ilumine la cara cuando abran los regalos. No eres mejor que nadie.
Sigo andando. De paso corroboro la escoria en la que nos hemos convertido. O quizá siempre hemos sido así y solo nos hacían falta los medios adecuados para despejar dudas. Tras una hora y media de caminata llego a mi destino. Una gran superficie comercial con una gran superficie para aparcar, ocupada en su totalidad por cientos de vehículos emisores de gases envenenados que matan. En estas fechas las masas parecen ponerse de acuerdo para adorar al dios Consumo y yo también tengo que hacer mi compra. La familia es lo primero. Aspiro hondo, me recoloco los cojones y entro en ese templo donde campa a sus anchas el verdadero espíritu de la gran furcia navideña.
Pese a la enormidad del complejo, en cada jodido centímetro cuadrado del mismo hay un abducido con un móvil o con un carrito. O las dos cosas. Tan pronto soy uno más en la marabunta, las artes del Gran Hermano empiezan a actuar sobre mí.
La intensidad de la luz eléctrica es la adecuada para alumbrar sin ser molesta, todos y cada uno de los artículos que están expuestos con estudiada estrategia para provocar el antojo. Un compendio ininterrumpido de villancicos suena desde todos los rincones del recinto a un volumen calculado nunca irritante, pero siempre subliminal para meterme en situación. Empiezo a sentir el influjo y tengo que hacer acopio de toda la animadversión que me produce el lugar para no ser utilizado. Hay todo un sutil bombardeo de estímulo. Un niño no mayor de cinco años llora cerca de mí. Su llanto, hiriente, se sobrepone al bullicio imperante. Lo busco con la mirada y en cuanto lo veo sé que se ha extraviado y nadie parece reparar en su existencia. Están todos presos de las artimañas a las que casi sucumbo. Me cago en la puta Navidad, joder.
Me acerco al crío y al tiempo que berrea, lo elevo agarrándolo por el cuello de su jersey de Pocoyó hasta tenerlo nariz con nariz. «Deja de llorar, mocoso», le susurro con voz de acero, «tendrás razones para hacerlo dentro de unos años. Créeme». El niño enmudece y no aparta sus ojos de los míos ni siquiera cuando dejo, con lentitud, que vuelva a tocar el suelo. Algo extraño ha ocurrido. Su mirada se clava en la mía y adivino en lo profundo de esa inocencia una especie de comprensión atávica. La irrupción de quien dice ser la madre —una choni poligonera sacada de algún delirium tremens— trunca la conexión visual entre el mocoso y yo. Me pregunto por qué tendrán hijos cierta clase de gentuza irresponsable. Ella me mira como si yo fuera el culpable del llanto del chaval, al tiempo que lo aúpa en su regazo. Con una última mirada de desprecio, me da la espalda y vuelvo a conectar con los ojos del pequeño.
A medida que se alejan hasta desaparecer entre la incontable turba de lobotomizados, el niño se despide de mí con la mano y una sonrisa pura. Yo hago lo propio con la satisfacción de saber que con toda probabilidad he activado algún tipo de resorte en el cerebro de ese pequeño cabrón. Ese mismo resorte que papá Estado trata de mantener larvado. Quién sabe; quizás todavía queda alguna esperanza de que las nuevas generaciones despierten y nos libren de esta puta maldición; de este puto negocio obsceno.
De la puta Navidad.
20/12/21
93. En la noche más larga
Al final todo se fue a la mierda. No porque la naturaleza se revelara como era lo esperado, sino por acción de quienes llevaban sometiéndola a tortura desde el Génesis. Todo empezó el día de la Gran Conjunción. El día en que Júpiter y Saturno volvieron a estar más cerca el uno del otro de lo que estuvieron en los últimos cuatrocientos años. El sol se detuvo y el solsticio de invierno nos colocó en el punto de no retorno.
Aquellos dos titanes esféricos iniciaron su muda danza estelar, y algo hizo clic en la conciencia colectiva que habitaba la Tierra.
Unas mil millones de vidas se dejaron abierta la espita del gas, y decidieron accionar el mechero y prender la cerilla. Mil millones de explosiones florecieron de la geografía terrestre como un gigantesco jardín de destrucción. Otras mil millones de almas fueron víctimas colaterales. De forma simultánea, mil millones más de seres con cualquier tipo de arma de fuego a su alcance, agotaron la munición contra sus iguales más cercanos dejando una última bala para su propio final. Y en concatenación, el resto de habitantes se deslizaron la cuchilla con la presión adecuada, bien por el antebrazo o la carótida.
Sin caos, sin instinto de supervivencia, el último corazón de la especie dejó de latir.
Júpiter y Saturno brillaron más que nunca aquel 21 de diciembre, obrando en silencio la necesaria erradicación. El planeta azul quedó desinfectado de la verdadera pandemia que lo asolaba desde el principio de todo. Tras aquella sanación cósmica, un nuevo sol despuntó en un invierno frío, transparente y hermoso como nunca antes se había conocido.
Y aquel fue el mayor regalo que mereció la puta humanidad en estos días de amor y paz.
16/12/21
92. La apuesta del extraño
Diciembre de un gran año en el bar de siempre. Hace tiempo, mucho tiempo.
El extraño, cuya estampa era desconocida por aquellos contornos, irrumpió en el ambiente festivo del bar arrastrando consigo el desagradable frío invernal. Los que estábamos más próximos a la entrada sufrimos unas hostias de frío que nos sacudieron de arriba abajo. Como dirían los adolescentes de hoy en día: el tío entró vacilando. Afirmaba que era capaz de beber, sin apenas torcer el gesto, seis latas de cerveza en tres minutos. Dos latas por cada minuto transcurrido. En caso de fracasar en la ingesta correría con el importe de las latas.
Al otro lado de la barra, el barman, que gustaba de números circenses en su establecimiento, dejó bajo el fregadero su mancuerna casera con la que ejercitaba sus bíceps, y colocó delante del tipo seis latas de birra. La concurrencia del bar, sustituyendo el desconcierto inicial por la predisposición que precede al espectáculo, formamos un semicírculo alrededor del extraño mientras que el barman, con jocosidad y cronómetro en mano, dio inicio a la insólita libación.
Al primer minuto, dos cervezas desaparecieron entre sorbos grandes y calculados. Al segundo minuto, las dos siguientes fueron engullidas del mismo modo. Sin embargo, las dos últimas necesitaron urgencia en la deglución, puesto que un eructo se interpuso gaznate arriba. Aquello suponía un segundo de retraso en la consecución exitosa de la apuesta. El extraño lo sabía; el barman lo sabía; el resto lo sabíamos; la perra del dueño del bar lo sabía. Era la puta noche de las certezas. Faltaban escasos segundos para que todo acabara. El tipo tragaba dilatando garganta y mandíbula inferior hasta la deformidad; sus ojos enrojecían y su cara se amorataba. Un hilillo de birra se escurría por entre la comisura de sus labios, y las venillas de borrachuzo que surcaban su nariz adquirían relieve y un alarmante color violáceo.
Cuando parecía que todo estaba perdido, el extraño acabó con la última lata y la dejó en la barra con torpeza. Se encorvó mirando al suelo con las manos apoyadas en las rodillas, quién sabe si para no caer de bruces o para soltar una arcada capaz de llenar la piscina del pueblo. El silencio se congeló en una eternidad. El tipo jadeaba. De pronto, con lentitud, se irguió cuan alto era y liberó un regüeldo abaritonado, maloliente como la ingle de un ñu, que calcinó las pestañas del público más cercano y provocó leves derrumbamientos en el vecindario. Una tremenda ovación de aplausos y vítores se adueñó del bar —aunque no recuerdo si por el eructo o porque ganó la apuesta.
Pasados unos minutos la euforia disminuyó, no así como el trasiego de alcohol, pues allí todos bebíamos como si al día siguiente fueran a decretar la ley seca. Varios minutos posteriores al épico final de la apuesta, el tipo sintió unos sonoros retortijones, frutos de una burbujeante licuación de jugos gástricos que lidiaban con todo lo bebido. Algo condenado e inexorable obraba en sus entrañas de modo in crescendo, y supo que tenía que liberarse de aquellas erupciones estomacales, como se suele decir y nunca mejor dicho: cagando leches.
Con una mano en el culo a modo de contención y un semblante angustiado, se apresuró a la intimidad redentora que le conferiría el lavabo. Pero, ya fuera porque en el pasado había visto fosas sépticas con mejor aspecto, dio media vuelta directo a la salida atravesando una espesa bruma de fumeteo, entre la que apenas vislumbró bocas sonrientes de dentaduras podridas e irregulares necesitadas de una urgente ortodoncia. La acuciante necesidad de expulsar todo aquel revoltijo de efervescencias, se convirtió en una urgencia imperial cuando notó que el esfínter se relajaba sin remedio. Salió afuera exclamando: «¡Tengo que salir de aquí, joder!».
Por increíble que pudiera parecer, dejamos de prestar atención a nuestras bebidas y nos giramos en redondo justo para ver cómo el extraño, en el tiempo en el que daba tres pasos y bajo la potente luz de una farola, se acuclilló despojándose de los ropajes que cubrían sus vergüenzas. De tan embarazosa guisa y renunciando a toda clase de recato y dignidad, en pos de un alivio de catarsis divina, el tipo profirió un aullido lastimero dirección a la luna, que se propagó por todo el espacio aéreo de la Cataluña central, a la vez que una amalgama amarronada de materia diarreica impactaba sobre la acera con un sonido de acuosa pastosidad.
Cuando acabó aquella pesadilla escatológica, debido al brusco contraste de temperaturas, la feroz deposición despedía vapores como una perturbadora forma de vida alienígena.
Nunca volvimos a ver al extraño.
13/12/21
91. Síndrome de la silla vacía
El otro día oí hablar del síndrome de la silla vacía. Actúa en quienes han sufrido la pérdida de un ser querido al que se recuerda en un momento dado en las reuniones —ya sean familiares o amistosas— que propician las fechas señaladas. La silla vacía provoca la evocación del cadáver, intensificando la ausencia no superada y del todo irremediable del mismo. Eso pensaba yo hasta que, con el atrevimiento que otorga la confianza, le pregunté al abuelo Ursucino —al que llamo así por respeto a su anonimato— qué hay de cierto sobre el uso que hacen él y su familia de ciertas artes oscuras y ancestrales, por mí del todo temibles e insondables.
El abuelo Ursucino me explicó que enviudó hace unos cinco años. Las primeras navidades que pasó sin su mujer, él y su familia extensiva experimentaron el llamado síndrome de la silla vacía, que los sumió en un estado de tal aflicción, que decidieron ponerle sobrecogedor remedio. Ahora entiendo por qué en las navidades posteriores al funeral, en la silla del comedor en la que antaño se sentaba llena de vida en estado corpóreo la difunta abuela Arnulfa, colocan como un comensal mudo e inquietante la tabla Ouija con la que la traen de vuelta.
9/12/21
90. Adicciones
Dos tercios de la población mundial, a falta de otra sustancia más cara por todos conocida cuando no hay billetes, se amorran al hocico trapos empapados en gasolina o disolvente. El resto beben sin tener sed. Yo, que soy más normal, solo me llevo a la nariz los libros vírgenes. Los Klínex no cuentan. Es lo que sucede cuando desde la tierna infancia lees cómics y libros de diversos géneros año tras año hasta el presente: que desarrollas una adicción que la mayoría de veces deviene en chifladura. En el peor de los casos incluso puedes llegar a tener un blog. A fin de cuentas, en un mundo de espanto la locura sienta mejor que la cordura y es más placentera.
Como os decía, a los libros nuevos les arranco el cartón de embalaje y el plástico protector como si no hacerlo me fuera a matar, y luego, más calmado, los huelo durante unos minutos hasta agotar esa fragancia característica que desprenden. Incluso creo que a veces levito. Después, al goce olfativo, le sigue esa estimulante sensación física de progresión de la lectura al pasar las páginas hasta culminar en la última. Todo un ritual indescriptible. Es el mayor orgasmo que puedes tener sin correrte y estando vestido, aunque nadie dijo que no se pueda leer en pelotas. Ya os contaré llegado el verano. Por otro lado, no sé qué será de mí y mi adicción cuando ya no tenga metros cuadrados habitables en mi piso para almacenar los libros. Sé que ese día llegará y será horrible. Y no porque no tendré sitio donde poner los pies.
Me da pereza ir a la biblioteca y no me veo olisqueando un ebook o una tablet.