Una Nochebuena cualquiera anterior a la pandemia. O a la supuesta pandemia. En cualquier caso, una Nochebuena anterior.
Otra vez la ramera del consumo se nos ha echado encima. Salgo de mi piso para entrar en el ascensor. Otra vez el suelo vuelve a estar orinado. Sé que está mal, aunque no tan mal como permitir que un perro se mee donde no debe, así que imploro a los dioses una muerte agónica a los dueños y me compadezco del perro. Desciendo desde el cuarto piso hasta el rellano. Son las siete de la tarde y ha anochecido. Salgo a la calle dirección al paso de cebra. En el trayecto tengo que sortear la basura que nosotros mismos producimos y varias cagadas de perro. Sé que vuelve a estar mal, pero no tan mal como dejar la mierda de un perro en la vía pública, así que me cago en los familiares directos e indirectos de todos esos amos que son más hijos de perra que los propios perros, a los que compadezco de nuevo.
Creo que tengo un mal día, joder. Debe ser la puta Navidad. El ayuntamiento ha vuelto a maquillar las calles principales y a disfrazarlas con los mismos trajes luminosos de cada año, pero la ciudad sigue apestando a neumático recauchutado y a mala combustión de gasóleo. Se acelera nuestro camino a la muerte, pero es Navidad y hay que disimular la mierda y aceptar que la ciudad vuelva a ser un hervidero de alienación preñado de hipocresía. Enfilo paseo arriba esquivando a miles de personas con las manos ocupadas con sus compras o con el móvil de los cojones. También me cruzo con cientos de familias esclavizadas con alquileres abusivos e hipotecas a saldar en cincuenta años. Pero hay que comprar y regalar. Y por encima de todo mostrar nuestra mejor máscara. Nadie escapa de figurar en esa gran obra teatral de falsedad.
A punto estoy de tropezar con una temblorosa anciana que está sentada con la espalda apoyada en uno de los árboles del paseo. Alza su muñón izquierdo con gesto implorante. Con la mano que le queda sostiene un cartón en el que hay escrito lo jodida que está. No hay ninguna moneda en el cuenco que tiene al lado del cartón. Paso de ella como el resto de la ciudad, asqueándome de mí mismo y de todo lo que me rodea en ese momento. Puede que no entendamos el mensaje que trasmite año tras año la puta Navidad. O que el mensaje tan solo sea un montón de basura. Tú habrías dejado una limosna y seguirías creyendo que eres una persona maravillosa. Pero lo harías para calmar tu conciencia de clase. En realidad solo nos preocupamos de la engañosa comodidad de nuestras jaulas de oro, de que el pesebre y los adornos navideños luzcan bien en los inmuebles que nos vende el banco, y de que a nuestros hijos se les ilumine la cara cuando abran los regalos. No eres mejor que nadie.
Sigo andando. De paso corroboro la escoria en la que nos hemos convertido. O quizá siempre hemos sido así y solo nos hacían falta los medios adecuados para despejar dudas. Tras una hora y media de caminata llego a mi destino. Una gran superficie comercial con una gran superficie para aparcar, ocupada en su totalidad por cientos de vehículos emisores de gases envenenados que matan. En estas fechas las masas parecen ponerse de acuerdo para adorar al dios Consumo y yo también tengo que hacer mi compra. La familia es lo primero. Aspiro hondo, me recoloco los cojones y entro en ese templo donde campa a sus anchas el verdadero espíritu de la gran furcia navideña.
Pese a la enormidad del complejo, en cada jodido centímetro cuadrado del mismo hay un abducido con un móvil o con un carrito. O las dos cosas. Tan pronto soy uno más en la marabunta, las artes del Gran Hermano empiezan a actuar sobre mí.
La intensidad de la luz eléctrica es la adecuada para alumbrar sin ser molesta, todos y cada uno de los artículos que están expuestos con estudiada estrategia para provocar el antojo. Un compendio ininterrumpido de villancicos suena desde todos los rincones del recinto a un volumen calculado nunca irritante, pero siempre subliminal para meterme en situación. Empiezo a sentir el influjo y tengo que hacer acopio de toda la animadversión que me produce el lugar para no ser utilizado. Hay todo un sutil bombardeo de estímulo. Un niño no mayor de cinco años llora cerca de mí. Su llanto, hiriente, se sobrepone al bullicio imperante. Lo busco con la mirada y en cuanto lo veo sé que se ha extraviado y nadie parece reparar en su existencia. Están todos presos de las artimañas a las que casi sucumbo. Me cago en la puta Navidad, joder.
Me acerco al crío y al tiempo que berrea, lo elevo agarrándolo por el cuello de su jersey de Pocoyó hasta tenerlo nariz con nariz. «Deja de llorar, mocoso», le susurro con voz de acero, «tendrás razones para hacerlo dentro de unos años. Créeme». El niño enmudece y no aparta sus ojos de los míos ni siquiera cuando dejo, con lentitud, que vuelva a tocar el suelo. Algo extraño ha ocurrido. Su mirada se clava en la mía y adivino en lo profundo de esa inocencia una especie de comprensión atávica. La irrupción de quien dice ser la madre —una choni poligonera sacada de algún delirium tremens— trunca la conexión visual entre el mocoso y yo. Me pregunto por qué tendrán hijos cierta clase de gentuza irresponsable. Ella me mira como si yo fuera el culpable del llanto del chaval, al tiempo que lo aúpa en su regazo. Con una última mirada de desprecio, me da la espalda y vuelvo a conectar con los ojos del pequeño.
A medida que se alejan hasta desaparecer entre la incontable turba de lobotomizados, el niño se despide de mí con la mano y una sonrisa pura. Yo hago lo propio con la satisfacción de saber que con toda probabilidad he activado algún tipo de resorte en el cerebro de ese pequeño cabrón. Ese mismo resorte que papá Estado trata de mantener larvado. Quién sabe; quizás todavía queda alguna esperanza de que las nuevas generaciones despierten y nos libren de esta puta maldición; de este puto negocio obsceno.
De la puta Navidad.