Restituta tenía un nombre más feo que el incesto entre dos hermanos subnormales. No así como su atractivo, que sin ella saberlo, la convertía en musa de las masturbaciones secretas de la mayoría de hombres y mujeres que la conocían. Vivía en un pueblo primitivo de la puta España rural. Corría el año 1940 y la vida era jodida. Si eras mujer, más. Un día inopinado, Restituta se convirtió en la admiración muda de muchas mujeres del pueblo, y en el objetivo a eliminar del patriarcado imperante, cuando le propinó una patada escrotal a su marido, Bardomiano — feo como una cópula zoofílica—, por no comerle el coño con la frecuencia e intensidad debidas.
Bastante tenía ella con ser, día tras día, ese mero envoltorio donde poder meterla Bardomiano cuando se le antojara, para encima tener que renunciar a tan merecido placer. Qué menos que una demostración sincera de amor de, al menos, cinco veces por semana ante tanto sacrificio ninguneado y servil. Pero Bardomiano descuidó el siempre necesario sexo oral para con su mujer y recibió su merecido. Ante aquel hecho osado e insólito, se desataron un sinfín de habladurías enconadas que se propagaron de puerta en puerta hasta sobrepasar el extrarradio.
La situación era ya irreversible y el mecanismo de la opresión patriarcal-fascista se puso en funcionamiento. Los tres poderes intocables del pueblo: maestro de escuela, médico y cura, junto con la puta de los tres, el alcalde, resolvieron apresar a Restituta y presentarla, con el fin de un escarmiento ejemplarizante, al máximo poder, ya no del pueblo, sino de la época: los verdes tricorniados. Mientras Restituta permanecía tras unos barrotes, los poderes se reunieron en el ayuntamiento para exponer sus argumentos y llegar a un consenso.
El maestro de escuela arguyó que Restituta era una mala estudiante, siempre reacia a las enseñanzas que se impartían por orden del alto mando. El médico sostuvo que la mujer padecía una dolencia mental, con toda probabilidad incurable. Y el cura dijo que, salvo rezar por el arrepentimiento y perdón de aquella oveja descarriada, nada más podía hacer, pues solo al Señor le corresponde juzgar y aplicar justo castigo. El alcalde expresó su deseo de que aquel asunto se zanjara lo antes posible de la manera que fuera, que tenía que hacer la siesta. Y el picoleto sentenció que el asunto se arreglaba como se arregla todo.
Así pues, aquella oligarquía de hijos de puta, mejor alimentados y con mayores bienes que el resto de habitantes del pueblo, concluyeron que la solución era el tiro en la frente y el olvido en la cuneta.
El franquismo también se trataba de reprimir y anular, fuera con la muerte o mediante vejaciones y tortura, cualquier atisbo de empoderamiento femenino.