1/1/24

305. Cosas buenas

    Es bueno constatar que habéis incumplido —otra vez— la lista de propósitos del año pasado. Escribirla tan sólo fue un ejercicio de autoengaño, propio de criaturas carentes de voluntad y no muy cómodas ni satisfechas con aspectos de su vida. No habéis escarmentado y lo malo es que habéis elaborado otra para este año, jajajaja. 

    Quizá es que necesitamos objetivos para seguir adelante, sean los que sean, sin importar si los consumamos a largo o corto plazo, o los aplazamos año tras año. En estos tiempos en los que la verdad cada día está más muerta, la mentira es un salvavidas si la disfrazamos de ensueño.

    También es bueno comprobar que aún conservo las ganas sobrias, anímicas y etílicas del primer día, de ametrallar el teclado de mi ordenador viejo e incombustible para embellecer o embrutecer un poco más el contexto. La pulsión sigue intacta a pesar de los episodios inevitables de hartazgo y desencanto.

    Y sigue siendo gratificante escribir mierda con la llegada del alba o del ocaso, ya sea para dos o doscientos desconocidos, mientras maldigo los males seculares, carcajeo al techo y la música del desorden desgarra las paredes. Todavía es alentador eructar con delectación después de programar otra entrada más con la que contaminar la red y esparcir el mensaje.

    Al fin y al cabo sólo se trata de continuar creyendo que se tiene algo que decir, ya que si no fuera así sería porque todo marcha bien, ¿verdad?

    


28/12/23

304. Fin de año

    A 2023 le quedaban cuatro pulsaciones de vida y nosotros estábamos a cuatro días de estar un año más cerca de la muerte. Muchos ya no teníamos veinte, treinta, ni cuarenta años, y ya habíamos vivido más tiempo del que nos quedaba. De momento la Tierra seguía sin engullirnos, los océanos no irrumpían en nuestro salón, el cielo no se nos caía encima y a ningún dios le parecía importar que existiéramos.

    En fin: simples menudencias existenciales que no perturbaban a nadie. También habíamos superado el primero de los tres rituales de paso y la ciudad seguía convulsionada por la proximidad del segundo. La ola de frío había remitido, el sol brillaba con intensidad mortecina y los indigentes eran expulsados de los refugios oficiales, pues la temperatura era superior a cero.

    Estábamos entrando, como en Nochebuena, en el obligado estado de ebriedad colectiva. No obstante, algunos aún nos resistíamos a esos convencionalismos de vodevil, y sonreíamos tranquilos bajo el entramado lumínico de las calles mientras lo poco que quedaba de cordura se derrumbaba a nuestro alrededor. Joder, lo importante era mantenerse con vida en medio del caos.

    Sobrevivir anclados en nuestro suelo de bloque de viviendas también era una buena opción, y desde el balcón en el que Santa Claus-niño se balanceaba colgado del cuello, desafiar los ritmos de destrucción, insonorizarse del creciente número de gilipolleces que se emitirían en televisión las próximas horas, y abanderar la queja por vicio tan de occidente y de países desarrollados, porque el apocalipsis sucedía en lugares lejanos.

    Pero claro, nadie sabe cuándo la maquinaria acabará por pararse, o cuándo llegará la desgracia imprevista, el accidente impredecible, la enfermedad y todos esos horrores tan reales y omnipresentes. Los cabalistas siguen sin saber descifrar el misterioso significado de los números, pero seguro que el año entrante lleva escrito en cada uno de sus dígitos el principio de nuevas vidas y el fin de otras tantas. 

    Quién sabe si la tuya o la mía.



25/12/23

303. Canción agradecida

    La canción agradecida llega hasta el calor de vuestros hogares sin problemas de estreñimiento y con la mayor sinceridad. Para que podáis cantarla a coro con vuestras familias entorno a la mesa en este día tan especial. Unámonos a pesar de la distancia y cantemos en gran hermandad.



21/12/23

302. Sinhogarismo

   Quién arropará a los sin techo cuando el frío cortante de la noche los encuentre en la suciedad de los callejones. Cuando sea la muerte helada la que se abra paso en la desesperanza de los suburbios, entre la herrumbre y las agujas hipodérmicas de veneno.

    Quién compartirá mesa con los sin techo cuando se den un gran banquete con los desechos hurgados en los apestosos contenedores de basura global. Quién brindará con ellos cuando beban hasta emborracharse de locura y suicidio, porque la prontitud de la muerte es lo único que pueden celebrar. 

    Quién los abrazará en lugar de esquivarlos cuando estén apiñados en las escaleras de la entrada del metro para darse calor. Quién irá a visitarlos con buenos deseos cuando estén acurrucados bajo el cobijo inútil de los cartones porque el albergue estaba lleno.

    Quién los llorará cuando yazcan en un ataúd anónimo, junto con los restos de aquellos que tuvieron mejor vida y creían saber algo del dolor. Quién se acordará de ellos en este mes tan maravilloso de amor, paz y alegría.

   


18/12/23

301. El loco

    La ciudad en la que vivía el loco estaba siendo bombardeada con publicidad navideña desde mediados de noviembre. Para contrarrestar la contaminación acústica de los villancicos de su entorno, el loco subía el volumen de su música y de paso se abstraía de la gran maniobra de distracción en la que estábamos inmersos. El loco seguía convencido de que la Navidad era un gran espectáculo superpuesto, ideado para que la realidad quedara relegada a un plano muy remoto y complicado.

    El loco bajó a la calle, giró sobre sí mismo y observó que en tres de cada cinco balcones trepaba un Papá Noel inanimado. Así que como siempre por estas fechas, vistió de Papá Noel a su última víctima del año para contribuir a la tradición. Los viandantes nunca apreciaban nada fuera de lo común. Como mucho comentaban entre risas que pocos regalos dejaría en casa ese pobre Papá Noel estando colgado del cuello. Así de estúpida era la Navidad, pensaba el loco, mientras sonreía tras las cristaleras de su balcón y el año se precipitaba a su fin con otro niño menos en la ciudad.


14/12/23

300. Paseando al perro

    Como cada mañana, Cañardo, inquieto de naturaleza y de apretones estomacales centrifugados, espera ansioso su paseo crepuscular. Su mirada, aunque canina, deja entrever una inexplicable humanidad y la nada. Y por consiguiente la misma opacidad que percibo en el noventa por ciento de mi entorno social y en el cien por cien de la casta política. 

    Por otra parte, tan singular sabueso carece de gustos sofisticados: le basta con comer a deshora y dislocar el hombro de Eufrasio, su dueño, cuando arranca de su posición para olfatear los esfínteres de otros canes. En los momentos de sosiego, Cañardo orina en lugares inaccesibles para el humano, se lame el escroto con fruición y ladra a los vehículos con rotativos luminosos y a los pizzeros motorizados.

    Esta mañana, Eufrasio y yo nos miramos y ratificamos que Cañardo, que también nos mira intuyendo nuestra debilidad, va a utilizar todo su repertorio. De modo que nos pertrechamos con todo el equipo de supervivencia, consistente en un látigo, un collar asfixiante, un puño americano y una bolsa de plástico ignífugo XXL, puesto que el chucho no sólo depone en lugares indebidos, sino que sus heces son del tamaño de la rueda de un tractor. 

    También ropa cómoda y adecuada para la lucha de especies: un gorro de invierno cuya palabra estampada no es otra que la amigable y universal motherfucker; una gastada sudadera en la que apenas se aprecia la portada de un disco de Anthrax del 83; una chupa de cuero parcheada con logotipos de grupos de metal que mire por donde se mire parece el cartel del Hellfest; unos tejanos con más kilómetros de rodaje en la lavadora que el nardo de tito Siffredi en el porno, y unas botas de recio cuero por si hay que patearle el costillar o la huevada.

    Así pues, vamos los tres transitando la calle bajo un desapacible cielo invernal, cuando de súbito, los noventa y tres kilos de Cañardo esprintan hacia una farola cuya base está bautizada con meadas añejas y recientes. En tan enérgica acción derriba a Eufrasio que a su vez me derriba a mí, y ambos aterrizamos en una acera moteada de chicles y escoria diversa. Mientras recobramos la compostura y  Cañardo olisquea, haciendo footing aparece nuestra vecina Preciliana, una hippie recauchutada de cincuenta y siete años de edad reconvertida a profesora de yoga.

    —¡Anda, si son dos tontos muy tontos! ¿Qué pasa? ¿Las nueve de la mañana y ya vais cocidos?
    —No. Estamos paseando al perro y nos ha tirado —contestamos al unísono mientras nos ponemos de pie.
    —¡Mira que bien! Y yo que me pensaba que era un Tiranosaurio Rex —bromea Preciliana desde una distancia prudente y corriendo sin moverse, sabedora de la destructiva efusividad de Cañardo.
    —Cuidado con lo que dices, Preciliana, no vaya a ser que Cañardo te quiera dar un lametón y te joda los chacras —contesta Eufrasio sonriendo mientras sujeta las riendas que Cañardo tironea con ahínco.
    —¡Ni se os ocurra tirarme esa cosa encima, mamones! —exclama Preciliana reanudando su carrera matinal.

    Al tiempo que Preciliana se aleja, Cañardo contrae los cuartos traseros, deja caer la lengua a un lado y un hedor denso como el ectoplasma obtura nuestras fosas nasales. Eufrasio y yo miramos escalofriados, pues la ciclópea cagada de nuestro querido cánido presenta la consistencia del hormigón armado y los vapores mefíticos del más rusiente Averno. En un gesto de acostumbrada resignación recogemos la titánica deposición, sabedores de que el hedor que desprende persistirá largo tiempo en nuestros ropajes. 

    Acabado nuestro acto de civismo en pro de la higiene pública, continuamos el paseo por la parte céntrica de la ciudad, que a esas horas de la mañana ya respira a todo pulmón ofreciendo una bullente actividad. Al cabo de varios metros nos encontramos con el antagonista de Eufrasio y Cañardo: un anciano de rasgos similares a los de Saruman, que pasea algo parecido a una barrica peluda. Dicha criatura, en consonancia con el caminar de su dueño, que se mueve a la velocidad de lo inanimado, avanza por instinto un nanosegundo por encima de la velocidad de su amo, sacándole así tres metros de ventaja merced a la correa extensible y al paso de los años.

    Cada vez que nos cruzamos con el abuelo y su barrica peluda, los tres metros de nailon suponen un arma de destrucción masiva. Eufrasio y yo ignoramos el atractivo animal que despierta en Cañardo la presencia del ponzoñoso ser que pasea el anciano. El caso es que Cañardo, cegado por sus feromonas o por una ambigua homosexualidad gerontofílica, arremete vigoroso contra esas dos formas de vida que se mueven en ultralentitud, y se enreda de nuevo en los tres metros fatídicos de nailon. 

    El viejo y su criatura peluda permanecen inmóviles como si estuvieran atrapados en un fotograma congelado de Matrix (1999). Eufrasio abre con cautela los dedos del viejo y yo cojo la correa y la libero. El anciano parece disecado y no parpadea. Comienzo a desenredar las correas de los canes con el pulso firme. No así como mis orbiculares que vibran incontrolados. Entretanto Preciliana vuelve a aparecer con su deportivo trote y sin detenerse nos obsequia su dedo medio y una sonrisa dentífrica. A su vez Cañardo aúlla y Eufrasio y yo nos miramos horrorizados: ese sonido es la señal previa a la monta. Cañardo se dispone a solazarse con el pobre bicho, que al igual que su amo se encuentra en estado vegetativo.

    Mi amigo y yo nunca hemos sido partidarios de la necrofilia con el propio sexo, por lo que nos apresuramos en el desenredado del correaje para liberar a Cañardo, y de paso salvar la retaguardia de la barrica peluda. Después continuamos nuestro camino y dejamos atrás las siluetas inanimadas del viejo y su cuadrúpedo, mientras que Cañardo, sabedor de que ha vuelto a ganar, nos mira sonriente y satisfecho.


    P.S.: Cabe aclarar que la expresión «patearle el costillar o la huevada» es la única parte del relato que corresponde a la ficción, así como la tenencia y uso de utensilios denominados puño americano, látigo y collar asfixiante. 


    P.P.S.: Cañardo es un mastín español perfectamente socializado que no humanizado, que desde el minuto uno de su nacimiento se le han dispensado —y dispensan— todas las atenciones y estímulos pertinentes según su genotipo y fenotipo. 

    P.P.P.S.: Si tú eres de aquellos que no sabes ni el perro que tienes y lo que querías era un animalito que no te diera trabajo, haber adoptado un virus, que hasta hace poco estaba de moda.


11/12/23

299. Cenas de empresa

    Aunque comimos y bebimos también hubo despliegue de corte y confección sin comerlo ni beberlo. 

    El que tenía a mi izquierda puso verde al de la esquina derecha de la mesa. Y el que tenía a mi derecha puso de vuelta y media al de la esquina izquierda. De los tres que estaban frente a mí, el de la derecha puso a parir al de mi izquierda. Y el de la izquierda puso como un trapo al de mi derecha. De igual modo, el que estaba en la esquina izquierda de la mesa echó pestes del que yo tenía enfrente. Y el que estaba en la esquina derecha me puso a mí a caer de un burro.

    Entre el resto de comensales de las otras mesas percibí las mismas posibilidades aleatorias de despelleje. Los modistas y sastres allí presentes ejercieron su dominio de la alta costura desde los entrantes hasta el pago en la caja registradora. Las puntadas se abrieron paso entre las risas y los brindis, nos vistieron con las peores galas, y el que más y el que menos salió del restaurante —eso sí— con un traje gratis echo a medida. 

    Incluso los que no estuvieron.



7/12/23

298. Ciudad podrida

     Ya es diciembre en la ciudad. Por ella repta un humo azulado que se cuela por todas las rendijas hasta llegar a nuestras entrañas con un leve hedor a podrido. Quizá provenga de las fogatas de los arrabales. Entorno a ellas se congregan, encogidos, los habitantes de las chabolas para contrarrestar la mordida del frío. 

    En la ciudad también hay trenes de cercanías que circulan vacíos en la hora de las brujas. Atascos donde cientos de monstruos de hierro aúllan de ira y nos escupen su aliento mortal. Y semáforos en rojo que iluminan el rostro inanimado de los olvidados, porque aunque no los veamos también figuran en este escenario moribundo.

    Tampoco crecen flores en la ciudad, porque sus cimientos se pudrieron de tanta frustración que se arrastra por las alcantarillas. Tan sólo miedo susurrando en los parques y aceras salpicadas de sangre a plena luz del día. Y disparos y alaridos a medianoche que nos recuerdan que no existe lugar seguro. 

    Pero tenemos tecnología, torres de telefonía móvil y alta tensión. Y cementerios, sanatorios y hospitales donde los cuerdos y los locos nos encontramos, porque todos tenemos algo que perder. Porque sólo cuando el colapso es absoluto se percibe la ausencia de todo. 

    En fin, que no me he ido de puente. 



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