Cuando yo era pequeño, recibía los veranos con entusiasmo desaforado. Aquello duró hasta el 31 de marzo de 1989. Por lo visto, el Estado estableció que la edad mínima para empezar a trabajar era a los dieciséis años. De modo que mi padre sentenció: «Este verano empezarás a trabajar». No me preguntó si me parecía bien, mal o regular. Sencillamente, era algo que iba a suceder.
Tampoco pudo ser de otra forma. A mis padres, de origen humilde, nunca les ha tocado la lotería ni sus apellidos son de alta alcurnia. Además, conociéndolos, jamás iban a consentir que yo y mis hermanas formáramos parte de esa subespecie improductiva —por aquel tiempo en ciernes y hoy en día abundante— de parásitos, inútiles y vividores que nos rodea. También podría haberme dedicado a la política o pretender el alzacuellos, sí, y no habrían podido evitarlo. Pero como me inculcaron dignidad y honradez, tampoco fue posible.
El sitio donde me vi obligado a trabajar es una empresa de automoción ubicada en el pueblo donde me crié. En la actualidad, continúa con la reparación tanto de coches como de maquinaria ligera y pesada. El dueño y fundador, casado pero sin hijos, se llamaba Lluís (Luís en el idioma del país vecino, orientación sur) y murió a los noventa y tantos, al timón de su empresa. En el pueblo era conocido como Lluiset (Luisito para el bilingüe que opta por el monolingüismo castizo). Así pues, yo, con dieciséis años, empecé a trabajar en el Lluiset.
Eso supuso mi primer contacto, no solo con el mundo laboral, sino también con el mundo de los adultos que, como sabe el lector asiduo de esta bitácora, aborrezco hasta límites inenarrables. No solo por ser un mundo complicado, fallido y estúpido, sino también por ser el verdugo de mi felicidad plena y el principio de la venta del resto de mi vida hasta la jubilación, aún por llegar. Casi nada.
Aquel verano fue todo un punto de inflexión, puesto que aprendí verdades duras, desagradables y valiosas respecto al dinero y al funcionamiento del mundo, que se reafirmaron en los años venideros en todos los aspectos. Llegó el otoño y continué con mis estudios. Elegí la rama de electricidad en formación profesional. No porque tuviera vocación. De hecho, nunca en mi vida he sentido vocación o interés alguno por ningún trabajo o carrera de cuantos existen. Tan solo elegí electricidad por una cuestión de proximidad: estaba cerca de donde vivía.
Estudiaba y aprobaba casi por inercia, como un autómata, y así llegaron los diecisiete años y otro verano en el que volví a trabajar en el Lluiset. Ya no era un mero aprendiz. Tenía una base sólida de teoría y la experiencia del verano anterior, así que no solo aprendía, y mucho, sino que también producía y ganaba dinero. Poco, pero sentía que aquel trabajo, sin gustarme, me conducía a algún lado. Mientras que en la Politécnica me sentía en punto muerto, cada vez más vacío y hastiado. Cuando les dije a mis padres que no quería seguir estudiando, no pusieron objeción alguna. Tenía trabajo.
Y trabajando llegué al 31 de marzo de 1992 y a los dieciocho años. Era mayor de edad y la secretaria del Lluiset, Teresa, que moriría tres meses después por un fulminante cáncer de estómago, me dijo que subiera a la oficina del jefe cuando acabara mi jornal. Nunca olvidaré lo que me dijo: «Bien, ahora tienes dieciocho años y, según la ley, tendrías que cobrar 56. 280 pesetas mensuales. ¡Eso ni te lo pienses! Te necesito y me haces falta. Cobrarás 46.000 y, si no te gusta, que corra el aire». No me extrañó. Mi padre conocía al Lluiset de hace muchos años y me dijo que eso sucedería. Y yo ya sabía que existían las ilegalidades y los abusos de poder, solo que todavía no los había experimentado.
Llegué a casa y expliqué a mis padres lo ocurrido. Mi madre se enfureció como se enfurece siempre ante las injusticias, sean cercanas o ajenas. Mi padre se rio y yo también, y me preguntó qué había decidido. Y contesté que decidí continuar. Conocía a los trabajadores y conocía el trabajo. Y, a fin de cuentas, sabía que no iba a encontrar otro que me gustara, puesto que no me gustaba ninguno. Se trataba de vender mi tiempo en un lugar que, al menos, no me asqueaba, y eso ya lo tenía, aunque fuera cobrando por debajo del salario mínimo interprofesional de la época.
Aquella decisión resultó ser una de las más acertadas de mi vida. Aunque también, ese año, cometí uno de mis mayores errores.