9/6/25

454. Aquel verano del 86

    Es usted la primera periodista que viene a visitarme, y ya le digo que no pienso cambiar una sola palabra de mi declaración. No lo hice antes ni lo haré ahora, me crea o no. Recuerdo muy bien lo que ocurrió y lo que vi, pese a los treinta y nueve años que llevo tras estos barrotes. Era él, ¿de acuerdo? Y nada me hará cambiar de parecer.

    No piense que lo conocí durante una noche de tormenta o algo similar. Nada de eso. Jamás he creído en semejantes bobadas hasta que sucedió lo que me condujo hasta esta celda. Pero si quiere escribir un libro sobre mi caso, tendrá que ser con lo que yo le explique, y no podrá cambiar una sola palabra. Bien, póngase cómoda y tome nota.

    Verá, por aquel entonces yo iba de ciudad en ciudad con mi caja de herramientas y poco más. Siempre había alguna vivienda con una persiana atascada, un electrodoméstico que no funcionaba o un fregadero embozado. Era un superviviente, ¿comprende? Arreglaba cosas y con lo que ganaba me bastaba para pagar la estancia en la pensión más barata que encontrara. Nunca he sido una persona de lujos.

    Todo empezó en el verano de 1986, en una diminuta localidad de Arizona. Hacía un calor de mil demonios, y hasta bien entrada la noche el aire era un abrazo de fuego capaz de derretir todo lo que encontrara a su paso, puede estar segura. Un día de aquellos entré en el primer bar que encontré. No me pregunte el nombre porque no lo recuerdo. Solo quería relajarme y echar unos tragos hasta que se pusiera el sol.

    En aquel momento no había muchos clientes. Únicamente cuatro o cinco semblantes resplandecientes de sudor, que me observaron por un segundo y retornaron a sus bebidas. Y otros tantos cuerpos del todo indiferentes, que parecían licuarse lentamente en su propia inmovilidad. Y no los culpo, de veras. Los ventiladores del techo estaban en marcha, pero nada se movía allí dentro, salvo el tiempo que transcurría a cámara lenta. Era como estar en el espejismo febril de un muerto de sed, no sé si me entiende.

    Entonces la vi, apoyada en una de las columnas del fondo del bar. Joven, morena y del todo cautivadora. La insolencia erótica de sus curvas moldeaba un vestido corto y ajustado que la hacía poseedora de una belleza salvaje como no he visto en ninguna otra. La sentí a años luz de mis posibilidades, y créame si le digo que este anciano que le habla, en sus buenos tiempos, era un tipo de lo más apuesto que apenas requería esfuerzos para llevarse a una mujer a la cama.

    Como nunca he tenido miedo al fracaso, decidí intentarlo y, qué quiere que le diga, pasé con ella la mejor noche de mi vida. Antes de dormirnos, ya de madrugada, quedamos en volver a repetirlo. De hecho, y jamás me había pasado con ninguna otra, ya no imaginaba vivir un solo día sin ella, y cuando me desperté a media tarde y vi que no estaba a mi lado, tuve una sensación de abandono que aún dura.

    En los días que siguieron, la obsesión por aquella mujer empezó a devorarme sin que me diera cuenta. Por mucho que preguntara por ella y me prodigara en describirla a cuantos clientes hubiera en el bar, todos respondían con negativas y evasivas. Yo siempre era el último en salir, y cada noche regresaba solo a la pensión, más abatido que el día anterior e incapaz de conciliar el sueño.

    Por si fuera poco, todo cuanto hacía para ganar algo de pasta salía mal. Era como si, con su desaparición, también se hubiera esfumado la buena suerte que siempre me ha acompañado. Y de pronto ya no quise verla, ¿me entiende? La odiaba con toda mi alma. Y cuanto más mal le deseaba a ella, más enfermo me sentía yo. Entonces no sabía hasta qué punto aquella mujer había envenenado mi mente, pero sí sabía que había llegado el momento de irme tan lejos como pudiera de aquel maldito lugar.

    Como otras veces, solo tendría que hacer autostop y algún que otro conductor pararía, dispuesto a llevar a un tipo de aspecto cansado que viste un mono de trabajo y carga con una caja de herramientas. Pero antes, decidí ir al bar a echar un último vistazo y hacer unas últimas preguntas. No me pida que le explique por qué, pero tenía que hacerlo. Solo sé que tenía que hacerlo.

    Así que entré, dispuesto a no quedarme mucho rato. Y ahí estaba ella, única y magnífica, junto a un tipo cuyos dedos mugrientos sostenían un cubito de hielo que paseaba por donde, tres semanas antes, yo había dejado mi aliento y mis besos con total devoción. Entonces ella me miró, desafiante y altiva, mientras el cubito de hielo se deshacía en su cuello en lentas gotas descendentes.

    Ya sabe lo que vino a continuación, ¿me equivoco? Pero lo contaré de todas formas. Me abalancé sobre ella empuñando la llave más pesada que llevaba en la caja de herramientas. Y la golpeé una y otra vez hasta matarla, y aun así seguí y seguí hasta que de su rostro no quedó nada. Y ahora es cuando viene la parte increíble de la historia, señorita. Y no me refiero a que la clientela del bar no hiciera nada por detenerme. Supongo que debían estar todos bastante horrorizados como para reaccionar.

    Salí del bar salpicado de sangre hasta la cintura, y empecé a andar hasta que dejé de oír los gritos de los testigos. Dos calles más abajo, me acerqué a una boca de incendios que perdía agua. Cerré los ojos y me mojé la cabeza y la cara como en un bautismo, hasta sentirme… cómo lo diría… purificado. Y cuando los abrí, ella estaba en la acera de enfrente, apoyada en una farola y sin quitarme la vista de encima.

    Por supuesto, tampoco me creerá si le digo que me señaló con ademán condenatorio mientras echaba la cabeza hacia atrás y se carcajeaba con desprecio bajo aquel sol infernal, ¿verdad? Ni cuando en ese momento sentí como si ella me arrancara algo de muy adentro que nunca más volvería a pertenecerme. ¿Sabe a qué me refiero, señorita? Sí, lo sabe, pero no se atreve a decirlo.

    Dígame, ¿cómo se explica que a los dos días de mi supuesta barbarie, el cadáver de la mujer desapareciera de la morgue y todavía, después de tanta búsqueda exhaustiva, no haya rastro de él? Ja, ja, ja, yo se lo diré: no es posible encontrar al diablo. Siempre es él quien te encuentra, sobre todo cuando tiene hambre. Y en mi caso vino a mí en una de sus múltiples formas femeninas.

    Sigue sin creerme, ¿no es cierto? Haga una cosa: viaje hasta Arizona el próximo verano y vaya a la dirección exacta donde se encuentra la farola donde la vi a ella por última vez. Procure estar presente en el día y la hora precisos en los que presuntamente enloquecí, y trate de ver lo que vi yo, segundos antes de que uno de los agentes de policía me introdujera en la parte trasera del coche patrulla.

    Verá, si se atreve, lo que veo yo todas las noches desde aquel día cuando intento dormir.

    Verá una serpiente desapareciendo bajo los pliegues de un vestido tirado en la acera.


5/6/25

453. Ahora pronto

    Ahora pronto, las mismas personas que, mediante la queja, nos recuerdan durante todo el invierno el frío que hace, por si no lo sabíamos, también nos recordarán, del mismo modo, el calor que hace en verano. Menos mal que cuando llueve, aun siendo abanderados irritantes de lo obvio, se abstienen de expresar lo mucho que moja el agua.

    Ahora pronto, varias mentes poseedoras de una bitácora apagarán el flexo del escritorio y le darán la espalda a la máquina de escribir porque se irán de vacaciones. De vacaciones de sus bitácoras, para ser precisos, cuando yo anhelo que lleguen esos días de libertad para disfrutar de la mía tal como me gusta.

    No quiero decir que la actualizaría cada día si no trabajara. Dos veces por semana durante todo el año es un ritmo de publicación aceptable, al menos para mí. Pero sí procuro escribir cada día si el puto trabajo me lo permite, aunque el material que surja sea más apto para la paz del estiércol que aprovechable.

    El día que no escribo me resulta frustrante, dado que me siento como si me quedara con hambre o sed; con sueño o deseando correrme cuando tu pareja ya lo ha hecho tres veces y desea que acabes. No hay realización ni consumación: tan solo la sensación de lo inconcluso, de que algo queda por hacer por encima de todo después de tus necesidades vitales.

    Quizá no sea muy normal, pero así es. De modo que, ahora pronto, empezaremos a no ser tantos por estos parajes cibernéticos, salvo los obsesionados e inagotables de siempre, aunque nadie nos lo pida. Y lo entiendo, claro: el amor al arte (sea lo que sea eso) no nos golpea a todos por igual, y cada uno tiene sus prioridades y su propio tempo.

    Ahora pronto, por estos territorios, empezará a instalarse cierta inactividad.



2/6/25

452. Un universo aparte

    Lo que viene a continuación es una canción que empieza con un fragmento de la película K-Pax (2001), basada en la novela (1995) con el mismo título de Gene Brewer.

    —El paciente afirma que no es humano y que viene de otro planeta. ¿No tenéis leyes?
    —Ni leyes ni jueces.
    —¿Cómo distinguís el bien del mal?
    —Todo ser del universo distingue eso. Los humanos, la mayoría, suscribís la política del ojo por ojo; una vida por otra. Los humanos... Te aseguro que cuesta imaginar cómo habéis llegado tan lejos.

    A mitad del tema, cuando ya nos tiene atrapados, viene otro fragmento:

    —Estoy confundido, pero tal vez puedas explicármelo. ¿Cómo es posible que, al ser un visitante del espacio, te parezcas tanto a mí o a cualquier otra persona de la Tierra?

   Para saberlo tendrás que escuchar la canción, ver la película o leer la novela. Aunque para ser preciso, yo no lo hice en ese orden.



29/5/25

451. Única y real

    Tal es nuestra soberbia, que a pesar de que te conocemos, no cesamos de abusar de ti y lastimarte. ¿Por qué debiéramos suplicarte, pues, que no nos castigaras? Por qué no íbamos a entender que arrasaras nuestras pertenencias materiales hasta provocarnos el llanto. ¿Por qué no aceptaríamos que nos segaras la vida sin dudar, sin hacer distinciones ni preguntas?

    Quizá porque somos odiosos y mezquinos.

    Pero así de ecuánime eres, como ninguno de nosotros podrá serlo jamás por mil y una leyes que poseamos. Por lo tanto, ¿por qué debería considerarte como la más destacada asesina en serie de la Historia? ¿Acaso no nos matamos los unos a los otros desde el principio de los tiempos sin tu ayuda? ¿Y por qué debiera horrorizarme tu superlativa capacidad de destrucción? ¿Acaso nosotros no hemos creado armas igualmente efectivas y nos vanagloriamos de ello?

    Me reconforta saber que, aunque nuestra maldad y estupidez nunca tocará techo, tú seguirás unos pasos por delante, como siempre ha ocurrido y siempre será. Lo harás en el mismo camino de leyes fijas e inalterables por las que te riges, siguiendo tus propios planes. Y como portadora de vida y muerte que eres, cada vez que lo consideres, nos recordarás a justos y pecadores quién gobierna de veras sobre todas las cosas. 

    Sabemos que lo harás estremeciendo la tierra, sacudiendo el océano, enfureciendo el aire o vomitando fuego. Lo que desconocemos es cuándo y dónde.

    Y eso te hace real y única.




26/5/25

450. Parecido sobrenatural

    En una de mis últimas caminatas recurrentes por la foresta, he visto a un par de jóvenes poco agraciadas practicar en el verde mullido una suerte de taichí. Digo suerte porque los movimientos, aunque lentos, estaban muy lejos de ser fluidos y coordinados, y sí rayanos en lo grotesco, por lo que dudo que surgieran de una meditación y respiración controladas.

    De verlas, estoy seguro de que el honorable monje taoísta Zhang San Feng hubiera aullado de horror. Tan torpes eran los ademanes de esas chicas, que me he preguntado si no estarían bajo los efectos de algún narcótico u opiáceo. O es que, sencillamente, no están hechas para las artes marciales primigenias e, ignorante de mí, tan solo estaban invocando a Pan, el dios de los bosques

    Es que en ocasiones, y muchas sin querer, además de la cerveza y la música anárquica, me gusta ponerme un poco místico. Sobre todo cuando un sol que todavía no quema me acaricia la cara y el aire aún fresco dispersa mis ideas de pirado inofensivo. Aunque si bien la coreografía de las muchachas parecía de otro mundo, os aseguro que no presencié nada de veras sobrenatural.

   Sin embargo, antes de ir a mi porción de cielo y relatar esto, he parado en el bar habitual, dispuesto a consumir de manera responsable como auténtico animal de codo en barra. Y en el lugar donde suelo sentarme, había un individuo idéntico al profesor Saturnino Bacterio, ese entrañable personaje creado por el no menos entrañable maestro Francisco Ibáñez. 

    Y eso sí que me ha parecido sobrenatural de cojones.  




22/5/25

449. Consigue tu pedazo de cielo

    Siempre se ha dicho que cuando una vivienda se convierte en tu hogar, pasa a ser otra cosa que va más allá del apego. Algo así como una pieza vital de tu organismo o una extremidad más de tu cuerpo. Claro que para eso, como es obvio, primero hay que tenerla y, si puede ser, no acordarse mucho de la hipoteca a treinta años o del alquiler abusivo, aun teniendo medios para pagar lo uno o lo otro.

    Pienso, sin temor a equivocarme, que ese vínculo tan profundo no se crea con las construcciones que surgen de la indigencia. Ya sabes: modestos habitáculos de cartones, plástico, retales... Ni tampoco, diría, con tiendas de campaña, automóviles, puentes, bocas de metro y similares, por mucho que cobijen de la lluvia, pero nada de las bajas y altas temperaturas.

    A menudo me asalta la casi certeza de que hay personas, mayoritariamente jóvenes, que jamás experimentarán el tener una vivienda que pase a ser un hogar. No van a disfrutar de esas cuatro paredes y un balcón que con el tiempo sientan como un santuario que respira con ellos. Me refiero, claro está, a viviendas dignas y asequibles, y no a zulos claustrofóbicos de precios indecentes por obra y gracia de la mafia inmobiliaria.

    Una historia ultrajante conocida por todos, demasiado larga ya y de final incierto. Al igual que yo, espero que tú también seas de esas personas suertudas que consiguieron su cacho de cielo y se volvió hogar.



    

19/5/25

448. La riña

    Estaba en el balcón de mi nicho vivienda leyendo el Necronomicón, el cual cogí prestado de las sangrientas estanterías de la librería El Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados, cuando, del piso de arriba, llegó hasta mí una desgarradora súplica de auxilio que decía así: «¡Cabróoooooooniiiiidaaaaaaaaaaaaaaaaaaaas, ven aquíiiiiiiiiiiiiiiiiiii! «¡Coooooooooreeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!».

    Era la voz de la anciana señora Tere, que otra vez requería de mis habilidades domésticas, ya fuera para desatascar el desagüe de la pica de la cocina, el retrete, cambiar alguna bombilla o resintonizar los canales del televisor. Pero aquella urgencia en la voz era novedosa, y me hizo pensar en algo más serio que meros contratiempos. De modo que cogí una copia de las llaves de su piso que tuvo a bien dejarme, y salí como una exhalación.

    Me sorprendí mucho al encontrar a Gertrudis, mi anaconda venezolana de ocho metros y doscientos kilos, explorando con calma el cuarto de coser de la señora Tere. Ella la miraba con los ojos desorbitados desde lo alto de un taburete en un rincón, empuñando una sartén paellera con ambas manos.

    —¡Niiiiñooooooo, llévate a esa bicha de aquíiiiiiiiiiiiiii!
    —¡Joder, Gertru, esto no es lo que habíamos hablado!
    —¡Ay, mi alma! ¡No me digas que esa culebra es tuya! ¡Y encima se llama Gertru, como mi nieta!

    Gertrudis, del todo ajena al estado de alarma de la señora Tere, olisqueaba con su lengua bífida aquel lugar recién descubierto.

    —No se preocupe, señora Tere. La tengo adiestrada para que solo se nutra de guardias civiles, concejales de Vox y similares. 
    —¿Ah, sí? ¡Pues que aprenda también a tocar el timbre de la puerta, leñe!
    —Es que es un poco desobediente, y muy curiosa...
    —¡Y yo muy vieja para estos sustos! Anda, ayúdame a bajar del taburete, que no sé ni cómo me he subido.
    —Vale, pero no me atice con la sartén, eh.

    Me acerqué y cogí el cuerpo quebradizo y enjuto de la señora Tere como hace un príncipe de cuento con su prometida, y salimos de la habitación con elegancia de alta alcurnia, no sin antes dirigirme a Gertrudis cuando pasamos por su lado. 

    —Ya hablaremos tú y yo, ya. ¡Te dije que te presentaría a la Tere de manera formal!

    Gertrudis nos miraba desde bajo. Lengüeteó a una  velocidad ocho veces superior al desenroscado por soplido de un matasuegras, agachó su enorme cabeza y se cubrió los ojos con la punta de la cola.

    —Sí, sí, ahora hazte la arrepentida. Hoy te quedas sin cenar. Así que tira para casa que está la puerta abierta, y te pones a ejercitar con el muñeco de Amazon tus técnicas de constricción.

    Gertrudis, sin más, se dirigió hacia la salida. A mitad de camino se detuvo, alzó la cabeza y me miró en un intento de ablandarme para que le levantara el castigo. Yo negué impasible, así que Gertrudis respiró hondo, se dio media vuelta al mismo tiempo que se agachaba, y continuó reptando hasta salir de la habitación.

    —Ay, niño, que a lo mejor "tas pasao" un poco con la criatura.
    —Qué va, señora Tere —le dije al tiempo que la dejaba en el suelo—. Con tal de no hacerme caso, seguro que la muy cabrona se habrá metido en la bañera con la cabezota fuera del agua, como si no hubiera pasado nada.

    Me despedí de mi buena vecina, no sin antes acordar a modo de disculpa que el próximo fin de semana cenaríamos los tres juntos en mi casa. En definitiva, era como tenía pensado presentarle a Gertrudis. Cuando llegué a mi piso, me fui directo al lavabo, y como la puerta estaba abierta, no tuve más que asomarme. En efecto, Gertru se encontraba en la bañera (siempre la mantenemos repleta de agua) y, tan pronto me vio, giró la cabeza.

    —Conque esas tenemos, eh.

    Gertru me volvió a mirar, me sacó su lengua bífida unas cuatro veces por segundo, y se sumergió en el agua por completo.

    —Vale, pues tú misma.

    Un rato después, poco antes de mi descanso nocturno, tomé la decisión de que al día siguiente, con el apoyo de Demenciano o el Loco, me haría con el cuerpo de un reguetonero del barrio para dárselo de comer a Gertru. Sería la forma de hacer las paces y de paso le daría a conocer sabores nuevos. 



15/5/25

447. La máquina de escribir ha resucitado

    El arranque de mi nuevo ordenador es silencioso como una serpiente y el sistema operativo se carga en un parpadeo. Bien. También sustituí el monitor por uno de alta definición. Bien de nuevo. Y ahora que he cambiado el teclado por uno cien por cien mecánico, mejor que bien, ya que puedo castigarlo a placer y sin contemplaciones. No como los de membrana, cuyas teclas no acababan de responder al ritmo febril de mis manos, o directamente dejaban de ir. No tenían durabilidad, hostia. 

    Mi sobrino púber asegura que mis nuevas adquisiciones me enterrarán, a no ser que las cortocircuite por accidente con vino o cerveza. No ha mencionado el agua porque sabe que su tío raro, el del blog, cuando escribe para beber o bebe para escribir, es con cerveza o vino. Aunque ahora mismo no estoy bebiendo nada, pero estoy devorando a dos carrillos una lata de mejillones picantes con mucho cuidado, no vaya a ser que el escabeche también tenga capacidad para cortocircuitar.

    En el nuevo ordenador y en el nuevo teclado hay luces. Si me quedo mirando las del ordenador largo rato después de un trasiego etílico irresponsable, al ser circulares y cambiantes en función de la velocidad giratoria de los ventiladores, acaban por parecerme la espiral de la eterna condena y entro en bucle. Y entre las del teclado, que son tantas como teclas, cuando la noche me sorprende escribiendo, la habitación parece una feria. Supongo que lo próximo a sustituir será la silla, por otra que me permita escribir tantas horas como necesite sin que mi cuerpo cincuentenario se resienta.

    En fin, yo sé que todo esto os importa tanto un testículo como un ovario. La razón de esta entrada es para comentaros que algo insospechado ha ocurrido en la blogosfera y se ha extendido hasta sus confines. Allí donde los primeros, y ahora los más viejos del lugar, vaticinaron que un día la máquina de escribir se pararía para siempre y dejarían de contarse buenas historias por la red. 

    Y así ha sido durante un largo tiempo. Muchas bitácoras desaparecieron y otras tantas murieron por desuso, hasta el punto de que la blogosfera se convirtió en un desierto en el que, salvo cuatro y el que suscribe, no corría ni el estepicursor. Pero, ah, hostia y joder, esa panda envejecida de vejigas incontinentes, no contaban con que un día llegarían nuevas mentes perturbadas, frescas e imaginativas, con poder para resucitar la moribunda máquina de escribir y dotarla de narraciones ocurrentes, conceptos estimulantes y extravagantes personajes.

    Suerte que esta resurrección no me ha cogido a contrapié, y poseo maquinaria dura y nueva para mantener el nivel de enfermedad y locura, que precisan estas nuevas fábulas sobre conspiraciones secretas, parajes oníricos y entes que despiertan en la oscuridad de nuestras casas cuando asoma la luna y nosotros dormimos.




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