Es usted la primera periodista que viene a visitarme, y ya le digo que no pienso cambiar una sola palabra de mi declaración. No lo hice antes ni lo haré ahora, me crea o no. Recuerdo muy bien lo que ocurrió y lo que vi, pese a los treinta y nueve años que llevo tras estos barrotes. Era él, ¿de acuerdo? Y nada me hará cambiar de parecer.
No piense que lo conocí durante una noche de tormenta o algo similar. Nada de eso. Jamás he creído en semejantes bobadas hasta que sucedió lo que me condujo hasta esta celda. Pero si quiere escribir un libro sobre mi caso, tendrá que ser con lo que yo le explique, y no podrá cambiar una sola palabra. Bien, póngase cómoda y tome nota.
Verá, por aquel entonces yo iba de ciudad en ciudad con mi caja de herramientas y poco más. Siempre había alguna vivienda con una persiana atascada, un electrodoméstico que no funcionaba o un fregadero embozado. Era un superviviente, ¿comprende? Arreglaba cosas y con lo que ganaba me bastaba para pagar la estancia en la pensión más barata que encontrara. Nunca he sido una persona de lujos.
Todo empezó en el verano de 1986, en una diminuta localidad de Arizona. Hacía un calor de mil demonios, y hasta bien entrada la noche el aire era un abrazo de fuego capaz de derretir todo lo que encontrara a su paso, puede estar segura. Un día de aquellos entré en el primer bar que encontré. No me pregunte el nombre porque no lo recuerdo. Solo quería relajarme y echar unos tragos hasta que se pusiera el sol.
En aquel momento no había muchos clientes. Únicamente cuatro o cinco semblantes resplandecientes de sudor, que me observaron por un segundo y retornaron a sus bebidas. Y otros tantos cuerpos del todo indiferentes, que parecían licuarse lentamente en su propia inmovilidad. Y no los culpo, de veras. Los ventiladores del techo estaban en marcha, pero nada se movía allí dentro, salvo el tiempo que transcurría a cámara lenta. Era como estar en el espejismo febril de un muerto de sed, no sé si me entiende.
Entonces la vi, apoyada en una de las columnas del fondo del bar. Joven, morena y del todo cautivadora. La insolencia erótica de sus curvas moldeaba un vestido corto y ajustado que la hacía poseedora de una belleza salvaje como no he visto en ninguna otra. La sentí a años luz de mis posibilidades, y créame si le digo que este anciano que le habla, en sus buenos tiempos, era un tipo de lo más apuesto que apenas requería esfuerzos para llevarse a una mujer a la cama.
Como nunca he tenido miedo al fracaso, decidí intentarlo y, qué quiere que le diga, pasé con ella la mejor noche de mi vida. Antes de dormirnos, ya de madrugada, quedamos en volver a repetirlo. De hecho, y jamás me había pasado con ninguna otra, ya no imaginaba vivir un solo día sin ella, y cuando me desperté a media tarde y vi que no estaba a mi lado, tuve una sensación de abandono que aún dura.
En los días que siguieron, la obsesión por aquella mujer empezó a devorarme sin que me diera cuenta. Por mucho que preguntara por ella y me prodigara en describirla a cuantos clientes hubiera en el bar, todos respondían con negativas y evasivas. Yo siempre era el último en salir, y cada noche regresaba solo a la pensión, más abatido que el día anterior e incapaz de conciliar el sueño.
Por si fuera poco, todo cuanto hacía para ganar algo de pasta salía mal. Era como si, con su desaparición, también se hubiera esfumado la buena suerte que siempre me ha acompañado. Y de pronto ya no quise verla, ¿me entiende? La odiaba con toda mi alma. Y cuanto más mal le deseaba a ella, más enfermo me sentía yo. Entonces no sabía hasta qué punto aquella mujer había envenenado mi mente, pero sí sabía que había llegado el momento de irme tan lejos como pudiera de aquel maldito lugar.
Como otras veces, solo tendría que hacer autostop y algún que otro conductor pararía, dispuesto a llevar a un tipo de aspecto cansado que viste un mono de trabajo y carga con una caja de herramientas. Pero antes, decidí ir al bar a echar un último vistazo y hacer unas últimas preguntas. No me pida que le explique por qué, pero tenía que hacerlo. Solo sé que tenía que hacerlo.
Así que entré, dispuesto a no quedarme mucho rato. Y ahí estaba ella, única y magnífica, junto a un tipo cuyos dedos mugrientos sostenían un cubito de hielo que paseaba por donde, tres semanas antes, yo había dejado mi aliento y mis besos con total devoción. Entonces ella me miró, desafiante y altiva, mientras el cubito de hielo se deshacía en su cuello en lentas gotas descendentes.
Ya sabe lo que vino a continuación, ¿me equivoco? Pero lo contaré de todas formas. Me abalancé sobre ella empuñando la llave más pesada que llevaba en la caja de herramientas. Y la golpeé una y otra vez hasta matarla, y aun así seguí y seguí hasta que de su rostro no quedó nada. Y ahora es cuando viene la parte increíble de la historia, señorita. Y no me refiero a que la clientela del bar no hiciera nada por detenerme. Supongo que debían estar todos bastante horrorizados como para reaccionar.
Salí del bar salpicado de sangre hasta la cintura, y empecé a andar hasta que dejé de oír los gritos de los testigos. Dos calles más abajo, me acerqué a una boca de incendios que perdía agua. Cerré los ojos y me mojé la cabeza y la cara como en un bautismo, hasta sentirme… cómo lo diría… purificado. Y cuando los abrí, ella estaba en la acera de enfrente, apoyada en una farola y sin quitarme la vista de encima.
Por supuesto, tampoco me creerá si le digo que me señaló con ademán condenatorio mientras echaba la cabeza hacia atrás y se carcajeaba con desprecio bajo aquel sol infernal, ¿verdad? Ni cuando en ese momento sentí como si ella me arrancara algo de muy adentro que nunca más volvería a pertenecerme. ¿Sabe a qué me refiero, señorita? Sí, lo sabe, pero no se atreve a decirlo.
Dígame, ¿cómo se explica que a los dos días de mi supuesta barbarie, el cadáver de la mujer desapareciera de la morgue y todavía, después de tanta búsqueda exhaustiva, no haya rastro de él? Ja, ja, ja, yo se lo diré: no es posible encontrar al diablo. Siempre es él quien te encuentra, sobre todo cuando tiene hambre. Y en mi caso vino a mí en una de sus múltiples formas femeninas.
Sigue sin creerme, ¿no es cierto? Haga una cosa: viaje hasta Arizona el próximo verano y vaya a la dirección exacta donde se encuentra la farola donde la vi a ella por última vez. Procure estar presente en el día y la hora precisos en los que presuntamente enloquecí, y trate de ver lo que vi yo, segundos antes de que uno de los agentes de policía me introdujera en la parte trasera del coche patrulla.
Verá, si se atreve, lo que veo yo todas las noches desde aquel día cuando intento dormir.
Verá una serpiente desapareciendo bajo los pliegues de un vestido tirado en la acera.