Hay caídas y caídas. Las que hacen reír, por ejemplo, son como las del inspector Clouseau, que hace girar un globo terráqueo mientras explica a sus superiores, muy profesional y engolado, cómo atrapará a un astuto ladrón llamado Fantasma, se esconda donde esconda. Cuando acaba su disertación, se apoya en la bola del mundo que todavía gira, y sale despedido, dándose un tortazo descacharrante.
Lo mejor del chiste es la fingida dignidad con la que se levanta el inspector, además de la rapidez y como si no hubiera pasado nada. Como es natural, sucede en una película y nadie se lastima, aparte de que es difícil romperse algo cuando te caes desde tu propia altura, deportistas y osamentas de la tercera edad al margen. Por eso da risa, y porque el personaje, ya sea interpretado por Peter Sellers o Steve Martin, se da al disimulo, alisándose la gabardina a fin de recuperar la compostura e ignorando lo sucedido.
Las víctimas reales de una caída leve también hacen reír. De hecho, las he disfrutado en cuerpos ajenos, conocidos y desconocidos, y sufrido en el propio. Y también, como en el cine, algunos disimulan con más o menos azoramiento o dignidad. Pero hay otras caídas, como las anímicas, que no siendo físicas, son las más dolorosas. Aquellas que, por la razón que sea, nos hieren el corazón y nos abren una grieta en el alma, colocándonos al borde del precipicio o bien en un oscuro túnel sin final.
Si te caes y te rompes algún hueso, no tienes más que acudir al
hospital y hacer acopio de paciencia y resignación. Eso lo sabemos todos,
aunque nunca nos hayamos roto uno. Pero si lo que ha caído hasta
quebrarse ha sido tu espíritu y con él tus emociones, por mucha ayuda y
bienintencionada que sea, ahí solo estás tú y nadie más.
He conocido a quienes, transitando por el mismo camino en las mismas circunstancias, han logrado levantarse y salir de la oscuridad, y quienes han fracasado por mucho que lo intentaron hasta dar con un final trágico. Con todo lo que sabemos sobre la mente y naturaleza humanas, creo que nunca lograremos desentrañar ese misterio. Y tampoco creo que haya que darle muchas vueltas.
Por obvio que suene, no hay más que aceptar que hay daños y desajustes más allá de lo físico, innatos o provocados, del todo irreparables y con los que es imposible convivir.