Un día, un cerdo perteneciente al cuerpo de la policía NAZIonal llamó osito a Oriol Jonqueras. Siguiendo con los parecidos razonables, Antonio García Ferreras me parece un grizzly y Alicia Sánchez-Camacho tiene cara caballuna. Huelga decir que no me inspiran simpatía los humanos mencionados en esta entrada. Pero sí los caballos, los cerdos y los ositos. Sobre todo estos últimos si son de peluche.
25/4/22
21/4/22
128. De leer
Es irritante el menosprecio de algunos lectores hacia otros lectores, que como tienen una vida lectora abundante y dilatada, adoptan una postura superior respecto de quien lee menos. Algunos incluso se atreven a juzgar tu capacidad de intelecto en función de tus preferencias literarias.
Yo, recién aprendí a limpiarme los mocos hasta hoy, he leído las escorias más insulsas que parió madre y las obras más aclamadas. Y seguiré haciéndolo porque, entre otras cosas, encuentro la felicidad en ello, aun a riesgo de acabar confundiendo molinos de viento con gigantes.
Porque leer despierta la mente, la atiborra de ideas, de extrañezas y certezas. Te muestra caminos que creías inexistentes y responde a preguntas que te llevarán a otras preguntas. Y todo eso tan florido. Pero no se puede negar que existe cierto tipo de lector elitista muy gilipollas, que se reirá de ti según el libro que tengas en las manos.
Cuando yo veo a un adolescente o a un crío abstraído en un libro antes que en un móvil, pienso que es motivo de alegría y que no todo está perdido. Y me da igual si está leyendo a Lena Valentí, la trilogía de Cincuenta sombras de Grey o la saga Crepúsculo.
Al menos lee.
18/4/22
127. Oscurecimiento
Puedes cantar sobre el amor y la ruptura. De cuando las nubes lloran y los bosques susurran. Puedes cantar sobre el aleteo de las mariposas y la magnificencia de una ballena rompiendo el mar. De sueños y de la risa de un niño. Puedes cantar sobre el anhelo imposible de la paz y un mundo hecho a tu medida. Del secreto oculto en la luz de una estrella y la magia de las constelaciones.
Puedes cantar sobre todo eso y crear esa canción que llega tan adentro que se queda ahí para siempre. Componer esa melodía perfecta que sobrevive al tiempo y lo cambia todo. Esa pieza musical irrepetible que salva una vida.
O puedes cantar sobre todo aquello de lo que nadie quiere oír y nos hace mirar para otro lado. De todo lo que se oculta porque los de arriba decidieron que hay cosas que es mejor no saber. Puedes cantar sobre el hecho de que quizás nada vale la pena y del número de veces que te asomas al abismo. De que la locura es la única opción posible en un mundo entrado en fase terminal.
Puedes cantar sobre todo eso y ser el sonido del Apocalipsis cayendo en llamaradas desde el cielo. Puedes ser ese ritmo caótico que te despoja de la moral y prejuicios inculcados y te coloca frente al espejo. Ser esa armonía enferma que te arranca el corazón y lo tritura ante tus ojos. Ser la canción incómoda que retrata la deformidad de la mente humana.
Puedes ofrecer esa clase de polifonía que nunca llenará estadios. Que nunca aparecerá en las radiofórmulas ni obtendrá ventas millonarias. Y ni falta que hace.
Hoy puedes escuchar a Anaal Nathrakh y abandonar toda esperanza.
14/4/22
126. El lugar imposible
Hace tiempo, y parafraseando a Rosendo, navegué a muerte hasta naufragar en la barra de un bar. Cuando apuré la penúltima copa necesité ir a mear aunque iba cargado de todo menos de agua. Me acerqué a la puerta del lavabo, ingrávido, como si caminara sobre nubes y, cuando abrí la puerta y accioné el interruptor, un haz de luz blanca iluminó en claroscuros de ensueño un lavabo como nunca había visto.
En toda mi dilatada vida de bares, pubs y discotecas —ahora parece que parafraseo a Los Suaves— he visto lavabos de toda condición. Lavabos de limpieza neutra. Lavabos cuyo suelo podías lamer sin riesgo de hospitalización, y lavabos que presentaban peor aspecto que una mazmorra medieval. Pero el lavabo en cuestión escapaba de la imaginación más poderosa. ¿Cómo te describo que aquellos metros cuadrados parecían la pesadilla de la mente más sucia? ¿Cómo te explico que si el horror más punzante buscara donde vivir jamás se alojaría en tan insólito aseo? ¿Cómo te convenzo de que existe un lugar donde hacer tus necesidades se antoja una imperdonable profanación?
No os acercáis ni a lo más remoto de lo que os cuento, si pensáis en cierto lavabo escocés en cuyo retrete un tal Renton se sumerge para recuperar sus narcóticos, no. Ni siquiera os aproximáis un segundo si imagináis un inodoro de una insalubridad tan hedionda y obscena, que podría albergar virus aún por descubrir. No y no. Aquel lavabo presentaba tal pureza, estaba tan limpio, tan inmaculado, que parecía la antesala del Edén.
Pero lo realmente perturbador es que sus prístinas paredes exhibían pósters de Rick Astley, Glenn Medeiros, Loco Mía, y los polimorfos de The Village People.
11/4/22
125. Conductores
Yo soy de los que creen que una persona es lo que hace y no lo que sabe ni lo que dice. Por ejemplo, los hay que se han sentado por primera y última vez delante de un volante para sacarse el carné de conducir, y no por tenerlo saben. Conducir se aprende haciendo kilómetros y los hay que habiendo conseguido el carné, lo único que han conducido es el carro de la compra.
Sufro de ira mordiente con todos aquellos hijos de puta que jamás utilizan los intermitentes, cuando todos sabemos que utilizarlos es fácil como parpadear y no supone un gasto de combustible. Pero aún así hay quien no los utiliza y nunca desentrañaremos semejante misterio.
El caso es que esta clase de conductores pone a prueba mi paciencia, mi intuición, mis reflejos y capacidad de reacción. Pero eso va a cambiar. ¿No vela Batman por la seguridad ciudadana en Gotham? ¿Verdad que Supermán siempre cuida de los ciudadanos de Metrópolis?
Pues eso: por una conducción vehicular digna, por unas carreteras libres de peligro, voy a blindar mi coche y lo voy a estampar contra el primer conductor que vea que no los utiliza, pisando el acelerador con más saña homicida que Kurt Rusell en Death Proof (2007).
Y que Dios provea.
7/4/22
124. Carta extrema
Excmo. y Rvdmo. Sr. obispo prelado de la Prelatura Personal de la Santa Cruz y del Opus Dei:
La presente tiene como objeto hacerle conocedor de lo que sus palabras han provocado en mí, cuando dijo que las personas discapacitadas y subnormales son seres inferiores como castigo de Dios a sus padres pecadores. Me han dado ganas de asaltarlo en la calle y hundirle el tórax a martillazos. También he sentido deseos de que sus hijos e hijas, si los tiene, padezcan alguna discapacidad mental o física y que en su defecto los atropelle un autobús. Pero que no mueran: que sufran toda la vida.
Le buscaría y de encontrarlo le cercenaría todas las extremidades de su cuerpo. Luego me las comería para más tarde cagarlas y rebozarlas en jirones arrancados de su piel que haría que se tragara. Después lo dejaría en cuidados intensivos e iría a por su hermana, y si no tiene hermana, iría a por la madre que lo parió. Las secuestraría para cobijarlas en un maloliente zulo y allí las violaría a diario durante un tiempo prolongado. Esperaría los nueve meses de rigor a que nacieran sus retoños y los educaría en una vida de felicidad hasta los trece años. Llegados a esa edad, a los varones los abandonaría en una pocilga de cerdos hambrientos y a las hembras las dejaría encintas.
Después de follarme a todas las mujeres de su familia y a las hijas de sus hijas hasta la hartura, las encadenaría al parachoques trasero de una ranchera, y correría con ella quinientos kilómetros con el fin de que sufrieran una muerte agónica.
De sobrevivir alguna de ellas, rociaría sus heridas con sal y alcohol hasta que suplicaran la muerte para luego dejarlas en la puerta de algún hospital con el fin de que se recuperaran. Esperaría los años que hicieran falta para ello, y entonces volvería a por usted para encerrarlo con los ojos vendados en el zulo donde me follé a todas las mujeres con las que tuvo lazos de sangre. Lo único que vería en su encierro, una y otra vez cada vez que descubriera sus ojos, serían las grabaciones digitales en alta definición de todas las vejaciones a las que fueron sometidas.
Cuando dichas grabaciones ya no tuvieran ningún efecto sobre usted, utilizaría todas las disciplinas de tortura en las que he sido formado —islámica, rumana, china, inquisitorial y antiterrorista— en zonas desconocidas de su cuerpo y que lo llevarían a un mundo oscuro de tormento extremo. Cada día en el que usted preferiría que fuera el último, volvería para ensañarme con una tortura creativa y diferente, administrada mediante instrumentos de mi propia creación, con el deseo de que cada vez que oyera mis pasos se meara encima de espanto. Y luego, otra vez, volvería a dejarlo en cuidados intensivos.
Llegados a ese punto y después de su recuperación, dos o tres veces por mes lo llamaría por teléfono o enviaría notas con recortes de periódico para que no olvidara lo bien que lo pasé con usted. Amenazaría con volver a repetir todo aquel calvario para convertir sus días de sol en pesadillas y para que cada sombra en la noche le recordara a mí. Lo haría hasta el punto de enloquecerlo y sumirlo en un estado vegetativo irreversible, hallando por fin la muerte tantos años deseada: viejo, solo y con heridas imborrables en cuerpo y mente.
Atentamente, el psicópata de Dios le Guarde (Salamanca).
4/4/22
123. El experimento
Hoy he llevado a cabo un experimento —no exento de riesgo por lo impredecible del ser humano— que ha consistido en transitar por una de mis rutas urbanas habituales, sin intención alguna de esquivar a cuantos han caminado en dirección contraria a la mía mientras miraban el móvil. Durante una hora —más o menos— y tal como esperaba, ha habido colisiones.
Un par de ellas merecen unas letras.
La primera ha sido contra un adulto cercano a la cincuenta. En ese segundo en el que hemos estado a escasos centímetros el uno del otro —hasta el punto de que he podido observar los pálpitos de su nuez puntiaguda, y él leer en visión macro la amigable palabra impresa en mi mascarilla, que no es otra que motherfucker— el tipo ha exclamado: «¡Hostia!» y yo he pensado: «Sí, la que te daría con la mano bien abierta». Acto seguido, al tiempo que se ha disculpado, nos hemos esquivado como si el mero roce supusiera la muerte por electrocución.
La segunda experiencia empírica ha sido con un trío de chicas anoréxicas, no creo que mayores de dieciséis años, que caminaban al mismo paso como un ente uniforme, temerario, rápido y decidido, como si no existiera nada en su sentido de marcha. Imbuidas en sus respectivos móviles, han vuelto de la realidad virtual a la puta al impactar conmigo. La primera ha exclamado un sentido «¡Tíooooo!». La segunda ha proferido un musical «¡Jooooo!»; y la tercera, a la que le presupongo una neurona de más que a sus amiguitas, puesto que su queja han sido dos vocablos, me ha espetado: «¡Ayyyy, tíooooo!».
He leído en sus jóvenes miradas irritadas algo así como «¡Puto viejo!» y «¡Tú sí que eres hijo de puta!». No sirviéndoles de aprendizaje, han pasado de mí como hacen las personas afortunadas con los contendedores de basura cuando tienen la nevera llena. Se han reagrupado y reiniciado la marcha como si fuera el resto del mundo quien debiera apartarse, levantado las miradas de su adicción sin detenerse, solo el tiempo justo para contemplarse en todas las jodidas cristaleras de los escaparates.
Otro día más en la puta ciudad.
Otro día sonriendo, después de todo.
31/3/22
122. Aniversario
Ya a una edad muy temprana, mis mayores me tildaron de negativo. «No», les respondía una y otra vez como única contestación posible a cuantos interrogantes me dirigieran, sin que ello menoscabara de ningún modo sus prejuicios hacia el «no», y sin saber yo qué era el «no», salvo un sonido que me gustaba pronunciar desde que lo hiciera por vez primera con apenas un año.
El tiempo pasó en un «no» continuo, y a los trece años de edad comprendí en su totalidad la palabra «no» y sus desproporcionadas consecuencias cuando era utilizado con desmesura. Por aquel entonces tenía como excusa, si es que necesitaba una, el inestimable periodo de una adolescencia incipiente. Y el tiempo siguió y asombré y decepcioné a iguales y mayores, cuando cumplidos los treinta y uno continué en mis trece vocalizando el «no» como tarjeta de presentación.
Pero algo ocurrió en el cabalístico trigésimo primero de mi existencia. Y no es por el hecho de que decidí nacer, sin yo saberlo, el día treinta y uno. Aquel día estaba de celebración con varias personas, que me preguntaban de modo grupal y fascinados por el origen de este atípico afecto mío del «no». De pronto, alguien descorchó con sonido seco y rotundo, una botella de cava a escasa distancia de donde yo me encontraba, y el tapón impactó en mi entrecejo con gran contundencia.
De inmediato y durante breves segundos, estalló ante mí una vorágine mareante de colores, a través de la cual vislumbré a los comensales carcajearse sin disimulo alguno. Unas se doblaban que pareciera que se fueran a partir por la mitad, y otros dejaban caer el puño en la mesa como si fuera el mallete de un juez, con la cabeza hacia atrás al límite del descoyunte mandibular.
Cuando aquel episodio de paroxismo cedió a la normalidad, los allí presentes me preguntaron por mi lucidez, y yo no pude más que mirarlos de hito en hito con solemnidad y sentenciar: «Estoy curado». Y preguntaron al unísono y con intriga mortal: «¿De verdad?». Sostuve la tensión de sus semblantes expectantes, eternizando el suspense como un avezado tribuno, sintiendo los pálpitos de sus corazones sometidos a mi antojo, cuando respondí con aquel implorado y tan esperado monosílabo, un conciso e ilusionante «sí».
Y no es que me naciera un tercer ojo a causa de la colisión sanadora del corcho, pero nunca volví a contemplar el mundo del mismo modo.