Qué bar no ha tenido como cliente a ese showman innato, que hace del acontecimiento más mundano el chiste más reído. El nuestro era un prestidigitador hábil y lenguaraz en contar chistes y demás deformaciones de la realidad. Ya cuando lo conocimos, respondía al nombre de Metralla, pues era imparable como la risa que producía, cuando a bocajarro desataba su talento humorístico.
Algún ser superior le concedió el don de contar buenas historias, a menudo crueles y descacharrantes. Muchas veces tuvimos que suplicarle que cerrara la boca al tiempo que se nos nublaba la vista y nos acercábamos a la embolia, y él, sabiéndonos a su merced, sacaba partido de cualquier situación. El hecho más anodino lo desmontaba, barajaba los trozos a su antojo y los reconstruía en un prodigio tragicómico, a veces hermoso y siempre surrealista.
Un día —ahora hará más de quince años— dejó de salir y no se le volvió a ver. Sin más. La desaparición de Metralla fue inesperada, descuadró a todos —incluso a Demetria, que durante días dejó de roer con la voracidad acostumbrada— y fue fruto de cábalas místicas y trasnochadas.
Algunos dijeron que Metralla emprendió uno de sus reiterados viajes de LSD del cual ya no pudo regresar. Otros, que consumió alguna mierda adulterada de Jabba o del Joan de la riera, y lo pagó con la muerte. Y los que más, que ingresó en una secta que dedicaba el tiempo a comprender los entresijos del Gran Arquitecto. Incluso intentamos recurrir a las oscuras artes de la señora Tere, pero nos conminó, por nuestro bien, al respeto y a la prudencia para con unas fuerzas que, ni entendíamos, ni jamás seríamos capaces de entender.
Por mi parte, aunque verosímiles, jamás creí en aquellas conjeturas y como no encontraba ninguna explicación satisfactoria para tan súbita desaparición, durante un tiempo seguí llamándolo por teléfono hasta que asumí la veracidad de la misma. Soltero y sin familiares conocidos, tuvimos que resignarnos a que Metralla se volatilizó de nuestro entorno, dejándonos un vacío raro y desencajado.
A veces me invade su recuerdo en los momentos más insospechados, y lo evoco en el ambiente desquiciado del bar, en una cómica aparición de ultratumba, en la que su antaño frondosa mata de pelo, son unos mechones ralos que la mugre apelmaza por parroquias. La tiña, piojos y chinches, corretean en simpático compadreo por entre los matojos de pelo, y algún que otro minúsculo mamífero sobresale saltarín por entre los pelos de su perilla.
Al tiempo, cuatro moscardones verdosos gravitan permanentes, cual satélites craneales, alrededor de ese microcosmos sarnoso. Su tez alquitranada exhibe oscuridades propias de un cielo encapotado, y las piezas dentales de su mandíbula inferior, caballuna como una malformación, presentan peor aspecto que la quijada cariada de un orco. Mal que bien, torcidas y con los cristales rotos, conserva sus gafas que palian con cuestionada eficacia su miopía galopante y sus pendientes, antes destellantes al sol, son diminutos puntos negros en los lóbulos.
Y allí, entre el bullicio de la ebriedad, la peligrosidad de las apuestas ilegales y la euforia del narcótico, lo vuelvo a ver contar como nadie todo aquello que él considerara digno de la mofa más aguda y contagiosa.
Después de la desaparición de Metralla, el bar de Sito continuó cinco años más hasta su fin, y durante ese intervalo de tiempo, no pasó un día sin que uno u otro recordara la de risas que nos provocó, y en definitiva, lo grande que fue estuviera donde estuviera.
Esté donde esté.