19/8/24
369. Pasiones
15/8/24
368. La fatigosa senda del obrero
Estábamos a mediados de agosto y no había cambios significativos sobre nada en concreto. Si algo debía cambiar a estas alturas éramos nosotros, y eso jamás iba a suceder, así que estábamos jodidos. La ciudad tampoco estaba mucho mejor, aunque se notaba una ligera despoblación en las calles y un sutil descenso del tráfico en las carreteras.
Varios comercios en los que comprar cosas que no necesitamos también estaban cerrados, como algún que otro bar donde maldecir y reírse del mundo. La presencia policial en lugares donde nunca ocurre nada tampoco era la habitual, al igual que la de los gilipollas del patinete eléctrico. Eran las vacaciones, claro. Esa efímera y tan deseada porción de tiempo libre, cada vez más irreal para muchos y necesaria para todos.
Yo ya no me acordaba de las mías. Ya hacía casi tres semanas que me había reincorporado a mi centro de esclavitud para continuar con la venta de mi bien más preciado, que también es el tuyo y el de cualquiera. Cada año más desganado, más harto, más asqueado. Los esclavos veteranos —algunos ahora muertos, otros todavía vivos— ya me dijeron que en cuanto me quedara para la jubilación menos años que dedos hay en la mano, la espera se me haría insufrible.
Creí que exageraban, pero tenían razón. De hecho, de una manera u otra, la vejez casi siempre tiene razón si hay que confrontarla con la inexperiencia de la juventud. Ahora hace bastante tiempo que no pasan becarios por la sección en la que trabajo. Supongo que los últimos, como los primeros que vinieron a formarse, habrán corrido la voz de que es duro y peligroso.
Recuerdo cuando llegaban de los tajos empapados de sudor de la cabeza a los pies, agotados hasta los párpados y con el desconcierto en sus caras. Entonces, al menos una vez, yo les decía: «Eh, chavales, no pasa nada. Aquí cobramos un pastón y nos jubilamos unos trece o catorce años antes que el común de los currantes. Lo que estáis sintiendo ahora mismo en vuestro corazón solo dura los primeros treinta y cuatro años. Eso si antes no morís aplastados por el desprendimiento de un liso. Así que tranquilos».
Algunos sonreían sin convencimiento, y otros optaban por el silencio y la reflexión, quizá porque intuían que mis palabras —las palabras del viejo, del veterano que ya se siente más fuera que dentro de la empresa— eran más una cruda realidad que una broma estúpida.
Y no se equivocaban.
12/8/24
367. El dios del mallete
El dios del mallete es una figura muy seria que viste de negro cuando está en sus dominios, y en ellos administra e imparte. Además, menos para respirar, hay que pedirle permiso para todo con mucho respeto y sumisión.
Vaya, vaya con el dios del mallete.
Se ve que no puede ser menos, ya que decide sobre el honor, el patrimonio y la libertad con total autonomía e independencia, solo sometido al imperio de la ley. Así de poderoso es el dios del mallete.
Vaya, vaya con el dios del mallete.
Pero a fin de cuentas solo es un humano endiosado, y como a todos los humanos el papel de dios le viene grande. Incluso el de juzgar. Y como es un humano también sangra. Y si sangra puede morir.
Vaya, vaya con el dios del mallete, que le han rebanado el pescuezo como a un cerdo en el matadero.
8/8/24
366. Desencuentros en la segunda fase
¿Cómo ha conseguido volver? ¿Cómo ha conseguido desaparecer? ¿Lo han ayudado? ¿Ha estado durante siete años perfeccionando su técnica? ¿Quizá domina el don de la teletrasportación? ¿Ha tocado techo el enfado del nacionalismo español con esta nueva actuación fugaz del expresi catalán? ¿Fue el Mago Pop su discípulo aventajado? ¿Por qué la operación tenía un nombre tan desacertado como el de jaula? ¿Dónde coño está ahora Pelomocho?
5/8/24
365. Noche paranormal de verano
El otro día, caluroso y denso, estaba escribiendo una entrada a una hora muy avanzada de la noche, cuando de pronto se interrumpió el suministro eléctrico, y me sumí con cierto sobresalto en la más absoluta oscuridad. Aquello me molesto sobremanera, pues estaba teniendo una comunión con el teclado que no se da con mucha frecuencia.
Ya me entendéis: la entrada parecía escribirse sola, y se me escapaba de las manos como si tuviera vida propia, ávida por verse impresa en la hoja en blanco del Word.
A todo esto, tampoco tenía el móvil a mano para ponerlo en modo linterna, ya que la ausencia total de luz es muy incómoda, a no ser que quieras dormir, o aislarte por voluntad propia de toda sensación de realidad, lo cual a veces —todo hay que decirlo— es de extrema necesidad. Pero joder, aquel no era el momento.
Entonces empezaron a producirse los sonidos. Primero fueron los típicos crujidos de asentamiento, leves y generalizados, propios de las edificaciones recientes, pese a que la construcción de mi bloque data del año 2002. Supuse que todavía tenía que pasar más tiempo para acabar de asentarse.
Supuse que quería tranquilizarme.
Luego, los ruidos que siguieron provenían de la cocina y eran del todo reconocibles: las sillas —aunque no sé si las cuatro que hay— estaban siendo arrastradas. Empecé a echar miradas nerviosas en la oscuridad, y claro, no veía nada, salvo las típicas alteraciones ópticas nada halagüeñas, que se producen cuando contemplas la negrura absoluta en la más completa soledad.
Al rato de un silencio opresivo, justo cuando empezaba a dudar de mis sentidos, oí el claro tintineo de las copas que hay colocadas en las vitrinas del mueble del comedor. Así que, fuera lo que fuera aquello, estaba cada vez más cerca, y de seguir avanzando, en un momento u otro lo tendría en el umbral de la habitación en la que me encontraba.
Encima, la puerta estaba abierta. Parecía una puta invitación.
Yo tenía el oído aguzado al máximo, y los nervios crispados esperando no sé muy bien qué. Por mi cabeza discurrían ocurrencias muy sórdidas e inquietantes, y el silencio era de magnitud espacial. Entonces, detrás de la nuca sentí una profunda respiración asmática, que me hizo saltar de mi silla giratoria como un gato escapando de unas ascuas. Y justo cuando toqué suelo, el suministro eléctrico se restableció y el flexo del escritorio emitió su bendito haz de luz.
Me levanté al acto e hice una rápida exploración visual de todo el piso, encendiendo todas las luces a mi paso. Por supuesto, no encontré nada paranormal, y más calmado, me convencí de que las sensaciones auditivas que había experimentado no fueron más que producto de la autosugestión, propiciada por el miedo atávico a la oscuridad que todos tenemos larvado en las entrañas.
¿Qué iba a ser, si no? ¿Algo invocado por mis últimas audiciones musicales mefistofélicas?
Ah, no, no, no.
1/8/24
364. Malos veranos
Hoy mando un recuerdo a todos y cada uno de los discentes de mi generación, que durante unos años hasta casi la mayoría de edad, tuvieron que ir a clases de repaso para afrontar con éxito los exámenes de septiembre, y que por esa circunstancia cíclica anual, algunos incluso acabaron creyendo que carecían de intelecto.
Mis mejores deseos a todo aquel sufrido alumnado por tantos veranos de mierda, desperdiciados, echados a la basura por conseguir ese aprobado que integra y distingue de los que suspendían y tenían que repetir curso. Porque eso era fracasar, y nadie quería pertenecer a ese bando tan excluyente y señalado.
Espero que allí donde estén ahora sus vidas, hayan recuperado toda, si no parte, de la autoestima que les arrebató el impositivo sistema educativo de aquella época casposa. Por ser tan lentos de entendimiento; por no ser alumnos dedicados y ejemplares; por ser un grano en el culo del profesor de turno.
29/7/24
363. En la piscina 2
Ahí estaba Demenciano, de pie bajo una sombra, luciendo un bañador amarillo sembrado de pequeñas estampaciones negras con forma de pato. Su anatomía fantasmal, blanquecina y escuálida, destacaba con anormalidad entre la orgía de cuerpos calcinados y rosados, de panzas adiposas y extremidades celulíticas que se manifestaban ante su turbia mirada.
Todos aquellos seres estaban repartidos por las cuatro piscinas del complejo. No había entre ellos muchas féminas dignas de ser penetradas, y sí muchos hombres que a partir de cierta edad causaban más rechazo que deseo. Aunque eran más las marujas decrépitas de sesenta años, y los críos odiosos de diez para abajo, los que infestaban aquel panorama antierótico recalentado de sol.
Pensó Demenciano que hubiera sido bueno para su plan hacerse con la llave que abría la sala de bombas y, una vez dentro, joder los filtros, sabotear el sistema de cloración y depuración, y convertir aquellas aguas recreativas en un gran criadero infeccioso de bacterias y gérmenes, para que todas aquellas personas felices y despreocupadas, amanecieran con cólicos, irritaciones respiratorias y erupciones cutáneas.
Hubiera sido la venganza perfecta pero no era necesario correr riesgos, ya que Demenciano llevaba dos días aquejado de una leve diarrea, y no tenía más que sumergirse hasta la cadera en el agua de las cuatro piscinas, y a lo largo y ancho de las mismas, dejar ir a voluntad y sin mucho esfuerzo, una cantidad irrisoria de materia fecal líquida para una contaminación efectiva y desapercibida.
De modo que eso hizo, entre el bullicio estival de los bañistas, a los cuales sonrió y saludó sin levantar sospechas. Terminó al cabo de una hora, complacido de saberse un infortunio para toda aquella aglomeración de víctimas propiciatorias. Y ya en su casa, con tan complaciente expectativa, se durmió Demenciano al caer la noche sin actividad sexual vecinal que lo perturbara.
Al día siguiente despertó descansado y con muy buenas sensaciones. Bajó al bar próximo a almorzar sus dos litros de cerveza de siempre y se hizo con un ejemplar del periódico local. Leyó en primera página que a última hora de la tarde de ayer, hubo que desalojar la piscina, pues sus aguas habían sido contaminadas por un parásito resistente al cloro, del cual se contagió la mitad del censo del pueblo hasta el colapso total del centro de salud.
Demenciano, acodado en la barra y observado por la sobrecogida concurrencia del bar, carcajeó con estridencia y a mentón alzado como un villano de película de serie B. Y tal y como nos enseñó Roberto Benigni en 1997, en aquel momento también creyó Demenciano que la vida era bella.