Estábamos a mediados de agosto y no había cambios significativos sobre nada en concreto. Si algo debía cambiar a estas alturas éramos nosotros, y eso jamás iba a suceder, así que estábamos jodidos. La ciudad tampoco estaba mucho mejor, aunque se notaba una ligera despoblación en las calles y un sutil descenso del tráfico en las carreteras.
Varios comercios en los que comprar cosas que no necesitamos también estaban cerrados, como algún que otro bar donde maldecir y reírse del mundo. La presencia policial en lugares donde nunca ocurre nada tampoco era la habitual, al igual que la de los gilipollas del patinete eléctrico. Eran las vacaciones, claro. Esa efímera y tan deseada porción de tiempo libre, cada vez más irreal para muchos y necesaria para todos.
Yo ya no me acordaba de las mías. Ya hacía casi tres semanas que me había reincorporado a mi centro de esclavitud para continuar con la venta de mi bien más preciado, que también es el tuyo y el de cualquiera. Cada año más desganado, más harto, más asqueado. Los esclavos veteranos —algunos ahora muertos, otros todavía vivos— ya me dijeron que en cuanto me quedara para la jubilación menos años que dedos hay en la mano, la espera se me haría insufrible.
Creí que exageraban, pero tenían razón. De hecho, de una manera u otra, la vejez casi siempre tiene razón si hay que confrontarla con la inexperiencia de la juventud. Ahora hace bastante tiempo que no pasan becarios por la sección en la que trabajo. Supongo que los últimos, como los primeros que vinieron a formarse, habrán corrido la voz de que es duro y peligroso.
Recuerdo cuando llegaban de los tajos empapados de sudor de la cabeza a los pies, agotados hasta los párpados y con el desconcierto en sus caras. Entonces, al menos una vez, yo les decía: «Eh, chavales, no pasa nada. Aquí cobramos un pastón y nos jubilamos unos trece o catorce años antes que el común de los currantes. Lo que estáis sintiendo ahora mismo en vuestro corazón solo dura los primeros treinta y cuatro años. Eso si antes no morís aplastados por el desprendimiento de un liso. Así que tranquilos».
Algunos sonreían sin convencimiento, y otros optaban por el silencio y la reflexión, quizá porque intuían que mis palabras —las palabras del viejo, del veterano que ya se siente más fuera que dentro de la empresa— eran más una cruda realidad que una broma estúpida.
Y no se equivocaban.