Ya está todo dispuesto para que unas cuantas miles de personas de todas partes del mundo, nos reunamos por octava vez en el Parque de Can Zam como una gran familia de desquiciados, para lo que siempre son —salvo sorpresas futuras, que nunca se sabe— los tres mejores días del año. A buen seguro me desprenderé de todas mis mierdas y demonios, y encontraré un momento, entre la sudorosa multitud y el ruido, para brindar por los buenos y cagarme en los malos.
Nada ni nadie nos podrá detener.
P.S: Las imágenes del vídeo corresponden, de momento, a la última edición realizada.
Era sábado por la noche y hacía calor. A los muchachos de las gorras con la visera en el cogote aún les quedaba energía que gastar encima del monopatín. Yo los contemplaba asomado a la ventana de la habitación en la que escribo, mientras que a mi espalda se desataba un huracán de guitarras eléctricas en plena distorsión.
No era el único espectador, por supuesto. A esa hora había multitud de ventanas —y balcones— abiertas a la gran ciudad, que vomitaban ritmos enloquecidos a gran volumen desde los amplificadores de su interior. Algunos pisos, sobre todo los del casco viejo, vibraban por los tonos de baja frecuencia, y los coches aceleraban con brusquedad o emprendían viajes sin retorno.
En verano, los sábados por la noche todo parecía ir más rápido. La gran masa unisex de adolescentes que veía pasar ignoraba a los chicos del monopatín. Nunca se subirían en uno, pero también vivían a gran velocidad.
Muchos de esos chavales, excelentes personas unos, retrasados mentales otros, se han depilado de arriba abajo mientras fantaseaban con conseguir el sexo de ciencia ficción que existe en su imaginación. Y antes de salir se han mirado cien veces en el espejo hasta convencerse de que tienen la barba bien arreglada.
Algunos de ellos follarán, sí. Y otros acabarán con una botella de alcohol en la mano y un porro en la otra, intentado entender qué coño buscan en realidad esas chicas. Claro que también es posible que alquilen los servicios de alguna puta si la necesidad acucia.
Por otro lado, muchas de esas chicas, magníficas personas unas y subnormales otras, también habrán rasurado sus cuerpos porque no son ella, y maquillado sus rostros con la ilusión de ese polvo histórico con un chico que no existe. O mejor aún: ese ideal que tan bien ha vendido la industria del romance cinematográfico más taquillero.
Muchas de ellas se han embutido en ropa dos tallas menores, aunque sus carnes pugnen por liberarse y alucinen al ciudadano, a partes iguales, ante tal carencia de complejo y abundancia en lo grotesco.
Algunas de ellas también follarán, claro. Y las que no se follarán a sí mismas en la fría soledad de su cama, a no ser que reduzcan la altura de su listón para acabar con el tipo más gilipollas del local; cuando no el más indeseable.
La noche del sábado acababa de empezar y su final ya estaba definido de antemano. Era una fuga imposible plagada de decisiones erróneas. Un territorio mil veces explorado que hace tiempo dejó de interesarme. Quizá por demasiado viejo; puede que por demasiado harto. Por eso tú y yo, querida desconocida, ya nunca coincidiremos.
A no ser que, pese a la distancia, advirtamos el cruce de nuestras miradas la próxima vez que nos asomemos a la ventana.
Pese a que era verano, el día era desapacible y gris, pues me dirigía a la funeraria a velar a mi amigo Hierónides, que por lo visto, en su cumpleaños número ochenta y nueve, se pulverizó la cabeza de un disparo con la misma arma con la que disuadía a los malhechores de invadir su viñedo y apropiarse de su ganado: una escopeta de cañón triple.
Fue tal la destrucción ocasionada, que Oristilo, el talentoso tanatoestético del pueblo, curtido en mil y una reparaciones craneofaciales, nada pudo hacer al respecto, salvo extraer los fluidos corporales y vestirlo como corresponde.
Con todo, Hierónides lo tenía todo calculado, y debió pensar que nadie puede despedirse de sus seres queridos si no hay un rostro, en paz, al cual dirigirse. De modo que en su testamento dejó constancia de que en el espacio que su cabeza ocupó en vida, debía colocarse la de un maniquí de su elección y ser exhibido así en el ataúd.
Cojoncio, el albacea del pueblo, tal y como corresponde al rigor de su trabajo, consiguió que se cumplieran todas y cada una de las exigencias del fenecido. Y los allí presentes, en un ambiente de profundo respeto y seriedad, pudimos despedirnos como Dios manda del trajeado e impoluto cadáver de Hierónides.
Así como de su cabeza con peluca de cresta verde, ojos de cristal muy abiertos —uno fucsia y el otro naranja—, grandes orejas de goma y barba luenga pelirroja.
Tus palabras han sido tan reales como el Ministerio de Hacienda, porque has elegido el verano para decirme que ya no volveremos a copular juntos. Que ahora eres lesbiana y que, aunque te siguen gustando los penes, ya no te gustan si cualquiera de ellos está pegado a un hombre.
Entiendo con muy pocas palabras y sé que estas cosas suceden.
Lo que no comprendo es por qué me has contado cosas al respecto que yo no te he preguntado. Como que prefieres que ahora sea la de los tatuajes en la cara la que llene todas tus oquedades erógenas, ya sea con penes artificiales y bates de béisbol, cuando no con la totalidad de su antebrazo bien lubricado.
Yo siempre he creído que eras bisexual, pero parece que no te conocía tan bien como pensaba. Seguro que hasta es verdad que has mantenido relaciones carnales con tu caniche, tal y como me dijiste. Y bien sabes que te denunciaría si pudiera demostrarlo. Más que nada porque sé que no le gustas a ese pobre chucho, a pesar de tus notables artes amatorias.
No voy a guardarte rencor por tu nueva preferencia sexual, que ya somos mayores. De hecho, siento que debo agradecerte, por ejemplo, que siempre me hayas permitido sodomizarte. Y por supuesto, aunque me llames prejuicioso, anticuado y egoísta, no pienso ser el receptor de tus bolas chinas como condición para que vuelvas conmigo.
Parece mentira, pero tú y yo ya hemos sobrepasado la cincuentena. Ya hemos recorrido, a veces juntos, otras separados, más de la mitad del camino, con algunas heridas y no pocos disgustos. Supongo que como yo, poco o mucho y sin venir a cuento, los recuerdas a todos.
A Mariano, que poco después de pagar sus deudas y de jugar su última partida al dominó, aparcó la moto en el arcén de la variante que bordea el pueblo, y en el punto más alto se arrojó desde los más de cien metros de altura que lo separaban del suelo.
A Xavi, cuando pretendió colgarse de la baranda del balcón. Vi en tu cara que te horrorizó más el que la cuerda se partiera y muriera roto contra el suelo, que no el acto en sí.
Al hermano de Juan, cuando se lanzó al vacío desde la ventana de su habitación. Nunca dejó de medicarse contra su trastorno mental grave, y parecía estar en su mejor momento, pero bastaron aquel par de segundos en los que sus familiares bajaron la guardia para cambiar de opinión y acabar.
A Irene, que decidió darse un banquete exprés con todo lo que encontró en el botiquín del lavabo —que no era poco—, hasta lograr una fulminante intoxicación medicamentosa.
Los conocíamos a todos. Sabíamos de sus circunstancias y de sus vidas complicadas, pero nunca imaginamos que, espaciados en el tiempo, elegirían la hora cero.
Resulta increíble, pero tú y yo todavía seguimos teniendo razones para permanecer y sentir el paso de los días. De levantarnos al despertar del sueño y, de vez en cuando, mirar la hora que marca el reloj.
Quién, en su sano juicio, querría ir con una persona como Lola, que grita y bebe. Seguro que una mujer así sería señalada por el patriarcado más rancio y por el feminismo recalcitrante de nuevo cuño; tan parecidos, tan odiosos.
Lola también se masturba con frecuencia y de vez en cuando consume pornografía. Cosa increíble por otro lado, ya que eso solo lo hacen los hombres, que son unos guarros y unos salidos, y solo piensan con los genitales.
El caso es que Lola ahora ya no está sola: ahora está conmigo. Aunque tratándose de Lola no lo tengo del todo claro. Supongo que es más acertado decir que soy yo quien está con ella. Porque Lola siempre es la que elige, como elige beber y elige gritar.
La conocí una noche en la que hizo suyos la mayoría de los bares de la ciudad. Y es que Lola bebe mucho. Bebe más que cualquier otra persona que yo haya conocido. Y eso que he conocido a auténticos animales capaces de agotar las existencias de una licorería en pocas horas.
Ninguna mujer, pero sí muchos hombres, quieren hacerse amigos de Lola, ya que cuando bebe, y encima grita, despierta la admiración de la concurrencia masculina y el desprecio de la femenina. Pero eso a ella le da igual: lo primero y lo segundo. ¿Se puede ser más libre?
Así que, de momento, estoy disfrutando de la compañía de Lola, hasta que el día menos pensado decida apartarme de su lado para estar sola de nuevo. Sé que ese día llegará, y no le guardaré rencor por ello. Al contrario: la recordaré entre trago y trago, confiando en que jamás cambie.
En que nunca deje de ser ella, a pesar de la sociedad.
Ángel y Demonio estaban sentados uno frente al otro, a la misma altura. En medio de ellos había una mesa en la que estaba dispuesto todo lo demás. Yo, desde un lugar insignificante de todo lo demás, les pregunté:
—¿Podéis responderme con sinceridad? —Pregunta —dijo Ángel, mientras que Demonio ni siquiera se dignó a mirarme. —Quiero saber lo que todos quieren saber. Lo que alguna vez todos nos hemos preguntado. Por eso os pido a vosotros, que podéis ver más que nadie, que me describáis el futuro. ¿Se parecerá al Cielo? ¿Será como el Infierno? ¿Cómo será el futuro?
Ángel iba a responder, pero Demonio se le adelantó:
—Si Ángel me lo permite, yo te describiré el futuro.
Un silencio solemne ocupó aquel trozo de espacio-tiempo, que era el Primer Tiempo. Ángel asintió sin disimular su descontento, y Demonio me miró con cierta indolencia y empezó a hablar.
—Tan pronto os multipliquéis sembraréis la Tierra de fronteras, y en lugar de compartirla viviréis en guerra constante por ocuparla. Arrasaréis bosques y enormes extensiones, y en ellas construiréis arterias de alquitrán y bloques de cemento. Los más afortunados viviréis en jaulas de oro y vuestros hijos crecerán solos, porque madres y padres estaréis demasiado ocupados en conseguir las cosas que vuestras sociedades fallidas dirán que necesitan. Vuestro sistema de vida contaminará los mares y escupirá veneno de sus chimeneas industriales, el aire ya no será tal y os matará poco a poco. Una densa capa de humo será vuestro techo, y el suelo que pisaréis empezará a morir de sed, de modo que el agua será el nuevo oro por el que os mataréis, aunque muchos de vosotros moriréis de enfermedades curables por el mero hecho de no haber nacido en el lugar adecuado. Iréis perdiendo la esperanza y la memoria en favor del miedo y la codicia, y seréis meros instrumentos al servicio del coste y la producción, que tratará de venderos ilusiones que jamás podréis comprar. Vuestros líderes os traicionarán tantas veces como los coloquéis en sus posiciones de poder, y cuando no estén, serán sus hijos quienes continúen con el engaño. Así será siempre vuestra historia —concluyó Demonio, como si hubiera atendido un simple trámite.
Ángel estaba en silencio y me miraba apenado, y yo le pregunté:
—¡El Cielo, Ángel! ¿Puedes describirme el Cielo?
Antes de que Ángel contestara, Demonio volvió a adelantarse.
— Es el Cielo lo que te he descrito —respondió con voz profunda. Y sonrió. —¿Es cierto eso, Ángel? ¿Es cierto?