En realidad la decisión no fue tan complicada. Sólo se trataba de dar con el escenario adecuado. Los miles de desplazamientos vehiculares que se dan en Semana Santa, tanto de gente solitaria como de grupos y familias que desconectan de sus rutinas autómatas para huir del temperamento urbano y abandonarse a la ebriedad bucólica, era perfecto.
Yo era uno más de esos miles de cuerpos frágiles, en movimiento largo y constante, gracias a máquinas menos complejas pero más resistentes que nosotros. A los pocos kilómetros de conducción, unas nubes negras empezaron a llorar en abundancia como un presagio de lo que iba a ocurrir. Empecé a acelerar y noté, como nunca volvería a hacerlo, la ciega sumisión del pedal bajo mi pie y la suave obediencia del volante al capricho de mis manos, dirección a un futuro escogido, mientras las torrenciales lágrimas del cielo se desplazaban por el parabrisas hacia un pasado irreversible.
Por suerte no estalló ninguna de las ruedas que lo permitieron, ni hubo controles policiales susceptibles de disuadirme. Por suerte la velocidad terminal no redujo mi convicción para semejante sublimación, y el aullido del motor no se impuso al volumen de la canción elegida.
Por fatalidad para el resto de aquellos miles de vidas desconocidas, cedí al impulso calculado de dar un volantazo lleno de gracia, convertir el quitamiedos en historia, y recorrer el vacío lluvioso que me separaba de la concurrida autopista de más abajo, como una imparable certeza de locura, tragedia y muerte.
Por aquel entonces faltaban unos cuantos años para que mi inocencia fuera sustituida por la estupidez del mundo adulto. Yo todavía era un niño cuando una tarde primaveral, en el jardín de mi infancia, capturé a tres mariposas y las metí en un tarro de vidrio. Aquellas criaturas pequeñas y hermosas chocaban entre sí en un aleteo frenético apenas audible.
Mientras las observaba, se me ocurrió que si las ataba juntas, quizá volaran al mismo tiempo como si fueran tres seres en uno. De modo que me hice con un pedacito de hilo de coser, y lo anudé con paciencia y cuidado alrededor del cuerpo —justo debajo de las alas— de cada una de ellas. De seguido deposité el singular trío de lepidópteros en el suelo y, tumbado con mi mirada a ras del mismo, palmeé cerca de ellas una y otra vez en un fútil intento de que levantaran el vuelo.
El aleteo de las mariposas era débil, desacompasado y torpe, debido, con toda seguridad, a las mermas infringidas durante la operación de atado. Aquella ocurrencia cruel fracasó, con lo cual, y esta vez sí, de manera consciente, tiré de ambos extremos del hilo de coser hasta tensarlo, cerrando los nudos y destruyendo así sus órganos vitales hasta provocarles la muerte.
Fui a un rincón del jardín dispuesto a enterrar los despojos. Mi madre me vio desde la parte más alejada, y me preguntó qué estaba haciendo ahí de rodillas con tanta dedicación y silencio. Alcé la vista hacia ella y con tono invernal respondí: «Entierro a tres mariposas muertas». Equivocada respecto a la bondad de mi gesto, afloró en su mirada un brillo inequívoco de afecto y ternura.
Aquella tarde remota, comprendí junto con mi arrepentimiento por aquel triple asesinato, que fui demasiado humano. Y creedme que desde aquel día, por no matar, no mato ni el tiempo.
Dadnos la bienvenida, papis y mamis, aunque sea antes de tiempo, porque somos vuestra descendencia recién engendrada. Hoy irrumpimos en vuestros sueños de formar una familia feliz, para advertiros de que no vamos a querer esos juguetes que estáis pensando en comprarnos. Somos la próxima generación y queremos que los muñecos bebé niño y niña, en lugar de lloriquear y balbucir mamá y papá, vomiten, escupan y berreen insultos hasta lo odioso.
No vamos a querer que las muñecas y muñecos sean guapos y de anatomía proporcionada, cuando no anoréxicos, pero siempre de cabello bonito y vestidos con corrección política. Deseamos que sean feos y gordos, y que tengan el pelo como el mocho de la fregona de un matadero o calvicie de quimioterapia agresiva. Y que vistan como rastafaris, punks, heavys, skinheads... con el añadido de tatuajes y piercings.
También queremos muñecas y muñecos que reflejen ambigüedad sexual para jugar a la verdadera diversidad familiar, ya sea estructurada o desestructurada. Así como atrofias musculares y malformaciones congénitas evidenciadas en sus rasgos faciales, para jugar a médicos como corresponde. Ya no queremos que se desplacen a gatas o andando, a no ser que lo hagan en silla de ruedas o con prótesis ortopédicas.
Somos los bebés que habéis engendrado, y no queremos que nos estimuléis con juguetes estereotipados porque no queremos tener vuestros prejuicios. Así que si no nos abortáis después de esta visita onírica:
Hace un tiempo, un diputado casposo perteneciente a un partido reaccionario, en la Asamblea de Madrid, defendió la tauromaquia con la lectura de frases de personajes famosos y relevantes que iban a favor de la misma. ¿De qué otro modo intentas justificar lo injustificable cuando no eres nadie? Podría hacerse el mismo ejercicio para condenarla, pero sería obvio e innecesario a estas alturas. Y tampoco es que yo quiera tener razón, aparte de que la mierda hace tiempo que ya está inventada.
Después de aquello tenía algunas cosas en las que pensar, aunque nada parecido a pisar una iglesia o rendir pleitesía a crucificados de yeso. Pero si tenía que reponer algunas bombillas, mejor que fueran de bajo consumo. Pensé que debía quitar las grietas de paredes y techo para que dejaran de ser siniestros recuerdos. Pensé que quería borrar el círculo, pero no por ello el afable recuerdo del viejo chamán. Y pensé que todavía quedaban siete años por vivir hasta el momento de abrir el enigmático pergamino.
Pasaron un par de meses hasta que por fin pude conciliar el sueño en el sofá del comedor. Dos más cuando me atreví a hacerlo en mi habitación. Y más tiempo aún hasta que logré arrancar el ordenador sin recelo. También me impuse abstinencia monjil respecto al consumo de cualquier tipo de sexo virtual, y menos todavía ese tipo de material sanguinario y arrebatado que exhibe con certeza el lado tenebroso del ser humano.
Los días y las noches se sucedieron hasta que trajeron el momento trascendental de abrir el pergamino, que aguardaba en la guantera de mi coche como un tesoro prohibido. Eran las 0,01 de 1 de enero de 2007, y yo estaba en una gran nave industrial donde tronaba el punk electrónico de The Prodigy. Para llegar a mi coche tuve que sortear multitud de almas jóvenes de miradas vidriosas que se maltrataban el corazón y el cerebro.
Una vez dentro, abrí la guantera, cogí el pergamino y lo dejé en el asiento del acompañante sin quitarle la vista de encima. «Siete años» pensé, «siete putos años». Tiempo más que suficiente para que ciertas apetencias del pasado desaparecieran en favor de otras. El pergamino parecía respirar y que podía esperar siete años más. Pero con las manos tan temblorosas como ansiosas, desanudé el cordel, desenrollé el pergamino y leí: Cabrónidas San, los capullos ingenuos como tú a veces también ganan. Deseo de venganza, estreno el 27 de abril de 2007.
No pude más que sonreír. Al fin y al cabo, nosotros no cambiamos, salvo nuestras prioridades.
Cuando entramos en mi habitación, la persiana estaba subida y las cortinas descorridas. El sol del atardecer incidía como una bendición sobre mi escritorio. El chamán se acercó hasta él y con seriedad profesional olió el teclado, la pantalla, la torre y el rúter. Cuando acabó, contuvo un estremecimiento e hizo un barrido ocular por zonas de la habitación que yo nunca miraba, como por ejemplo el techo.
Sin palabras, me empujó hasta colocarme en una de las esquinas de la misma. Luego sacó un ungüento de su raída bolsa con el que trazó un amplio círculo en el suelo, en cuyo centro se sentó, frente al escritorio. De seguido, guardó el ungüento y extrajo un montón de huesos de vete a saber qué criatura. Los lanzó al suelo sin que salieran del círculo, leyó algo en ellos, cerró los ojos e inició una inquietante letanía en una cadencia neutra. Al rato la temperatura ambiente descendió varios grados y el chamán empezó a balancearse. De pronto, las bombillas de la habitación estallaron una por una, y el chamán aumentó la velocidad de su balanceo y el volumen de su oscuro cántico.
Aquel enfrentamiento paranormal se recrudeció. Pantalla, teclado, rúter y torre empezaron a temblar tanto más que yo. El chamán sacó de su bolsa una sonaja en la que vi, adheridos, pequeños puñados de plumas, pelos y dedos humanos. Sin ceder a su obsesivo balanceo e invocación, con la sonaja empezó a trazar arcanos signos en el aire, apuntado a los temblorosos aparatos infectados. Estos empezaron a humear al tiempo que unas grietas aparecieron en techo y paredes. El chamán se levantó como quien emerge de un fondo lodoso, sostuvo la sonaja como un mandoble, y acrecentó el volumen de su salmodia. La sonaja chamánica combustionó, el chamán la soltó con un grito, y mientras esta se calcinaba, echó mano a su bolsa y sacó una botella llena de un líquido transparente.
Si bien creo que no hay que beber en horas de trabajo, en aquel momento estaba de acuerdo en que necesitábamos un trago, o algo mucho más duro. Pero el chamán se amorró la botella y en lugar de tragar, para mi sorpresa, pulverizó el brebaje cual potente aspersor sobre los humeantes componentes poseídos, los cuales aumentaron su antinatural estremecimiento, al tiempo que un hedor inmemorial impregnó el aire y una estruendosa resonancia plañidera inundó la habitación de forma in crescendo hasta ensordecernos.
Yo me agaché contra la pared, tapándome los oídos en un intento de desconectar de aquella caótica disonancia. Entonces, la estridencia de aquel lamento sobrenatural, como agua por un sumidero, fue menguando de forma progresiva por un vacío indeterminado de la habitación, hasta dar paso a un silencio y quietud absoluta. Todo había acabado, aunque yo seguía sin poder moverme. El chamán, sudado y del todo agotado, recogió y metió en la bolsa sus enseres chamánicos. Se acercó a mí con una débil sonrisa y palmeando mi cara con afecto, me dijo: «Todo bien ahora. Esto tuyo». Y me ofreció un pergamino tan viejo como él, anudado con un estrecho cordel.
Lo acompañé hasta la salida y abrí la puerta. Había anochecido y una luna soberana presidía la calma nocturna del barrio. El chamán me miró con seria fijeza y señalando el pergamino, dijo: «No abrir hasta 1 de enero de 2007». De la seriedad pasó a la sonrisa, dio media vuelta y se alejó calle abajo, hasta que la espesa niebla de la noche lo engulló como si fuera el vestigio de otro tiempo.
Yo no quise ver nada de todo aquello, os lo aseguro. Solo alguna que otra foto de Gillian Anderson enseñando las tetas. Y navegué, navegué y navegué por la red, en busca de imágenes que nunca encontré porque por aquel tiempo no existían, o bien estaban vetadas por la propia actriz. Lo que sí existe es el software malicioso y, más por ignorancia que ineficacia de mi antivirus, aquel día se adueñó de mi ordenador por completo.
Las primeras páginas a las que me llevó la lógica algorítmica del buscador, mostraban un sinfín de desnudos parciales e integrales de actrices y cantantes femeninas, así como metrajes concretos de las películas eróticas en las que aparecieron. Pero nada de Gillian, salvo fotos seductoras y algún que otro burdo montaje pornográfico. Más por curiosidad que esperanza, cliqué en uno de esos montajes y me vi inmerso en un inabarcable mundo audiovisual de sexo polimorfo y multidisciplinar, en el que no había lugar alguno para la imaginación, por portentosa que esta fuera.
En un segundo clic, las páginas siguientes ofrecían más de lo mismo, con la turbadora peculiaridad de que sus protagonistas presentaban grotescas malformaciones y amputaciones. Hice un tercer clic para cerrarlo todo y empezar de nuevo, y como una sucesión de flashes fotográficos, aparecieron cientos de archivos venidos de un inframundo de sexo no normativo, malsano y barroco, en el que una correosa mezcolanza de heces, orina y vómito, abundaba junto con los fluidos propios del apareamiento. Otros, de superior crudeza, exhibían formas tan explícitas y enfermizas, como salvajes e incorrectas de amar a los animales.
Había llegado a un punto límite y el disco duro emitía lamentos electrónicos en un intento de procesar toda aquella depravación. Entonces, el ordenador se reinició por sí solo y dejó de ser mío. Mi buscador habitual desapareció por otro de nombre impronunciable. Con mis escasos conocimientos, intenté revertir aquella espantosa infección, y el nuevo buscador sustituyó toda aquella escabrosidad carnal, por una truculenta pesadilla de violencia manifiesta y gratuita, cuando no, una repulsiva casquería de muerte y descomposición humanas.
Estaba claro que necesitaba ayuda, y urgente. La busqué en experimentados informáticos y reputados gurús. Pero todos fracasaron aun formateando el disco duro. Algunos de ellos, pálidos y con el ánimo dañado, me miraban con lástima y aversión, se levantaban de la silla giratoria, me deseaban suerte, y sin mirar atrás huían de mi casa sin apenas esquivar los muebles que había al paso.
No sé hasta dónde llegaron los ecos de mi calamitosa situación, que al cabo de dos semanas contactó conmigo un vetusto chamán japonés más arrugado que el papel de aluminio usado. En un chapurreo un tanto cómico de mi idioma, me explicó que hacía tiempo me esperaba y que su intención era ayudarme a sanar de forma altruista, ya no mi ordenador, sino también mi mente. Dicho sea de paso bastante deteriorada de serie. Yo pensé que con toda la bajeza abisal que había visto en los últimos días, ya nada podría sorprenderme y mucho menos asustarme.