Ella es una chica de alma cenicienta con colores en la cabeza. Una suicida desubicada en el caos de su existencia que busca el consuelo en los filos cortantes de la muerte. Nada hay peor que sentirse inanimada cuando aún se respira, y ante esa certeza mutila su piel una y otra vez en busca del dolor, para sentirse viva en su carrusel de pesadilla.
Ella escribe con mitones de sangre mil formas de detener su reloj para siempre. Y aunque sabe que nunca las utilizará, su corazón se encoge a cada día que pasa, esperando la redención en una bala que lleve su nombre.
Él es uno de esos tipos que caminan solos sin mirar a los lados. Lo hace a grandes zancadas, siempre a contra viento y con las manos embutidas en los bolsillos. No huye de nada, solo se dirige a un lugar donde para él todo es más fácil, más llevadero. Él vive y grita entre los muros ruinosos de su propio laberinto del cual olvidó cómo escapar.
Es un decadente que aceptó los barrotes descoloridos de esta broma cruel de la cual también nosotros somos prisioneros. Y en sus exorcismos de alcohol, escupe textos de seres deformes que vomitan sobre los lienzos de Dios.
Ella y Él. Suicida y decadente. Dos peregrinos sin rumbo y brújula, atrapados en una trampa de alquitrán y hormigón, perdidos en el transitar de sus vidas hacia un lugar que no existe, cruzan sus caminos formando uno solo. Demasiado conscientes de su realidad, curan sus heridas una en el regazo del otro. Y suicidio y decadencia forman una singular conjunción: él tiende su brazo a la suicida para que no la engullan las arenas movedizas en las que a menudo se precipita. Ella cobija en su estómago la herrumbre torturada del decadente y acalla los monstruos.
Aparece el equilibrio y ambas tormentas se compensan.
Pero entonces los días se vuelven extraños y adoptan matices de caricatura, y suicida y decadente exhiben todo aquello que no importa y no debiera ser conocido. Lo que es un melodrama de cierta belleza entre dos caminantes que se encuentran a ciegas, pasa a ser una farándula rimbombante en la que dos farsantes desvisten sus secretos y desnudan sus miserias. Y en el chapoteo de su propia vulgaridad, los actores se descubren: los demonios del decadente son payasos sin vocación; la cicatriz en la piel de la suicida es el reclamo de un apego ridículo a la vida. Y la poesía se vuelve circo y es ultrajada, mientras que en su trono de luz, Lucifer se masturba complacido de triunfo.
La representación acaba y un telón de decepción cubre el escenario. Los caminos de suicida y decadente se bifurcan y ambos regresan a sus celdas. Dos peregrinos como tú y como yo, en este mundo horrible, maravilloso.