13/10/22

178. Suicida y decadente

    Ella es una chica de alma cenicienta con colores en la cabeza. Una suicida desubicada en el caos de su existencia que busca el consuelo en los filos cortantes de la muerte. Nada hay peor que sentirse inanimada cuando aún se respira, y ante esa certeza mutila su piel una y otra vez en busca del dolor, para sentirse viva en su carrusel de pesadilla. 

    Ella escribe con mitones de sangre mil formas de detener su reloj para siempre. Y aunque sabe que nunca las utilizará, su corazón se encoge a cada día que pasa, esperando la redención en una bala que lleve su nombre.

    Él es uno de esos tipos que caminan solos sin mirar a los lados. Lo hace a grandes zancadas, siempre a contra viento y con las manos embutidas en los bolsillos. No huye de nada, solo se dirige a un lugar donde para él todo es más fácil, más llevadero. Él vive y grita entre los muros ruinosos de su propio laberinto del cual olvidó cómo escapar. 

    Es un decadente que aceptó los barrotes descoloridos de esta broma cruel de la cual también nosotros somos prisioneros. Y en sus exorcismos de alcohol, escupe textos de seres deformes que vomitan sobre los lienzos de Dios.

    Ella y Él. Suicida y decadente. Dos peregrinos sin rumbo y brújula, atrapados en una trampa de alquitrán y hormigón, perdidos en el transitar de sus vidas hacia un lugar que no existe, cruzan sus caminos formando uno solo. Demasiado conscientes de su realidad, curan sus heridas una en el regazo del otro. Y suicidio y decadencia forman una singular conjunción: él tiende su brazo a la suicida para que no la engullan las arenas movedizas en las que a menudo se precipita. Ella cobija en su estómago la herrumbre torturada del decadente y acalla los monstruos. 

    Aparece el equilibrio y ambas tormentas se compensan.

    Pero entonces los días se vuelven extraños y adoptan matices de caricatura, y suicida y decadente exhiben todo aquello que no importa y no debiera ser conocido. Lo que es un melodrama de cierta belleza entre dos caminantes que se encuentran a ciegas, pasa a ser una farándula rimbombante en la que dos farsantes desvisten sus secretos y desnudan sus miserias. Y en el chapoteo de su propia vulgaridad, los actores se descubren: los demonios del decadente son payasos sin vocación; la cicatriz en la piel de la suicida es el reclamo de un apego ridículo a la vida. Y la poesía se vuelve circo y es ultrajada, mientras que en su trono de luz, Lucifer se masturba complacido de triunfo.

    La representación acaba y un telón de decepción cubre el escenario. Los caminos de suicida y decadente se bifurcan y ambos regresan a sus celdas. Dos peregrinos como tú y como yo, en este mundo horrible, maravilloso.


10/10/22

177. Ni magia ni milagro

    Íbamos cinco montados en el coche, silenciosos e inmersos en nuestros pensamientos. Volvíamos de un sudoroso concierto de Brutal Truth en el que dejamos nuestros demonios y frustraciones. Era noche cerrada, hacía frío y una lluvia suave entristecía el escenario. Un kilómetro después de dejar atrás Monistrol de Montserrat, nos sorprendió la figura de un encapuchado que caminaba, encorvado, a grandes zancadas por el arcén, lidiando con la oscuridad y los elementos.

     Parecía un tipo inofensivo con prisa, por lo que consensuamos pararnos para ver si necesitaba ayuda o le había ocurrido algo. 

    Era un joven cercano a la treintena que, según nos contó, se había quedado tirado en Monistrol y que regresaba a su casa, ubicada a unos siete kilómetros de distancia en su sentido de marcha.

    No es que fuéramos solidarios en exceso. De haber observado algo inusual o sospechoso, habríamos pasado de él, pero sabíamos muy bien lo que es quedarse tirado por ahí en cualquier lado y que nadie te recogiera. Así que como nos pillaba de paso a nuestro destino, decidimos llevarlo a su pueblo.

    Pasados unos cuatro kilómetros, dos integrantes de las fuerzas represoras nos dieron el alto. Algo esperable, pues si bien no suelen patrullar carreteras secundarias durante un clima de hostilidad moderada, siempre aparecen cuando no se les necesita. Así que mientras aminoraba la velocidad hasta detenerme, me fui cagando en varias vírgenes y deidades que, dicho sea de paso, tampoco necesitamos.

    Por cierto, Willy Toledo es un gran tipo.

    Aquellos perros adiestrados del Estado estaban embutidos en sus impermeables. Uno de ellos nos dio las buenas noches y me preguntó de dónde venía, a dónde iba, y sobre todo, por qué íbamos seis tíos montados en un coche con capacidad máxima para cinco. Cuando acabé de responder, el mosso, muy serio, me miraba. Y yo lo miraba a él. Y él me miraba a mí. Y yo a él. Y él a mí. Y yo a él. Y él a mí. Y yo a él. La lluvia continuaba cayendo, inalterable, como inalterable era la rocosa mirada del mosso. Entonces, con una amplía y repentina sonrisa, más empapado de preponderancia que de agua, dijo: «Pues voy a proceder a la sanción pertinente». 

    La ley de Murphy se impuso a cualquier posible gesto humanitario, y se confabuló con las leyes de los hombres. Con fingido abatimiento —como a ellos les gusta—, asumí las consecuencias de mi infracción, al igual que el muchacho encapuchado, que se vio obligado a reemprender su fatigoso camino tal y como lo había emprendido. 

    No hubo milagro alguno que doblegara el cumplimiento inflexible del deber. Ningún tipo de magia obró en favor del necesitado. Y lo único que tuvo sentido aquella noche, fue la suave lluvia ahogando la tierra como si nada importara. 

    

6/10/22

176. Desde las cloacas

    Tuve deseos de odiarte, pero eran deshonestos por mi parte. Porque yo, al igual que tú, también engañé a la persona que amé. Mirándola por encima del hombro, desde arriba, cuando siempre estuve muy por debajo de ella.

    A él lo tratabas con displicencia y desdén, y parecías disfrutar con ello. No sé muy bien en qué momento nos volvimos indignos y dejamos de lado el respeto, salvo para pisotearlo cegados de vanidad. 

    Desde luego ambos merecían algo mucho mejor que nosotros. 

    Ha pasado mucho tiempo. Mi corazón ha envejecido y solo queda el reconocimiento de errores irreversibles y una catarsis purificadora. Y después de todo aquel montón de mierda, hoy nos hemos vuelto a ver. 

    Nos hemos reconocido pese al tiempo pasado y la distancia que nos separaba, y he sentido en tu inmovilidad el mismo deseo de acercamiento que has percibido tú en la mía.

    Me he imaginado de nuevo contigo, y he recordado aquellos dos animales envenenados que fuimos. Y me he preguntado por qué no cometer una jodida locura allí mismo. 

    ¿A quién coño le importa si de nuevo todo se va a la puta ruina? Seamos otra vez portaestandartes del dolor y la mentira. Tú y yo otra vez.

    Pero nos hemos contenido, y segundos después nos hemos movido para continuar con nuestras vidas. Quizá aprendimos algo de todo aquello. Quizá aquello nos cambió y ya no somos los mismos.

    En cualquier caso, nos perdemos de vista dejando claro que ni tú te acercarás a mí, ni yo permitiré que lo hagas.


3/10/22

175. Tres minutos

    Alguien, de máxima autoridad, dio una orden. 

    Mientras, el mundo seguía con su obstinada rotación secular, y sus habitantes seguíamos demasiado ocupados en encontrar un sentido a nuestra existencia. Algunos ignorantes continuaban arrodillándose ante estúpidas estatuas y símbolos. Otros, atendiendo a la razón y la ciencia habían perdido toda esperanza. Y los más afortunados vivían en sus confortables burbujas virtuales, sonrientes y felices.

    Nos hicieron creer que las urnas eran nuestra voz y que podíamos decidir. Que éramos capaces de cambiar el mundo cuando solo se nos permite observarlo, y a poder ser sin hacer demasiado ruido. Y consiguieron que nos sintiéramos dueños de nuestro destino, e incluso que controlábamos nuestra realidad más inmediata. 

    Pero alguien de máxima autoridad dio una orden, y un par de manos obedientes giraron un par de llaves en un gesto sincrónico. El protocolo nuclear fue activado y se impuso su lógica devastadora. Y la jodida verdad era que no teníamos ni puta idea del rumbo que tomarían nuestras vidas en los próximos tres minutos.


29/9/22

174. En el bar 3

    Qué bar no ha tenido como cliente a ese showman innato, que hace del acontecimiento más mundano el chiste más reído. El nuestro era un prestidigitador hábil y lenguaraz en contar chistes y demás deformaciones de la realidad. Ya cuando lo conocimos, respondía al nombre de Metralla, pues era imparable como la risa que producía, cuando a bocajarro desataba su talento humorístico. 

    Algún ser superior le concedió el don de contar buenas historias, a menudo crueles y descacharrantes. Muchas veces tuvimos que suplicarle que cerrara la boca al tiempo que se nos nublaba la vista y nos acercábamos a la embolia, y él, sabiéndonos a su merced, sacaba partido de cualquier situación. El hecho más anodino lo desmontaba, barajaba los trozos a su antojo y los reconstruía en un prodigio tragicómico, a veces hermoso y siempre surrealista.

    Un día —ahora hará más de quince años— dejó de salir y no se le volvió a ver. Sin más. La desaparición de Metralla fue inesperada, descuadró a todos —incluso a Demetria, que durante días dejó de roer con la voracidad acostumbrada— y fue fruto de cábalas místicas y trasnochadas.

    Algunos dijeron que Metralla emprendió uno de sus reiterados viajes de LSD del cual ya no pudo regresar. Otros, que consumió alguna mierda adulterada de Jabba o del Joan de la riera, y lo pagó con la muerte. Y los que más, que ingresó en una secta que dedicaba el tiempo a comprender los entresijos del Gran Arquitecto. Incluso intentamos recurrir a las oscuras artes de la señora Tere, pero nos conminó, por nuestro bien, al respeto y a la prudencia para con unas fuerzas que, ni entendíamos, ni jamás seríamos capaces de entender. 

    Por mi parte, aunque verosímiles, jamás creí en aquellas conjeturas y como no encontraba ninguna explicación satisfactoria para tan súbita desaparición, durante un tiempo seguí llamándolo por teléfono hasta que asumí la veracidad de la misma. Soltero y sin familiares conocidos, tuvimos que resignarnos a que Metralla se volatilizó de nuestro entorno, dejándonos un vacío raro y desencajado. 

    A veces me invade su recuerdo en los momentos más insospechados, y lo evoco en el ambiente desquiciado del bar, en una cómica aparición de ultratumba, en la que su antaño frondosa mata de pelo, son unos mechones ralos que la mugre apelmaza por parroquias. La tiña, piojos y chinches, corretean en simpático compadreo por entre los matojos de pelo, y algún que otro minúsculo mamífero sobresale saltarín por entre los pelos de su perilla. 

    Al tiempo, cuatro moscardones verdosos gravitan permanentes, cual satélites craneales, alrededor de ese microcosmos sarnoso. Su tez alquitranada exhibe oscuridades propias de un cielo encapotado, y las piezas dentales de su mandíbula inferior, caballuna como una malformación, presentan peor aspecto que la quijada cariada de un orco. Mal que bien, torcidas y con los cristales rotos, conserva sus gafas que palian con cuestionada eficacia su miopía galopante y sus pendientes, antes destellantes al sol, son diminutos puntos negros en los lóbulos. 

    Y allí, entre el bullicio de la ebriedad, la peligrosidad de las apuestas ilegales y la euforia del narcótico, lo vuelvo a ver contar como nadie todo aquello que él considerara digno de la mofa más aguda y contagiosa. 

    Después de la desaparición de Metralla, el bar de Sito continuó cinco años más hasta su fin, y durante ese intervalo de tiempo, no pasó un día sin que uno u otro recordara la de risas que nos provocó,  y en definitiva, lo grande que fue estuviera donde estuviera.

    Esté donde esté.


26/9/22

173. Yo, a lo mejor

    Yo, a lo mejor podría abrirme una cuenta en ask.fm. No me importarían tus inquietudes ni tus pensamientos. Tampoco de dónde vienes ni quién eres. Si eres él o ella o si me admiras o me odias.

    Yo podría abrirme una cuenta en ask.fm, y te haría creer que te adentras en mi vida permitiéndote que cosieras mi alma a preguntas, que de eso se trata. Preguntas banales, íntimas, trascendentales, ofensivas y de todo tipo. Y te haría creer que me desnudo ante ti. Y de ti me reiría cuando creyeras que me estás lastimando, o alimentado mi ego hasta la obesidad mórbida. 

    Yo, a lo mejor podría abrirme una cuenta en ask.fm para ser otro idiota contestando las idioteces de otros idiotas. Pero preferí abrir un blog en el cual mi musa preguntaría: «Pero, Cabrónidas, ¿estás amargado?, ¿estás enfadado?, ¿esto es una manera patética de llamar la atención?». Y yo le contestaría que no, no y no. Y de seguido le preguntaría: «¿Acaso no oyes mis carcajadas rivalizando con el bramido de la ciudad? Tan solo vomitar, querida musa». 

    «Entre trago y trago, tan solo vomitar».


22/9/22

172. En el bar 2

    Dos camellos de baja estofa, pese a su reconocido prestigio urbano por la calidad del material que manejaban, sentaron su centro de operaciones en el bar de Sito. Uno de ellos era conocido como Jabba, ya que las monstruosas carnes que lo cubrían eran tan blandas, grasientas y correosas, que más que andar, reptaba.

    Jabba hacía gala de una animadversión superlativa contra toda la humanidad, y muy rara vez interactuava con sus iguales. Y si lo hacía, era siempre con una antipatía a quemarropa y porque estaba de buen humor. A nosotros nos hacía gracia su acidez social, y a él le encantaba contar esa clase de chistes que explotan con total desvergüenza el dolor y la desgracia ajena, para luego estallar en carcajadas hasta la lágrima.

    A mí me contó el del macroconcierto celebrado el 7 de agosto de 1996 en el camping de Biescas, donde tocaron Los del Río, Aguaviva y Sepultura. 

    El otro camello se llamaba Joan. Salvo en el sentido del humor, mostraba enormes diferencias respecto a su compañero de profesión. En lo corpóreo, era más estrecho que un silbido y más largo que el cuello de una jirafa con hambre. Su cabeza, pequeña como si se la hubieran reducido los jíbaros, presentaba una destacada tonsura circular del tamaño de un reloj de pulsera. Su cara siempre exhibía un gesto de alerta, incluso en los momentos en los que no había razón para ello, y solo cuando bebía o fumaba, sus rasgos se suavizaban. 

    Buen conversador y lector de libros de historia, cuando lo conocí, era ya un excocainómano reciclado a traficante, y me explicó que de nada sirvieron sus reclusiones en centros de desintoxicación. Su verdadera sanación fue gracias a su padre, madre y hermano mayor, que lo secuestraron en la enorme casa de payés donde se crio. Una construcción alejada del mundanal ruido, aledaña a una cantarina riera y rodeada de bosque en el que se perdió, bajo estricta vigilancia familiar, las veces que consideró menester. 

    Después de dos años de aislamiento monacal en el que no recibió visita alguna, Joan de la riera —así apodado tras su resurrección— retomó su contacto con la civilización, curado: solo fumaba hachís y bebía en exceso.

    Un día, como en otras tantas ocasiones, Sito fue a meter su Renault 25 en el garaje. Nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde. La primera en reaccionar fue la pequeña Demetria, que en cuanto oímos el primer bramido de dolor, ya se había tapado los ojos. Sito movió el coche marcha atrás dos metros y aplastó el abdomen de nuestra querida Lúa, que a saber por qué, estaba agazapaba como una falca en una de las ruedas traseras del coche. 

    Los aullidos fueron de una agonía tan profunda que parecieron perdurar en el aire durante días. Aquel fue uno de los capítulos más negros en la historia del bar, y todos decidimos no hablar de él y relegarlo al olvido. Todos menos Joan de la riera, que si bien no era un tipo irrespetuoso, aquel día pimpló bastante y cometió la imprudencia de reabrir aquella puerta prohibida, cuando llevaba más de año y medio cerrada.

    La osadía fue así: 

    —Sito, ¿te acuerdas de aquel viernes cuando fuiste a meter en el garaje el Renault 25 y reventaste a la Lúa?
    —Sí, qué. 
    —Que hoy también es viernes y tú no mataste a la Lúa, Sito. La Lúa se suicidó.
    —Mira, Joan, me voy a cagar en...
    —La Lúa se suicidó, Sito, ¿sabes por qué? ¡Porque estaba hasta los cojones de todos nosotros!

    Sito agarró al Joan por la pechera con la clara intención de esculpirle una nueva cara en no más de tres o cuatro hostias certeras. Por el contrario, Joan sonreía con insultante indiferencia ante la posibilidad de aquella cirugía facial extrema. De pronto, la puerta que delimitaba el bar de la casa se abrió, y la señora Tere apareció como si se desplazara sobre raíles, sentenciando: «Joan, eres un desgraciado. Ahora mismo te vas a tu casa y te quedas allí todo el fin de semana. Y no te alejes mucho del lavabo, ¡porque lo vas a necesitar más de lo acostumbrado!».

    Todos —incluso Demetria, con sus ojitos muy abiertos y su boquita en una O— miramos a Joan. Un murmullo colectivo que le presagiaba males inenarrables, llenó el bar como una densa nube hasta perderse en el techo. Joan ya no sonreía. Sito lo soltó. Y la señora Tere reculó marcha atrás sin quitarle ojo de encima hasta desaparecer por el umbral. La puerta, sola, se cerró tras ella, y luego, el silencio.

    Para cuando llegó el martes, el Joan de la riera —más delgado de lo habitual—, nos explicó que casi muere deshidratado por culpa de unas diarreas venidas de otro mundo.



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