Robb Flynn militó en dos bandas de thrash metal llamadas Forbidden y Vio-lence. Fue en la segunda —cuyo nombre define con fidelidad la música del grupo— en la que todos conocimos en profundidad el buen hacer de Robb a las seis cuerdas. Sin embargo, Robb Flynn, como músico en plena evolución y creatividad, necesitó marcharse de Vio-lence para seguir creciendo y así fundar, junto con Adam Duce, la banda de groove metal llamada Machine Head, en la que además adoptó el papel de vocalista.
En este nuevo grupo, no solo la guitarra de Robb vuelve a crujir con gran delicia, sino que descubrimos que canta con una voz potente y dura como corresponde al género. En este vídeo, no obstante, Robb Flynn se aleja por completo de los registros vocales y sonoros a los que nos tiene acostumbrados, y nos obsequia con una conmovedora balada de tintes melancólicos demostrando que, no solo es el gran músico que todos sabíamos que era, sino que para los que dudábamos, tiene corazoncito.
Soy un parado de larga duración. Soy una mujer a la que le han hostiado la cara demasiadas veces. Soy un tipo que lo perdió todo por incompetencia de su abogado matrimonialista. Soy un exmilitar que convive en sus noches de insomnio con los alaridos de un millón de cadáveres. Soy otra más sometida a explotación sexual bajo amenaza de muerte. Soy cualquier persona lo bastante jodida como parar empuñar un revólver contra sí misma. El mismo que compré en el mercado negro y lleva dormido en el fondo del cajón, esperando.
Pero hoy me he despertado con el pie izquierdo y he decidido que voy a ser el sacerdote de mi exorcismo. Voy a dejar salir los demonios y que se lleven toda la basura.
Me ducho. Pienso en almorzar pero no como nada. Bebo, solo bebo. A veces lloro. Y mientras bebo y lloro me visto y salgo al mundo con mi revólver y una botella de vino recién empezada.
Son las ocho y media de la mañana. La primera persona con la que me cruzo es esa chica de 1.º de bachillerato.
—Buenos días. ¿Vas a recoger hoy la mierda de tu perro? —¿Qué? —Quítate los auriculares, niña, que te estoy hablando. Que si hoy te vas a dignar a recoger la mierda de tu perro. —Y a ti qué te importa. Déjame en paz.
Disparo.
La muchacha ni siquiera tiene tiempo de sorprenderse. El impacto de bala atraviesa el entrecejo de sus bonitos ojos azules y la levanta unos centímetros del suelo. Cuando cae, lo hace al lado de la última mierda canina que nunca recogerá, y su futuro se esfuma como el humo de mi pistola. El perro gimotea y un tanto dubitativo, empieza a olisquear esa nueva esencia desconocida que desprenden los sesos humanos. Escondo el arma en la cintura del pantalón, doy un trago y sigo andando. El día es espléndido y me ofrece colores que hacía tiempo que no veía. Puede que sea porque me siento feliz de nuevo y ya no recordaba esa sensación.
El tiempo se estira. No sé el rato que llevo andando. A lo lejos veo a un tipo muy bien trajeado que se apea de un coche el doble de caro que los pisos de mi barrio, ya de por sí caros. Cuando llego lo bastante cerca, veo que el tipo está pateando a un indigente. El hombre rico resopla por el esfuerzo que eso le supone, y el hombre pobre, en posición fetal, se esfuerza por protegerse. Doy un trago y me pregunto por qué un hombre que en apariencia lo tiene todo, querría apalizar a otro que en apariencia no tiene nada.
Puede que el hombre rico tiene un mal día porque han bajado sus acciones en bolsa. Quizás el hombre rico ha discutido con su mujer porque ella ha descubierto que es un adúltero. A lo mejor el hombre rico ha falseado las cuentas de su empresa y el fisco le está soplando en la nuca. O más sencillo aún: el hombre rico, como que es rico, hace lo que le sale de las pelotas y hoy solo necesita desahogarse. El puto hombre rico...
—Eh, don traje, ¿tienes hijos? —El tipo se gira. Veo el desprecio grabado en su cara. —¿Que si tengo...? Sí, tengo hijos. ¿Tú quién coño eres?
Disparo.
Una pequeña explosión sanguinolenta aparece en su caja torácica. Suficiente para que el tipo sepa que hoy no es su día de suerte, antes de caer sobre la modesta edificación de cartón en la que vive el mendigo. Hoy llorarán en el mundo de los ricos y la opulencia se vestirá de negro. Hoy los niños ricos también se quedan huérfanos y sus madres ricas también enviudan. Le doy un generoso trago a la botella y luego se la ofrezco al vagabundo. «Ten, amigo. Creo que la necesitas más que yo». La mirada del mendigo se ilumina con ese brillo de quien lleva largo tiempo sin esperar nada. Quizás porque en algún momento de su vida le quitaron algo irrecuperable. Quizás hoy vuelve a creer.
Las diez de la mañana. El día mejora por momentos porque respiro magia en el ambiente. Y todavía me quedan cinco balas para hacer el bien entre tanto mal. Escondo mi revólver de nuevo y entro en el instituto que hay camino a mi casa. Debe ser la hora del recreo o algo así, porque los pasillos están abarrotados de estudiantes que salen de sus aulas. Veo saturación en muchos de ellos. Y prisa, mucha prisa. Los pasillos se vacían en un momento y por fin encuentro lo que buscaba: sala de profesores. «Vaya, han descuidado el lenguaje inclusivo».
Hay dos profesores y dos profesoras.
—Buenos días. ¿Qué tal? —¿Quién demonios es usted? —pregunta una profesora. El resto están sorprendidos. —Eso me pregunto yo desde hace meses y sigo sin saberlo. Desde luego, no soy el jodido Charles Bronson. Por cierto, ¿qué hacen fumando? ¿No está prohibido? —Escuche —interviene otra profesora—, si no podemos ayudarle, será mejor que se vaya. No puede estar aquí. —No se preocupe; no pueden ayudarme. Pero sí podrían haber ayudado a la chica de quince años que estudiaba en este instituto de mierda y que hace quince días se suicidó por acoso escolar. —Mire, váyase de inmediato o llamaremos a la policía. —Los cuatro docentes se miran y se revuelven en sus asientos. —Apuesto a que sí. De repente se han vuelto muy eficaces. ¿Cuántas veces se tiene que denunciar el acoso escolar para que los de su gremio, en lugar de girar la cara, muevan el culo? —¡Váyase de aquí ahora mismo o llamo a la policía! ¡Usted no tiene ni idea! ¡Usted...!
Disparo, disparo, disparo y disparo.
Cuatro docentes que deshonraban su respetable profesión, hoy dejan de hacerlo. Los padres de la joven suicida seguirán destrozados de por vida. Nadie sabrá la verdad, pero hoy el mundo es un poco mejor. Salgo del instituto sobre las doce del medio día dirección a mi casa, y es que tengo hambre. Y lo hago con una sonrisa más radiante que el sol que baña la calle. Será verdad eso que dicen que llevar a cabo buenas acciones te hace sentir realizado. Durante el trayecto, todos aquellos con los que me cruzo me miran con horror, me señalan con el dedo y me esquivan. De pronto, cuando llego a mi piso, oigo el aullido de unas sirenas.
Los buenos van a por el malo. Los espero con una cerveza en la mano y la pistola en la otra, sentado en el suelo. Los que dicen proteger y servir se identifican a gritos y me exigen que salga con las manos en alto. Mi revólver aún está caliente y brilla. Miro por la ventana y veo a una numerosa agrupación de ciudadanos, buenos y obedientes, apiñados en la acera tras el cordón policial, con los mentones alzados. Algunos de ellos sujetan a sus menores en su regazo girándoles la cara, pero no se van.
Hay espectáculo y es gratis.
Las fuerzas represoras repiten su orden. Mañana, en varios platós de televisión, los llamados expertos se emborracharán con lo acontecido, ensalzarán la labor de los héroes y condenarán las acciones del monstruo. Y pasarán de tratar los problemas de fondo y estructurales, mientras que la sociedad de bien seguirá siendo esa abultada y sucia alfombra bajo la que ocultar tragedia y mierda.
Pero yo estoy en paz. En paz con todos desde ni recuerdo.
Los que protegen los intereses del Estado destrozan la puerta e irrumpen. Exclaman que suelte el arma, me tire al suelo y ponga las manos en la cabeza. «No más demonios, joder», y levanto mi arma.
Abajo, los móviles destellan y las redes sociales arden.
Ah, las normas de educación, tan bien arraigadas. Me complican la vida y me conducen a la infelicidad. Dicen que una palabra agradable y animosa muy de mañana, es más efectiva que el mejor de los medicamentos. Por eso me han inculcado que a los desconocidos de mi día a día les tengo que desear buenos días, buenas tardes y buenas noches, aunque me dé igual su existencia o los atropelle un camión. ¿Se puede ser más hipócrita?
Lo mismo cuando comen. Digo que les aproveche, cuando no me importa que al segundo siguiente se atraganten e incluso mueran. ¿Se puede ser más despreciable?
Y si no, las normas de educación a contranatura, que son las peores. El cuerpo, cuando lo considera oportuno, ejerce sus mecanismos para expulsar gases, por vía bucal o anal, y tienes que aguantártelos si estás acompañado, por temor a que te llamen guarro y te señalen con el dedo. Ya sé que no cuesta nada tener buenos deseos y expresarlos para los demás. Si algo hacemos bien los humanos es aparentar y mentir, y sin que se note.
Pero ya no puedo más. Basta de expresar cosas que no siento y de ir en contra del sabio funcionamiento de mi organismo. Hacerlo me lleva al estrés y al conflicto interior. Voy a buscar la felicidad en esta sociedad tan contradictoria que hemos creado. Y la voy a encontrar aun a riesgo de que me insulten y me releguen al ostracismo.
Seré el objeto de sus mofas y el tema de conversación cuando no los tenga delante. Y de puertas para afuera gastarán tolerancia, mientras que en la intimidad de sus casas, a su manera, me condenarán y juzgarán de modo educado, porque ellos sí lo son. Y seré el amargado, el desagradable, el raro, el enfermo, el antipático, el loco... el maleducado.
Los noticiarios llevan un mes informando de que hoy es el fin de la Humanidad, y que a las 00:01 del nuevo día dejaremos de existir. Sabemos que siempre mienten, pero esta vez les hemos creído porque la noticia ha sido televisada en todo el mundo. Y porque más de un presentador, después de recordarnos que hoy es el fatídico día, se ha volado la cabeza. Hasta la fecha, y suponemos que no habrá otra, estos actos tan lamentables son los más compartidos en toda la historia de las redes sociales.
En fin —y nunca mejor dicho—, la pregunta que durante el principio de los tiempos ha atormentado al hombre, ha sido contestada. Seguimos sin saber de dónde venimos, pero sabemos a dónde nos vamos. Y es a tomar por culo. Bien, eso también lo hemos sabido siempre. El caso es que hace un mes que también sabemos cuándo: y es hoy. Los marcianos existen, han dado muestras de vida y van a por nosotros con todo su armamento pesado.
Tal y como han vaticinado el Papa, Hacienda, los Servicios de inteligencia, la agrupación mundial del canto tirolés, Iker Jiménez, Javier Sierra, Paco Porras, Leticia Sabater, Rappel, Aramis Fuster y otras eminencias de menor relevancia, hoy, desde primera hora de la mañana, las millares de naves que circundaban la Tierra un mes atrás con intenciones hostiles se han hecho visibles.
En contra de lo que se puede pensar, nadie corre y todos se hostian. Las viejas rencillas que desde siempre utiliza el poder para enfrentarnos siguen importando. Es más: cobran una nueva dimensión, más primaria y elemental, porque todos vamos a morir hoy. ¿Qué más da el recato, las leyes, las legislaciones, las normas de convivencia, eso llamado tolerancia, las conductas que siempre han regido nuestras vidas? Hoy, el comportamiento humano es más humano que nunca, por eso el desorden se antepone a la injusticia y la única bandera es la del pillaje y la barbarie. Así que a la mierda: seamos libres de verdad, aunque solo sea durante veinticuatro horas.
Por lo que a mí respecta, me acabo de despedir de amigos y familiares. Me acabo de dar la última ducha y me dispongo a encontrarme con ni novia, Cabronicia, para pasar juntos este último día, hasta que la aniquilación masiva nos encuentre en un rítmico baile pélvico como último homenaje a la vida. Por supuesto, lo haremos en la intimidad de nuestra alcoba y no en la calle, como está ocurriendo desde primera hora de la mañana.
La noche se cierne y aunque las cosas importantes ocurrieron ayer, corro tanto con el coche que los neumáticos chillan. Opto por rutas alternativas, ya que en las habituales impera un caos incontrolable, pero el tiempo se agota y tengo que acortar camino. Así que en un arrebato de locura atropello a una delirante comitiva de Hare Krishna que danzan, descoordinados, por una de las calzadas principales de la ciudad. Mi primera reacción es de sobrecogimiento. Nunca había matado a nadie antes, a excepción de un escarabajo, pero fue sin querer. De todas formas da lo mismo: esos pobres capullos se van al amparo de la señora de la guadaña un poco antes que nosotros.
Cuando llego al portal del piso de Cabronicia e intento abrir, resulta que me he dejado las llaves. Empiezo a ponerme nervioso. Clavo el dedo en el timbre del portero automático, una, dos y hasta tres veces, pero no hay suministro eléctrico. Ya no estoy nervioso: estoy horrorizado. Cojo el móvil, que marca las 23:55, lo cual quiere decir que me he retrasado sobre la hora convenida, y llamo a Cabronicia. Pero no contesta, joder, no contesta. Y yo quiero disfrutar de la compañía de mi amada, volver a sentir el contacto de su cuerpo, firme y elástico como el de un arco vikingo, antes de abandonar este mundo de mierda.
Sumido en la más honda desesperación tiro el móvil al suelo, y haciendo bocina con las manos dirección a la ventana me desgañito llamándola. Ella sale al balcón. Me mira con cara de pasmo, pero enseguida entiende la urgencia de mis gestos. En un parpadeo se abre la puerta del portal y ya estamos, por fin, uno en brazos del otro.
Quizás no es tan tarde después de todo. Aún nos da tiempo de dedicarnos una sonrisa y reconocernos de nuevo. Aún nos da tiempo de que nuestras miradas hablen y urdan planes. Aún nos da tiempo de resolver todo aquello que alguna vez callamos. Aún nos da tiempo de dedicarnos los «te quiero» de toda una vida. Aún nos da tiempo de sentirnos en un beso y de crear un nuevo recuerdo.
Aún nos da tiempo, aunque el cielo retumba, ilumina la noche y el mundo se abre como ojos que despiertan.
Dos cuerpos muertos yacen sobre el colchón mugriento de una habitación pequeña, viciada de deseos incumplidos, paredes empapeladas con la nicotina del desencanto, y cortinas que caen como lágrimas negras cubriendo un cristal por el que nunca entra la luz.
Dos cuerpos muertos se miran más allá de sus pupilas dilatadas, mientras en el parque de abajo los niños ríen al sol de la tarde. El tráfico se congestiona y los cláxones aúllan en los ríos de alquitrán. En las terrazas la banalidad campa a sus anchas.
Dos cuerpos muertos tienen, a su derecha, una mesa en la que hay un cenicero desbordado de colillas, un mechero acabado, unas pocas fotografías de sueños arrugados, una cucharilla oxidada y un par de jeringuillas bendecidas por un dios ingrato.
Él y ella están muertos, mientras la bombilla oscilante del techo esboza con su luz malsana imágenes de pesadilla.
Recuperas la certeza de tu existencia mediante una compleja reprogramación vital en la que antes no había nada. No sabes cómo has llegado hasta aquí. No tienes recuerdos, salvo algunas imágenes que te parecen fotogramas de una vida que no reconoces: la onda expansiva de una explosión devastando todo a su paso, y tu cuerpo pulverizándose en medio de un infierno. Todo concentrado en un segundo que dio paso a un final inesperado y abrupto.
Despertar.
Emerges de una pesadilla de profundidad abisal, donde te contemplabas a ti misma en un sobrecogedor silencio cósmico, ingrávida en el vientre materno cuando todavía estaba todo por empezar. Te encuentras en posición horizontal bajo el techo de una sala de luminiscencia azulada, fría y aséptica. Un silencio intranquilizador ocupa la estancia, roto por quedas intermitencias electrónicas de una avanzada tecnología que te rodea.
Reconstruida.
No sabes quién fuiste; no sabes quién eres. Tratas de obtener respuestas intentando retrotraer tu nueva consciencia a un pasado que ya no existe, y te pierdes en la ausencia de los recuerdos que ya no están. Despiertas y te ha parecido el letargo finito de toda una vida y te miras a ti misma sin reconocerte, reconstruida en una inquietante anatomía sintética de tejido y sangre, automatismos y ciencia, cuya única humanidad reside en esa pequeña grieta que empieza a abrirse en lo más recóndito de tu mente.
De preguntarle, él te contestaría que le gusta la soledad. Que le encanta estar solo. Te diría que pasa mucho tiempo solo sin más compañía que la que ofrecen los libros, las calles en penumbra, el celuloide y la música. A veces mira más allá de todas las cosas donde ni siquiera la imaginación es capaz de llegar. Él vive solo, en un piso que es como todos los pisos. Aunque allí afuera, en la calle, tiene un millar de conocidos y unos pocos amigos.
Él te diría que en sus primeras notas de parvulario de las que conserva un vívido recuerdo, la profesora escribió: «Es un niño vago. A veces llora de furia cuando se le reprende, pero se le pasa enseguida». Lo de la furia es algo que por necesidad ha superado y la mantiene larvada. Pero ahora, cuando llora, no se le pasa pronto y cree que la abundancia de sus lágrimas puede anegar una ciudad entera.
Él te diría que ahora que el tiempo le conduce a empellones hacia la senectud, sueña con una retirada feliz, como esos escritores que una vez finalizan su obra maestra parecen desaparecer de la civilización. Te diría que le gustaría encerrarse en casa y no ver a nadie, porque, entre otras cosas, está asqueado de un mundo decepcionante que hace tiempo no reconoce.
Encargaría los discos compactos, los libros, las películas, la comida y el alcohol por internet. Y quizás, cuando la soledad pasara de ser elección a tortura, se acercaría al mar buscando alguna razón en las olas. Lo haría de noche, cuando nadie pudiera asustarse de sus uñas negras y afiladas, su dentadura cariada, sus greñas apelmazadas como ramas de árbol moribundo, y de su ropaje andrajoso y deslucido.
Pero, como también es un tipo agradecido y lo aceptasteis con sus muchas imperfecciones, permitiría que lo visitarais con contraseña. Siempre y cuando os apeteciera y no os importara bucear con él en la chatarra, despotricarais de su colección de esporas, moho y hongos y, sobre todo, no preguntarais el porqué de su soledad de náufrago y soportarais los indicios de su propia meada.