De preguntarle, él te contestaría que le gusta la soledad. Que le encanta estar solo. Te diría que pasa mucho tiempo solo sin más compañía que la que ofrecen los libros, las calles en penumbra, el celuloide y la música. A veces mira más allá de todas las cosas donde ni siquiera la imaginación es capaz de llegar. Él vive solo, en un piso que es como todos los pisos. Aunque allí afuera, en la calle, tiene un millar de conocidos y unos pocos amigos.
Él te diría que en sus primeras notas de parvulario de las que conserva un vívido recuerdo, la profesora escribió: «Es un niño vago. A veces llora de furia cuando se le reprende, pero se le pasa enseguida». Lo de la furia es algo que por necesidad ha superado y la mantiene larvada. Pero ahora, cuando llora, no se le pasa pronto y cree que la abundancia de sus lágrimas puede anegar una ciudad entera.
Él te diría que ahora que el tiempo le conduce a empellones hacia la senectud, sueña con una retirada feliz, como esos escritores que una vez finalizan su obra maestra parecen desaparecer de la civilización. Te diría que le gustaría encerrarse en casa y no ver a nadie, porque, entre otras cosas, está asqueado de un mundo decepcionante que hace tiempo no reconoce.
Encargaría los discos compactos, los libros, las películas, la comida y el alcohol por internet. Y quizás, cuando la soledad pasara de ser elección a tortura, se acercaría al mar buscando alguna razón en las olas. Lo haría de noche, cuando nadie pudiera asustarse de sus uñas negras y afiladas, su dentadura cariada, sus greñas apelmazadas como ramas de árbol moribundo, y de su ropaje andrajoso y deslucido.
Pero, como también es un tipo agradecido y lo aceptasteis con sus muchas imperfecciones, permitiría que lo visitarais con contraseña. Siempre y cuando os apeteciera y no os importara bucear con él en la chatarra, despotricarais de su colección de esporas, moho y hongos y, sobre todo, no preguntarais el porqué de su soledad de náufrago y soportarais los indicios de su propia meada.