¿Por qué no tendrían que pulular críticos de blogs por la red? ¿Acaso no existen las hemorroides y las pústulas? ¿Acaso no nos acompaña la halitosis en la mayoría de nuestros despertares? ¿Es menos cierto que a menudo desatendemos el sexo blindado? ¿Verdad que las mujeres no ven porno ni se masturban? ¿Acaso alguien duda de que Gollum se reencarnó en Benedicto XVI?
Los críticos de blogs existieron cuando la blogosfera era joven. En lugar de perder el tiempo en exhibir sus propias alegrías y miserias como hacemos la mayoría, haciendo honor a su etiqueta, empleaban su pluma y su tiempo en desplegar su criterio sobre las ajenas. Se erigían sabios e instructores, decidían por ti qué blogs debías leer y cuáles relegar al ostracismo, y dictaminaban si el tuyo merecía la pena o no valía ni para envolver grasientos bocatas. Les encantaba retorcer con saña cualquier mínimo detalle que consideraran digno de mención y explotable.
Eran divertidos, y pese a que su innegable corrección en la escritura era manantial de dioses en la blogosfera, acabaron convirtiéndose en una burda parodia de sí mismos y de todo aquello que criticaban.
Apenas se necesita una justificación para escribir nada, salvo el simple placer de hacerlo.
Que todo está sujeto a crítica es de una verdad aplastante. Que no hay mejor crítica que la nacida de uno mismo y de su propia exigencia, también. Así que si eres un puritano recalcitrante, un hombre de fe, un censor de la incorrección política, un opuesto a lo irreverente, un inquisidor de doble moral, y te asqueas con cualquier tipo de secreción vaginal, anal o verbal, y no soportas el escrutinio con intención crítica —constructiva o destructiva— de lo que escribes, quizás no deberías tener un blog.
Quizás algún día pueden volver.