14/4/22

126. El lugar imposible

    Hace tiempo, y parafraseando a Rosendo, navegué a muerte hasta naufragar en la barra de un bar. Cuando apuré la penúltima copa necesité ir a mear aunque iba cargado de todo menos de agua. Me acerqué a la puerta del lavabo, ingrávido, como si caminara sobre nubes y, cuando abrí la puerta y accioné el interruptor, un haz de luz blanca iluminó en claroscuros de ensueño un lavabo como nunca había visto.

    En toda mi dilatada vida de bares, pubs y discotecas —ahora parece que parafraseo a Los Suaves— he visto lavabos de toda condición. Lavabos de limpieza neutra. Lavabos cuyo suelo podías lamer sin riesgo de hospitalización, y lavabos que presentaban peor aspecto que una mazmorra medieval. Pero el lavabo en cuestión escapaba de la imaginación más poderosa. ¿Cómo te describo que aquellos metros cuadrados parecían la pesadilla de la mente más sucia? ¿Cómo te explico que si el horror más punzante buscara donde vivir jamás se alojaría en tan insólito aseo? ¿Cómo te convenzo de que existe un lugar donde hacer tus necesidades se antoja una imperdonable profanación?

    No os acercáis ni a lo más remoto de lo que os cuento, si pensáis en cierto lavabo escocés en cuyo retrete un tal Renton se sumerge para recuperar sus narcóticos, no. Ni siquiera os aproximáis un segundo si imagináis un inodoro de una insalubridad tan hedionda y obscena, que podría albergar virus aún por descubrir. No y no. Aquel lavabo presentaba tal pureza, estaba tan limpio, tan inmaculado, que parecía la antesala del Edén.

    Pero lo realmente perturbador es que sus prístinas paredes exhibían pósters de Rick Astley, Glenn Medeiros, Loco Mía, y los polimorfos de The Village People.



11/4/22

125. Conductores

    Yo soy de los que creen que una persona es lo que hace y no lo que sabe ni lo que dice. Por ejemplo, los hay que se han sentado por primera y última vez delante de un volante para sacarse el carné de conducir, y no por tenerlo saben. Conducir se aprende haciendo kilómetros y los hay que habiendo conseguido el carné, lo único que han conducido es el carro de la compra. 

    Sufro de ira mordiente con todos aquellos hijos de puta que jamás utilizan los intermitentes, cuando todos sabemos que utilizarlos es fácil como parpadear y no supone un gasto de combustible. Pero aún así hay quien no los utiliza y nunca desentrañaremos semejante misterio.

    El caso es que esta clase de conductores pone a prueba mi paciencia, mi intuición, mis reflejos y capacidad de reacción. Pero eso va a cambiar. ¿No vela Batman por la seguridad ciudadana en Gotham? ¿Verdad que Supermán siempre cuida de los ciudadanos de Metrópolis? 

    Pues eso: por una conducción vehicular digna, por unas carreteras libres de peligro, voy a blindar mi coche y lo voy a estampar contra el primer conductor que vea que no los utiliza, pisando el acelerador con más saña homicida que Kurt Rusell en Death Proof (2007). 

    Y que Dios provea.


7/4/22

124. Carta extrema

     Excmo. y Rvdmo. Sr. obispo prelado de la Prelatura Personal de la Santa Cruz y del Opus Dei: 

    La presente tiene como objeto hacerle conocedor de lo que sus palabras han provocado en mí, cuando dijo que las personas discapacitadas y subnormales son seres inferiores como castigo de Dios a sus padres pecadores. Me han dado ganas de asaltarlo en la calle y hundirle el tórax a martillazos. También he sentido deseos de que sus hijos e hijas, si los tiene, padezcan alguna discapacidad mental o física y que en su defecto los atropelle un autobús. Pero que no mueran: que sufran toda la vida. 

    Le buscaría y de encontrarlo le cercenaría todas las extremidades de su cuerpo. Luego me las comería para más tarde cagarlas y rebozarlas en jirones arrancados de su piel que haría que se tragara. Después lo dejaría en cuidados intensivos e iría a por su hermana, y si no tiene hermana, iría a por la madre que lo parió. Las secuestraría para cobijarlas en un maloliente zulo y allí las violaría a diario durante un tiempo prolongado. Esperaría los nueve meses de rigor a que nacieran sus retoños y los educaría en una vida de felicidad hasta los trece años. Llegados a esa edad, a los varones los abandonaría en una pocilga de cerdos hambrientos y a las hembras las dejaría encintas. 

     Después de follarme a todas las mujeres de su familia y a las hijas de sus hijas hasta la hartura, las encadenaría al parachoques trasero de una ranchera, y correría con ella quinientos kilómetros con el fin de que sufrieran una muerte agónica.

    De sobrevivir alguna de ellas, rociaría sus heridas con sal y alcohol hasta que suplicaran la muerte para luego dejarlas en la puerta de algún hospital con el fin de que se recuperaran. Esperaría los años que hicieran falta para ello, y entonces volvería a por usted para encerrarlo con los ojos vendados en el zulo donde me follé a todas las mujeres con las que tuvo lazos de sangre. Lo único que vería en su encierro, una y otra vez cada vez que descubriera sus ojos, serían las grabaciones digitales en alta definición de todas las vejaciones a las que fueron sometidas. 

    Cuando dichas grabaciones ya no tuvieran ningún efecto sobre usted, utilizaría todas las disciplinas de tortura en las que he sido formado —islámica, rumana, china, inquisitorial y antiterrorista— en zonas desconocidas de su cuerpo y que lo llevarían a un mundo oscuro de tormento extremo. Cada día en el que usted preferiría que fuera el último, volvería para ensañarme con una tortura creativa y diferente, administrada mediante instrumentos de mi propia creación, con el deseo de que cada vez que oyera mis pasos se meara encima de espanto. Y luego, otra vez, volvería a dejarlo en cuidados intensivos.

    Llegados a ese punto y después de su recuperación, dos o tres veces por mes lo llamaría por teléfono o enviaría notas con recortes de periódico para que no olvidara lo bien que lo pasé con usted. Amenazaría con volver a repetir todo aquel calvario para convertir sus días de sol en pesadillas y para que cada sombra en la noche le recordara a mí. Lo haría hasta el punto de enloquecerlo y sumirlo en un estado vegetativo irreversible, hallando por fin la muerte tantos años deseada: viejo, solo y con heridas imborrables en cuerpo y mente. 

    Atentamente, el psicópata de Dios le Guarde (Salamanca). 


4/4/22

123. El experimento

    Hoy he llevado a cabo un experimento —no exento de riesgo por lo impredecible del ser humano— que ha consistido en transitar por una de mis rutas urbanas habituales, sin intención alguna de esquivar a cuantos han caminado en dirección contraria a la mía mientras miraban el móvil. Durante una hora —más o menos— y tal como esperaba, ha habido colisiones.

    Un par de ellas merecen unas letras.

    La primera ha sido contra un adulto cercano a la cincuenta. En ese segundo en el que hemos estado a escasos centímetros el uno del otro —hasta el punto de que he podido observar los pálpitos de su nuez puntiaguda, y él leer en visión macro la amigable palabra impresa en mi mascarilla, que no es otra que motherfucker— el tipo ha exclamado: «¡Hostia!» y yo he pensado: «Sí, la que te daría con la mano bien abierta». Acto seguido, al tiempo que se ha disculpado, nos hemos esquivado como si el mero roce supusiera la muerte por electrocución.

    La segunda experiencia empírica ha sido con un trío de chicas  anoréxicas, no creo que mayores de dieciséis años, que caminaban al mismo paso como un ente uniforme, temerario, rápido y decidido, como si no existiera nada en su sentido de marcha. Imbuidas en sus respectivos móviles, han vuelto de la realidad virtual a la puta al impactar conmigo. La primera ha exclamado un sentido «¡Tíooooo!». La segunda ha proferido un musical «¡Jooooo!»; y la tercera, a la que le presupongo una neurona de más que a sus amiguitas, puesto que su queja han sido dos vocablos, me ha espetado: «¡Ayyyy, tíooooo!».

    He leído en sus jóvenes miradas irritadas algo así como «¡Puto viejo!» y «¡Tú sí que eres hijo de puta!». No sirviéndoles de aprendizaje, han pasado de mí como hacen las personas afortunadas con los contendedores de basura cuando tienen la nevera llena. Se han reagrupado y reiniciado la marcha como si fuera el resto del mundo quien debiera apartarse, levantado las miradas de su adicción sin detenerse, solo el tiempo justo para contemplarse en todas las jodidas cristaleras de los escaparates.

    Otro día más en la puta ciudad.

    Otro día sonriendo, después de todo.




31/3/22

122. Aniversario

    Ya a una edad muy temprana, mis mayores me tildaron de negativo. «No», les respondía una y otra vez como única contestación posible a cuantos interrogantes me dirigieran, sin que ello menoscabara de ningún modo sus prejuicios hacia el «no», y sin saber yo qué era el «no», salvo un sonido que me gustaba pronunciar desde que lo hiciera por vez primera con apenas un año. 

    El tiempo pasó en un «no» continuo, y a los trece años de edad comprendí en su totalidad la palabra «no» y sus desproporcionadas consecuencias cuando era utilizado con desmesura. Por aquel entonces tenía como excusa, si es que necesitaba una, el inestimable periodo de una adolescencia incipiente. Y el tiempo siguió y asombré y decepcioné a iguales y mayores, cuando cumplidos los treinta y uno continué en mis trece vocalizando el «no» como tarjeta de presentación.

    Pero algo ocurrió en el cabalístico trigésimo primero de mi existencia. Y no es por el hecho de que decidí nacer, sin yo saberlo, el día treinta y uno. Aquel día estaba de celebración con varias personas, que me preguntaban de modo grupal y fascinados por el origen de este atípico afecto mío del «no». De pronto, alguien descorchó con sonido seco y rotundo, una botella de cava a escasa distancia de donde yo me encontraba, y el tapón impactó en mi entrecejo con gran contundencia. 

    De inmediato y durante breves segundos, estalló ante mí una vorágine mareante de colores, a través de la cual vislumbré a los comensales carcajearse sin disimulo alguno. Unas se doblaban que pareciera que se fueran a partir por la mitad, y otros dejaban caer el puño en la mesa como si fuera el mallete de un juez, con la cabeza hacia atrás al límite del descoyunte mandibular.

    Cuando aquel episodio de paroxismo cedió a la normalidad, los allí presentes me preguntaron por mi lucidez, y yo no pude más que mirarlos de hito en hito con solemnidad y sentenciar: «Estoy curado». Y preguntaron al unísono y con intriga mortal: «¿De verdad?». Sostuve la tensión de sus semblantes expectantes, eternizando el suspense como un avezado tribuno, sintiendo los pálpitos de sus corazones sometidos a mi antojo, cuando respondí con aquel implorado y tan esperado monosílabo, un conciso e ilusionante «sí».

    Y no es que me naciera un tercer ojo a causa de la colisión sanadora del corcho, pero nunca volví a contemplar el mundo del mismo modo.


28/3/22

121. Breve conversación

    Acabo de desaguar. En contra de lo que haría Torrente, me lavo las manos. Mientras, el sujeto A entra en el wáter. Después del lavado de manos, me las seco. De seguido, entra el sujeto E dirección al wáter que está ocupado por el sujeto A. Tardo más rato de lo acostumbrado en secármelas.

    —¡Eh! —exclama el sujeto A, cuando, al tiempo que está sacando lo mejor de sí mismo, se abre la puerta que da a la taza.

    —¡Ah! —replica el sujeto E, cerrando la puerta de inmediato para así no ver a un tío soltando lastre.

    Por motivos obvios, el sujeto A y el sujeto E piensan: «Cuándo arreglarán el cerrojo en este restaurante de mierda».


24/3/22

120. Leopoldo y Cabrónidas

    La tarde que llegamos a la sede de La blogoteca lo hicimos llegando veinte minutos tarde, con lo cual nos descalificaron del concurso Premios 20blogs con la celeridad del rayo. No obstante, como fui instruido por mis exigentes mentores en diversas disciplinas como la de la previsión, me tomé la libertad de inscribir a mi amigo y protegido Cabrónidas en el concurso de Premios Bitácoras.com. 

    Yo me bajé del taxi en el número 2 de la calle Ronda Valencia, y allí estaba él en la acera de enfrente, fumando con la pasión de quien cree que se van a extinguir todas las plantaciones y bebiendo de una petaca como lo haría un bebé hambriento de su biberón. Le hice un gesto con la mano que no correspondió enseguida, por lo que adiviné que estaría ebrio. Así que, como otras tantas veces en el pasado, fui yo el que se acercó hasta donde él se encontraba, que no era otro lugar que la entrada de la cafetería de la Casa Encendida. 

    Miramos a través del cristal a aquella sonriente y numerosa aglutinación de fotógrafos, poetas, críticos, humoristas, escritores y blogueros en general.

    —Cabrónidas, ¿puede saberse qué hace aquí fuera todavía? Todos están esperando.
    —No te pongas nervioso, Leopoldo, ¿te has fijado en toda esa gente de ahí dentro? Esas furcias llevan más maquillaje que pintura un cuadro de Pollock, y visten como las verduleras de los mercados rurales. Ya me entiendes: escote claustrofóbico, faldas que censuran la imaginación y pelo recogido de modo antierótico. Y los tíos olvidaron lo que es el orgullo y la dignidad: parecen lazarillos sumisos olisqueando las faldas de esas zorras con la esperanza de conseguir un polvo desesperado. Solo les falta un cartel que ponga que son gilipollas y que reconocen una puta en cuanto la ven.
    —Será mejor que nunca se muerda la lengua, porque no creo que exista antídoto capaz de salvarlo. Venimos a concursar con deportividad, a pasar una tarde enriquecedora y amena, y usted siempre se empecina en ser ese bloguero despreciable y amargado que despotrica sobre cualquier cosa; incluso sobre gente sencilla y amigable que podría sorprenderle.
    —Leopoldo, lo único que me podría sorprender, sería encontrar verdadera humildad en esa exposición de caretas y poses ensayadas.

    Unas ganas de abofetearle y de hacerle tragar su petaca crecieron en mí como una erupción, pero no lo hice puesto que, aparte de que soy un caballero, pertenezco a un honorable linaje de institutores cuya virtud sobresaliente de las múltiples que lo caracterizan, es la grandeza de quienes contienen sus más viles impulsos y bajezas. 

    Y porque quería a ese bastardo engreído.

    No tuve más remedio que acogerlo, cuando me lo encontré desnudo con apenas un año de edad, en el interior de una cesta de mimbre que dejaron delante de la puerta de mi mansión victoriana; antaño ostentosa edificación donde vivieron mis antepasados durante todo el siglo XIX. Aquel bebé de mirada tierna era extraño. En lugar de nanas para conciliar el sueño, prefería la música de mis viejas cintas de casete de heavy metal. Y en lugar de ver programas infantiles para su entretenimiento, no paraba de berrear hasta que le ponía mis VHS de zombis. Tan pronto le enseñé a leer, ya no quiso relacionarse con infantes de su misma edad, sino que prefirió la soledad que le brindaba la biblioteca de la mansión, donde permanecía tardes enteras leyendo libros polvorientos y escribiendo inocentes relatos de todo lo que sentía.

    Más tarde, el Estado me obligó a que el pequeño abandonara su verdadera educación para ir a la escuela, pero fueron las publicaciones de contracultura que leyó con avidez, cuando hacía novillos, las que moldearon su identidad. Pasó su adolescencia en un pequeño pueblo minero, que si bien es una singularidad que imprime belleza y carácter, para él suponía un entorno apático y gris, donde sus compañeros de pupitre solo pensaban en coches, motos, fútbol y cortejar a chicas pagando decenas de fantas. Mientras que él, prematuro aficionado a la literatura de John Fante y Raymond Ceyver, perdió la virginidad a merced de una puta que le triplicaba la edad, de la cual aprendió durante toda una noche, con tan solo quince años, lo que sus contemporáneos tardaron una década, tres bodas, cuatro divorcios, siete denuncias falsas por maltrato y cuatro órdenes de alejamiento, en experimentar.

    Por esa razón entre otras, decidí inscribir a mi protegido en esa clase de eventos que él tanto detestaba. Deseaba con todo mi corazón que mi amigo se despojara de su hermetismo y se relacionara con gentes de sus mismas inquietudes. Y quién sabe, quizás con mucho tiempo y toneladas de paciencia, lograra convertirse en mejor persona.

    Cabrónidas me sacó de mis ensoñaciones diciéndome que era el momento de entrar. Nadie reparó en su presencia cuando traspasamos el umbral, y los que sí lo hicieron no le reconocieron. Anduvimos con paso lento hasta detenernos en el centro del bullicio distendido de la cafetería. Miró girando sobre sí mismo con lentitud, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, empapándose de las voces, de las risas y gestos que flotaban en la calidez del ambiente. De pronto, detuvo su rotación y seguí su mirada hasta dar con la mesa que ocupaban los once miembros del jurado. Respiré el intenso desdén con el que los contemplaba, como si cuestionara la capacidad y validez de su poder decisorio. Como si intentara entender de qué iba en realidad todo aquello.

    —Creo que voy a vomitar —dijo. Y se perdió entre los lamentos de un retrete que olía a desinfectante. El agua rugió con la fuerza de mil titanes llevándose todas sus arcadas. En un primer momento no supe si fue por las veces que vació su petaca aquella tarde, aunque lo dudo, puesto que le ganó varias competiciones de beber a Bukowski. O quizás le llegó el hedor putrefacto de la competitividad, emanado de los poros de todos aquellos autores, que en busca de un reconocimiento que él no acababa de entender, hacía de la blogosfera una criatura vanidosa y borracha de sí misma. 

    Cuando mi amigo reapareció, echamos una última mirada antes de salir, y entonces lo comprendí todo. Y supe que lo que no consiguió la soberbia del hombre, lo hizo la decadencia.


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