Vaya por delante que yo soy de aquellos que creen que siempre quedan cosas por aprender. Es más: cualquier persona y situación te pueden enseñar algo en un momento dado. Ahora bien, es arrancar el ordenador y adentrarme en el profundo lodazal de internet, y no parar de leer que el 2020 y el 2021 han sido unos años que han enseñado muchas cosas. A mí no me han enseñado nada. O para ser más exactos: nada que no supiera. Y no es que vaya de listo. Pero me sorprende que todavía haya quienes no tienen aprendido que somos capaces de las mayores bondades y de las peores maldades. Que somos capaces de grandes gestos altruistas y del más bajo egoísmo. Parece que algunos dudaban de nuestra intrínseca capacidad para convertirlo todo en mierda.
¿Existe esa gilipollez de quien dice que no se conoce a sí mismo?
Tengo una barba que me llega al esternón y el pelo encrespado como si un rayo hubiera aterrizado sobre mi cabeza. Apenas como y cuando lo hago es comida congelada o refritos. Ya no defeco con la consistencia adecuada y mis eructos no atruenan como antes. No hago más que beber alcohol de farmacia, mi mirada se posa durante horas en un punto imaginario, y ya no me intereso por las vidas ajenas como el resto de mi comunidad de vecinos. Ni siquiera me importa haber perdido el móvil.
Como dirían los jóvenes de hoy en día: estoy depre.
Así que con cita previa concertada, me dirijo a la consulta de Simplicia Pirada, afamada psiquiatra que fue condenada al más férreo de los ostracismos por parte de la comunidad médica, debido a sus métodos vanguardistas y poco ortodoxos. Con enorme profusión de detalles, le narro con voz entrecortada lo que ha sido mi vida estos últimos días, mientras que la doctora Pirada, sin levantar los ojos de su revista Elle, va profiriendo gruñidos de asentimiento. Cuando finalizo, alza la vista por encima de la montura de sus gafas y me mira con la gravedad de quien sabe que debe dar una mala noticia. Tuerce el gesto, cierra la revista con determinación, y me receta beber agua del grifo descalcificada y la lectura periódica de mi horóscopo hasta el año 2.032. Ante semejante carencia de tacto y profesionalidad, le estampo en la cabeza, con contundencia, el diploma que la acredita para el ejercicio de su profesión, y acto seguido, con la contundencia anterior, le administro un buen par de hostias.
Salgo a la calle llorando como un dibujo manga y me avoco a una vorágine de autodestrucción inconsciente. Visito prostíbulos baratos, caros y de mierda, y me inicio en el travestismo y el BDSM, pero no hallo respuestas. Pululo como alma en pena por campos de petanca y aeropuertos, pero los espacios abiertos tampoco me dicen nada. Incluso cual John Travolta en Fiebre del sábado noche (1977), me da por triunfar en una concurrida sala de baile de una residencia de ancianos, pero tampoco veo la luz al final del túnel. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué me siento tan fuera de lugar?
El dinero no supone ningún problema, puesto que en mis tiempos de alcalde me encargué en persona de decomisar varios de los alijos llevados a cabo por mis colegas narcos. La familia dejó de importunar desde que la metí en un autobús y la abandoné en aquella desastrada gasolinera de la España profunda. Y sin embargo no encuentro consuelo ni razón a este malestar que me consume, por lo que, como soy muy cobarde, intento que alguien ponga fin a mi sufrimiento. Me cruzo con una banda de skins y les impreco que son unos bastardos malnacidos hijos de madre negra, pero solo me escupen. Entro en una comisaría con una ristra de artículos de broma colgada del cuello que simulan granadas, y profiriendo una jerga ininteligible mientras sostengo en alto un ejemplar del Corán, pero nada funciona. No me hacen caso: todos se burlan y me desprecian.
Hasta que un día inopinado como hoy, me he despertado con una predisposición insultante y lleno de vitalidad. En pelotas por completo, con una sonrisa de oreja a oreja y con una erección capaz de resquebrajar el hormigón armado, he movido mis brazos a modo de alas y me he elevado por la habitación cantando el La, la, la como hiciera Masiel en Eurovisión antes de darle duro al alpiste. He ido hasta el lavabo y descendido hasta el espejo. No puedo creerlo: mi barba de Robinson Crusoe ha desaparecido; mi pelo no está encrespado y vuelvo a tener un aspecto saludable. ¿A qué se debe este extraño fenómeno? Miro el calendario y caigo en la cuenta: ¡Estamos a día siete! ¡La Navidad acabó, pasó, terminó, finalizó, cesó, desapareció! ¡Y con ella todos mis males y pesares!
Porque para un tipo tan normal como yo, estas fiestas trastocan mi realidad y alteran mi mansa cotidianidad. De repente los hijos de puta se visten con piel de cordero y me sonríen; los que suelen girarme la cara me saludan y me ofrecen la mano. La gente se disfraza en demasía, el lobo se torna caperucita roja y las suegras se encabronan con sus yernos y cuñados. Doy un salto, taconeo en el aire sin luxación y pienso, ingrávido:
«¡Qué bien que queda casi todo un año para las próximas putas fiestas!».
No llevarás a cabo tus intenciones. No dejarás de beber. No dejarás de fumar. No dejarás de drogarte. No dejarás el juego. No dejarás de trasnochar. No dejarás de ser infiel a tu pareja. No dejarás de ir de putas. Ni de putos. No dejarás de pelotearte con tu jefe; con tu jefa. No dejarás de hacer horas extras. No dejarás de ser una persona envidiosa. No dejarás de comprar mierdas que no necesitas. No harás dieta. No aceptarás tu obesidad. No irás al gimnasio. No irás a andar. No dejarás de discutir. No pedirás perdón. No te reconciliarás. No dejarás de sufrir. No dejarás de estar triste. No dejarás de notar que tu alma empequeñece. No dejarás de tener sueños inalcanzables. No...
Seguirás.
Seguirás incumpliendo tus propósitos. Seguirás siendo impuntual. Seguirás sin lavarte los dientes. Seguirás viendo la televisión. Seguirás siendo imbécil. Seguirás sin leer libros. Seguirás sin dedicarle horas a tu afición. Seguirá tu bicicleta pudriéndose en el garaje. Seguirás gastando dinero en las apuestas del Estado. Seguirás amando tu esclavitud. Seguirás teniendo un trabajo precario. Seguirás llorando. Seguirás desengañándote. Seguirás sanando heridas que nunca cierran. Seguirás sin creer. Seguirás mes tras mes con el agua al cuello. Seguirás maldiciendo. Seguirás desconfiando. Seguirás en tu vacío existencial. Seguirás soñando con un mundo que nunca llega. Seguirás...
Seguirán.
Seguirán tus vecinos siendo unos hijos de puta. Seguirán muriendo personas a causa del hambre. Seguirán los asesinatos. Seguirán los maltratos a los animales. Seguirán los maltratos entre hombres y mujeres. Seguirán sin erradicarse las desigualdades. Seguirán los narcotraficantes vendiendo su mierda. Seguirán los pobres de espíritu consumiéndola. Seguirán los traficantes de armas. Seguirán las guerras. Seguirán las redes de pederastia. Seguirán las mafias de la prostitución. Seguirán las religiones sin desaparecer. Seguirán los ignorantes creyendo. Seguirán siendo corruptos polis y políticos. Seguirán los ultrajes. Seguirán las negligencias. Seguirán pisoteándote desde arriba.
Seguirán los Estados con sus sistemas de opresión. Seguirán...
En el tercer y cuarto mundo saben del ayuno más que en cualquier otro. En el primer mundo comen hasta cinco veces al día. En el tercer y cuarto mundo a veces comen. En el primer mundo a veces comen sin tener hambre. En el tercer y cuarto mundo nunca tiran la comida cuando la tienen. En el primer mundo a veces te la encuentras en los contenedores de basura. En el tercer y cuarto mundo no saben nada de celebraciones, pero mañana es Nochevieja y tienes la fortuna de pertenecer al primero. Así que atibórrate y brinda en tu cómodo mundo, mientras te quejas de la subida de precios de las ostras, angulas y almejas.
Hoy he conocido a una persona que tenía las orejas saturadas de mierda naranja. Aparte de la sordera supina que eso le provocaba, el cerumen se le desbordada con insolencia y horrorizaba a todo aquel que mirara. Antes de ir a urgencias, la he convencido mediante señas que me dejara introducirle una mecha en una de las orejas. Cuando la he extraído ya no he sacado una mecha: he sacado una vela. Ante el éxito de la operación y todavía con mecha que gastar, hemos decidido evitar la consulta médica y destaponar la otra oreja.
Aquella persona, aliviada y agradecida, no solo ha recuperado la audición, sino que además tiene dos velas que piensa utilizar en breve en alguna cena romántica o para ambientar la Nochevieja. Cierto que las velas tienen un tacto algo pegajoso, un aspecto un tanto repugnante y no son del todo cilíndricas como las convencionales. Pero son dos velas de auténtico cerumen humano de un palmo de longitud —que no es poco—,listas para ser prendidas y dar lumbre.
Una Nochebuena cualquiera anterior a la pandemia. O a la supuesta pandemia. En cualquier caso, una Nochebuena anterior.
Otra vez la ramera del consumo se nos ha echado encima. Salgo de mi piso para entrar en el ascensor. Otra vez el suelo vuelve a estar orinado. Sé que está mal, aunque no tan mal como permitir que un perro se mee donde no debe, así que imploro a los dioses una muerte agónica a los dueños y me compadezco del perro. Desciendo desde el cuarto piso hasta el rellano. Son las siete de la tarde y ha anochecido. Salgo a la calle dirección al paso de cebra. En el trayecto tengo que sortear la basura que nosotros mismos producimos y varias cagadas de perro. Sé que vuelve a estar mal, pero no tan mal como dejar la mierda de un perro en la vía pública, así que me cago en los familiares directos e indirectos de todos esos amos que son más hijos de perra que los propios perros, a los que compadezco de nuevo.
Creo que tengo un mal día, joder. Debe ser la puta Navidad. El ayuntamiento ha vuelto a maquillar las calles principales y a disfrazarlas con los mismos trajes luminosos de cada año, pero la ciudad sigue apestando a neumático recauchutado y a mala combustión de gasóleo. Se acelera nuestro camino a la muerte, pero es Navidad y hay que disimular la mierda y aceptar que la ciudad vuelva a ser un hervidero de alienación preñado de hipocresía. Enfilo paseo arriba esquivando a miles de personas con las manos ocupadas con sus compras o con el móvil de los cojones. También me cruzo con cientos de familias esclavizadas con alquileres abusivos e hipotecas a saldar en cincuenta años. Pero hay que comprar y regalar. Y por encima de todo mostrar nuestra mejor máscara. Nadie escapa de figurar en esa gran obra teatral de falsedad.
A punto estoy de tropezar con una temblorosa anciana que está sentada con la espalda apoyada en uno de los árboles del paseo. Alza su muñón izquierdo con gesto implorante. Con la mano que le queda sostiene un cartón en el que hay escrito lo jodida que está. No hay ninguna moneda en el cuenco que tiene al lado del cartón. Paso de ella como el resto de la ciudad, asqueándome de mí mismo y de todo lo que me rodea en ese momento. Puede que no entendamos el mensaje que trasmite año tras año la puta Navidad. O que el mensaje tan solo sea un montón de basura. Tú habrías dejado una limosna y seguirías creyendo que eres una persona maravillosa. Pero lo harías para calmar tu conciencia de clase. En realidad solo nos preocupamos de la engañosa comodidad de nuestras jaulas de oro, de que el pesebre y los adornos navideños luzcan bien en los inmuebles que nos vende el banco, y de que a nuestros hijos se les ilumine la cara cuando abran los regalos. No eres mejor que nadie.
Sigo andando. De paso corroboro la escoria en la que nos hemos convertido. O quizá siempre hemos sido así y solo nos hacían falta los medios adecuados para despejar dudas. Tras una hora y media de caminata llego a mi destino. Una gran superficie comercial con una gran superficie para aparcar, ocupada en su totalidad por cientos de vehículos emisores de gases envenenados que matan. En estas fechas las masas parecen ponerse de acuerdo para adorar al dios Consumo y yo también tengo que hacer mi compra. La familia es lo primero. Aspiro hondo, me recoloco los cojones y entro en ese templo donde campa a sus anchas el verdadero espíritu de la gran furcia navideña.
Pese a la enormidad del complejo, en cada jodido centímetro cuadrado del mismo hay un abducido con un móvil o con un carrito. O las dos cosas. Tan pronto soy uno más en la marabunta, las artes del Gran Hermano empiezan a actuar sobre mí.
La intensidad de la luz eléctrica es la adecuada para alumbrar sin ser molesta, todos y cada uno de los artículos que están expuestos con estudiada estrategia para provocar el antojo. Un compendio ininterrumpido de villancicos suena desde todos los rincones del recinto a un volumen calculado nunca irritante, pero siempre subliminal para meterme en situación. Empiezo a sentir el influjo y tengo que hacer acopio de toda la animadversión que me produce el lugar para no ser utilizado. Hay todo un sutil bombardeo de estímulo. Un niño no mayor de cinco años llora cerca de mí. Su llanto, hiriente, se sobrepone al bullicio imperante. Lo busco con la mirada y en cuanto lo veo sé que se ha extraviado y nadie parece reparar en su existencia. Están todos presos de las artimañas a las que casi sucumbo. Me cago en la puta Navidad, joder.
Me acerco al crío y al tiempo que berrea, lo elevo agarrándolo por el cuello de su jersey de Pocoyó hasta tenerlo nariz con nariz. «Deja de llorar, mocoso», le susurro con voz de acero, «tendrás razones para hacerlo dentro de unos años. Créeme». El niño enmudece y no aparta sus ojos de los míos ni siquiera cuando dejo, con lentitud, que vuelva a tocar el suelo. Algo extraño ha ocurrido. Su mirada se clava en la mía y adivino en lo profundo de esa inocencia una especie de comprensión atávica. La irrupción de quien dice ser la madre —una choni poligonera sacada de algún delirium tremens— trunca la conexión visual entre el mocoso y yo. Me pregunto por qué tendrán hijos cierta clase de gentuza irresponsable. Ella me mira como si yo fuera el culpable del llanto del chaval, al tiempo que lo aúpa en su regazo. Con una última mirada de desprecio, me da la espalda y vuelvo a conectar con los ojos del pequeño.
A medida que se alejan hasta desaparecer entre la incontable turba de lobotomizados, el niño se despide de mí con la mano y una sonrisa pura. Yo hago lo propio con la satisfacción de saber que con toda probabilidad he activado algún tipo de resorte en el cerebro de ese pequeño cabrón. Ese mismo resorte que papá Estado trata de mantener larvado. Quién sabe; quizás todavía queda alguna esperanza de que las nuevas generaciones despierten y nos libren de esta puta maldición; de este puto negocio obsceno.
Al final todo se fue a la mierda. No porque la naturaleza se revelara como era lo esperado, sino por acción de quienes llevaban sometiéndola a tortura desde el Génesis. Todo empezó el día de la Gran Conjunción. El día en que Júpiter y Saturno volvieron a estar más cerca el uno del otro de lo que estuvieron en los últimos cuatrocientos años. El sol se detuvo y el solsticio de invierno nos colocó en el punto de no retorno.
Aquellos dos titanes esféricos iniciaron su muda danza estelar, y algo hizo clic en la conciencia colectiva que habitaba la Tierra.
Unas mil millones de vidas se dejaron abierta la espita del gas, y decidieron accionar el mechero y prender la cerilla. Mil millones de explosiones florecieron de la geografía terrestre como un gigantesco jardín de destrucción. Otras mil millones de almas fueron víctimas colaterales. De forma simultánea, mil millones más de seres con cualquier tipo de arma de fuego a su alcance, agotaron la munición contra sus iguales más cercanos dejando una última bala para su propio final. Y en concatenación, el resto de habitantes se deslizaron la cuchilla con la presión adecuada, bien por el antebrazo o la carótida.
Sin caos, sin instinto de supervivencia, el último corazón de la especie dejó de latir.
Júpiter y Saturno brillaron más que nunca aquel 21 de diciembre, obrando en silencio la necesaria erradicación. El planeta azul quedó desinfectado de la verdadera pandemia que lo asolaba desde el principio de todo. Tras aquella sanación cósmica, un nuevo sol despuntó en un invierno frío, transparente y hermoso como nunca antes se había conocido.
Y aquel fue el mayor regalo que mereció la puta humanidad en estos días de amor y paz.