No sé qué me pasa.
Tengo una barba que me llega al esternón y el pelo encrespado como si un rayo hubiera aterrizado sobre mi cabeza. Apenas como y cuando lo hago es comida congelada o refritos. Ya no defeco con la consistencia adecuada y mis eructos no atruenan como antes. No hago más que beber alcohol de farmacia, mi mirada se posa durante horas en un punto imaginario, y ya no me intereso por las vidas ajenas como el resto de mi comunidad de vecinos. Ni siquiera me importa haber perdido el móvil.
Como dirían los jóvenes de hoy en día: estoy depre.
Así que con cita previa concertada, me dirijo a la consulta de Simplicia Pirada, afamada psiquiatra que fue condenada al más férreo de los ostracismos por parte de la comunidad médica, debido a sus métodos vanguardistas y poco ortodoxos. Con enorme profusión de detalles, le narro con voz entrecortada lo que ha sido mi vida estos últimos días, mientras que la doctora Pirada, sin levantar los ojos de su revista Elle, va profiriendo gruñidos de asentimiento. Cuando finalizo, alza la vista por encima de la montura de sus gafas y me mira con la gravedad de quien sabe que debe dar una mala noticia. Tuerce el gesto, cierra la revista con determinación, y me receta beber agua del grifo descalcificada y la lectura periódica de mi horóscopo hasta el año 2.032. Ante semejante carencia de tacto y profesionalidad, le estampo en la cabeza, con contundencia, el diploma que la acredita para el ejercicio de su profesión, y acto seguido, con la contundencia anterior, le administro un buen par de hostias.
Salgo a la calle llorando como un dibujo manga y me avoco a una vorágine de autodestrucción inconsciente. Visito prostíbulos baratos, caros y de mierda, y me inicio en el travestismo y el BDSM, pero no hallo respuestas. Pululo como alma en pena por campos de petanca y aeropuertos, pero los espacios abiertos tampoco me dicen nada. Incluso cual John Travolta en Fiebre del sábado noche (1977), me da por triunfar en una concurrida sala de baile de una residencia de ancianos, pero tampoco veo la luz al final del túnel. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué me siento tan fuera de lugar?
El dinero no supone ningún problema, puesto que en mis tiempos de alcalde me encargué en persona de decomisar varios de los alijos llevados a cabo por mis colegas narcos. La familia dejó de importunar desde que la metí en un autobús y la abandoné en aquella desastrada gasolinera de la España profunda. Y sin embargo no encuentro consuelo ni razón a este malestar que me consume, por lo que, como soy muy cobarde, intento que alguien ponga fin a mi sufrimiento. Me cruzo con una banda de skins y les impreco que son unos bastardos malnacidos hijos de madre negra, pero solo me escupen. Entro en una comisaría con una ristra de artículos de broma colgada del cuello que simulan granadas, y profiriendo una jerga ininteligible mientras sostengo en alto un ejemplar del Corán, pero nada funciona. No me hacen caso: todos se burlan y me desprecian.
Hasta que un día inopinado como hoy, me he despertado con una predisposición insultante y lleno de vitalidad. En pelotas por completo, con una sonrisa de oreja a oreja y con una erección capaz de resquebrajar el hormigón armado, he movido mis brazos a modo de alas y me he elevado por la habitación cantando el La, la, la como hiciera Masiel en Eurovisión antes de darle duro al alpiste. He ido hasta el lavabo y descendido hasta el espejo. No puedo creerlo: mi barba de Robinson Crusoe ha desaparecido; mi pelo no está encrespado y vuelvo a tener un aspecto saludable. ¿A qué se debe este extraño fenómeno? Miro el calendario y caigo en la cuenta: ¡Estamos a día siete! ¡La Navidad acabó, pasó, terminó, finalizó, cesó, desapareció! ¡Y con ella todos mis males y pesares!
Porque para un tipo tan normal como yo, estas fiestas trastocan mi realidad y alteran mi mansa cotidianidad. De repente los hijos de puta se visten con piel de cordero y me sonríen; los que suelen girarme la cara me saludan y me ofrecen la mano. La gente se disfraza en demasía, el lobo se torna caperucita roja y las suegras se encabronan con sus yernos y cuñados. Doy un salto, taconeo en el aire sin luxación y pienso, ingrávido:
«¡Qué bien que queda casi todo un año para las próximas putas fiestas!».