Un mamarracho acuchilló a una chica en un parking exterior de una zona residencial. Toda la comunidad de vecinos, agrupada como una sola voz y una sola persona, se escandalizaron, pues el que más y el que menos conocía al homicida y a la víctima. Pese a que todos somos cobardes y nos ocupamos de nuestros propios problemas, y los ajenos los miramos de refilón y con fingido interés, gracias a la increíble valentía de un vecino se detuvo al malnacido. Como es normal y cabe esperar, la vecindad expresó su repulsa en airadas exclamaciones: «¡Hijo de puta! ¡Asesino! ¡Por Dios, si es que se veía venir!».
La chica murió y como ya se sabe, las palabras no resucitan a los muertos y muertos se quedan. Como manda un protocolo no escrito, toda la barriada se solidarizó de buena fe en un acto mezquino y morboso, pero no por ello malintencionado. En silencio y cabizbajos, adoptaron rasgos de pesadumbre y tragedia. Se depositaron flores en el lugar del acuchillamiento y se encendieron velas sobre la sangre seca. Entre sollozos y expresiones de dolor se prometió por siempre mantener vivo su recuerdo.
Sí. Ya. Claro.
Se acercan las fiestas del barrio y el aparcamiento exterior donde ocurrió el asesinato es el lugar donde montan la verbena. Ya nadie llora y la amargura se ha esfumado dando paso a la predisposición al festejo. Ya nadie sustituye las flores que marchitas desde hace días y días se las ha llevado el viento. Ya nadie enciende las velas para mantener viva la llama del recuerdo de aquella chica. Total, ¿para qué? Los que todavía quedan olvidan pronto y hay que seguir viviendo.
Donde el cuchillo se ensañó con la carne de una inocente, reirán los vivos y bailarán los borrachos.
En el lugar donde trabajo, también lo hacen extranjeros tales como polacos, rumanos, cubanos, etc. Todas estas personas llegaron a Cataluña para realizar trabajos de infraestructura subterránea como personal subcontratado en la empresa de la cual formo parte. Tal día como hoy, hace ya unos doce años, en el que empezaba el turno de mañana, estaba vistiéndome con la equipación correspondiente, cuando fui casual oyente del diálogo que se dio lugar en las proximidades de mi taquilla, entre el polaco subcontratado Ulfulfio (así lo menciono para preservar su identidad) y su mando inmediato.
Transcribo con exactitud el insólito, escueto e inolvidable intercambio de palabras:
—¡Por favor, no me hagas bajar! ¡Hoy no me hagas bajar! —A ver, Ulfulfio. Qué pasa hoy que no puedes bajar, a ver... —¡Hoy no puedo bajar! ¡Tú entender! ¡He tomado alcohol, pastillas, todo! —¡Joder, y si estás mal «pa qué» coño vienes! ¡«Pa qué»! ¡Hostia puta! —¡Aaaaaaaaaaaaah, cago en puta de oro! ¡Curvaaaaaa! ¡Yo doy cara! ¡Yo doy cara!
En los días que siguieron, ya no volví a ver a Ulfulfio por ninguna de las inmediaciones de la empresa, ya fueran de fondo o superficie.
Subnormal 3.0 es un niñato veinteañero que se despierta un sábado de verano pasadas las tres de la tarde. Lo primero que hace como un hábito ya recurrente, es amorrarse al móvil a ver cuántos likes y muestras de pleitesía le obsequian en las redes sociales. En la oscuridad de su habitación, la luz de la pantalla ilumina su cara desecha de complacencia, como la de un toxicómano nutriéndose con su veneno. Podría pasarse así hasta la noche si no fuera porque tiene que ir al lavabo a echar la primera meada del nuevo día.
Una vez duchado y vestido, Subnormal 3.0 se encamina a la nevera esperando encontrar algo de papeo preparado, pero solo encuentra una nota tras un imán donde pone que sus padres se han ido a la playa. Maldice, y como son ya las cuatro de la tarde y tiene cosas más importantes que hacer que arreglar su habitación, vuelve a dejarla hecha una pocilga. El niñato saca algo humeante del microondas y lo engulle mientras se sumerge de nuevo en el entramado laberíntico de las redes. Cuando acaba con aquella mierda precocinada sobresaturada de potenciadores de sabor, llega uno de los mejores momentos del día: conducir su coche por la zona más concurrida de la apestosa ciudad. Una oda rodante al tuneo ilegal, que complementa con un desmesurado sistema de audio con el que vacilar de contaminación acústica. Una prolongación insolente de su ego con la que dar por culo a la aborregada ciudadanía.
Al tiempo que se achicharra los tímpanos sin saberlo, se la suda sobremanera la gente que espera en los pasos de cebra, poniéndose cachondo con sus miradas de odio y sorpresa, propiciadas a su paso entre aceleraciones, reducidas, frenadas y chillar de neumáticos. La exhibición temeraria de Subnormal 3.0 finaliza alrededor de los treinta minutos, ya que llega la hora de ir al gimnasio, que como es sabido, es un lugar sudoroso al que todos y todas acuden en pro de una vida saludable y huidiza del sedentarismo —¿a que sí?—. Bueno, todos y todas menos Subnormal 3.0, que pese a que goza de una estampa envidiable, es el único humano que va al gimnasio por vanidad y narcisismo. Él conoce y acepta la sociedad en la que vive, y sus bíceps y abdominales le han brindado varios polvos e intensas mamadas en su maquinón de cuatro pares de cojones. El culto al cuerpo le ha brindado múltiples satisfacciones y así tiene que continuar. No intenta cambiar la mierda en la que vivimos: se aprovecha de ello.
De tal modo que se somete a la tortura de las pesas durante una hora diaria. Suficiente para mantener su cuerpo de dios joven y asegurar su ración de coño y adulación todos los fines de semana. Cuando sale del gimnasio son ya las siete de la tarde, el momento propicio para llamar al camello. Lo hace en uno de los bancos de la plaza, en un gesto nato y despreocupado de honor a su nombre, sentado en el borde del respaldo y con los pies apoyados donde se sienta la gente normal. Aunque es un currante hijo de obrero, siempre cuenta con billetes para su coca, ya sean de su sueldo miserable, de la limosna paterno-materna o del préstamo del dueño del bar de toda la vida. Porque Subnormal 3.0, aun siendo un ignorante además de moroso, sabe engañar como nadie a su círculo familiar, laboral y social.
De nuevo se coloca la dama blanca en una zona estratégica del escroto donde nunca llegan las manos enguantadas de la pasma. Mientras la oscuridad se cierne, coge el móvil —ya van ciento ochenta y nueve veces desde que se despertó— y queda con sus amigotes en el parking de la discoteca, que a buen seguro también traerán su buena mierda. Llegado ese momento de la noche en el que el día muere, Subnormal 3.0 y sus tres coleguitas bajan del buga de cuatro pares de cojones con la primera enchufada nasal de las que están por venir.
Cuatro pobres de espíritu con armaduras de naftalina y mierda seca. Cuatro hombrecitos adulterados, camino al paraíso del sonido y el exceso, donde poder ser ellos mismos hasta el nuevo sol.
Cuatro almas devaluadas en el Edén de la decadencia.
El tiburón unidentol tiene como dentadura un único diente afiladísimo capaz de cercenar hasta el pensamiento. Se trata de un ser de fiereza inusitada que ataca sin vacilar a cualquier animal sin distinción de su tamaño. Muchos surfistas, para su desdicha, han sufrido los furiosos embates de tan formidable depredador. No hay más que observar las muescas que las salvajes dentelladas del temible escualo han grabado sobre la superficie de algunas tablas de surf, similares a las del piolet que utiliza el alpinista erosionando la roca, para sentir profundo respeto hacia este formidable animal marino.
Hoy en día, el mundo entero conoce la existencia del tiburón unidentol, merced al extravagante uso del que hizo gala el esquimal Tesifonte Coscojuela, respecto a la innegable hostilidad del animal en cuestión. En efecto, Tesifonte el loco o el loco Coscojuela, como era conocido en el colectivo mundial de surfistas, se deslizaba sobre las aguas con la misma facilidad que una serpiente africana en las dunas, sorteando con extrema pericia los embates del tiburón unidentol, bailando claqué sobre su tabla, alternando con agilidad felina el equilibro sobre el pie izquierdo y sobre el pie derecho, de tal modo que conseguía que el tiburón unidentol le cortara, con precisión milimétrica, las uñas de los mismos.
Así es como Tesifonte Coscojuela consiguió fama inmortal, aparte de ahorrarse pasta gansa en tijeritas curvas.
Ah, el parque de atracciones, esa extensa zona multicultural donde acuden en masa sufridores y masocas, dispuestos a hacer una cola interminable bajo un sol inclemente a la espera de su ración de adrenalina. Una vez en el aire, a merced de ese engendro gigantesco y perverso, empieza el vértigo, el mareo y los alaridos, dando paso a las reacciones emocionales y orgánicas.
En pleno looping, variosojetes se dilatan, y proyectan por orden numérico potentes chorros de diarrea ascendentes, como una fuente humana de coreografía escatológica. Con la monstruosidad mecánica en movimiento, la cinética y el karma obran su magia y todo ese cuantioso líquido mierdoso cae en las personas que lo originaron.
Otras, entre súbitos ascensos y descensos —o puede que por la fugaz visión de la mierda abalanzándose—, se desata el paroxismo y en varios pasajeros florece con esplendor el castrati que llevaban dentro. Tal es la intensidad, que más de una mandíbula se desencaja, liberando litros de pota biliosa, que van a parar con gran infortunio a las jetas congestionadas de los pobres cabrones de atrás. A veces pueden ser los duchados con su propia mierda. A pesar de lo marrón del asunto, mejor eso que un vagón saliendo despedido en parábola dirección a tomar por culo con cuatro pasajeros dentro aullando.
Cuando la tortura acaba y pisan tierra firme, algunos se ponen a andar como si dieran sus primeros pasos fuera del tacatá. Muchos sufren un cambio espiritual, se arrodillan besando el suelo y hablan al cielo en una lengua desconocida para sus familiares. Otros, más sencillos, huyen o se quedan largo rato mirando en lontananza, asimilando su nuevo renacer. Cuando no, se palpan el cuerpo con extrañeza, como si no se reconocieran en él. Los más desafortunados jamás vuelven a tener el cerebro en su sitio, y al resto les desaparece el moreno en sustitución de un color blanco mortaja y se les queda careto de Joker a perpetuidad.
Lo más increíble es que más de la mitad repiten, con lo fácil que es llevarse bien con la gravedad terrestre.
Hubo un verano en el que estaba apalancado en la terraza de un bar, engrosando a base de birra el billetaje de la caja registradora. Tras mis lupas de sol desnudaba a toda mujer que pasaba por allí sin hacer discriminación de edad y estampa, lucubrando indecencias carnales que harían palidecer al marqués de Sade.
Un tipo grande y descamisado salió del bar y se montó, de espaldas a mí, en una moto de esas con las que puedes devorar kilómetros interminables de alquitrán mientras te recreas en el paisaje como si estuvieras asomado al balcón. Echó mano a sus bolsillos y sacó todo lo necesario para liarse un porro, con lo cual pude fijarme en los dos tatuajes que tenía en la espalda.
En el omóplato izquierdo llevaba dibujada, con rigurosa profusión de coloridos detalles, la vagina de una cerda vietnamita. Debido a las detonaciones de bombas atómicas, que como muestras de poder se realizaron en secreto durante toda la mitad del siglo pasado, las vaginas transmutaron hasta convertirse en delicadas orquídeas. Algunos oligofrénicos las disecan y las colocan en cualquier parte de sus casas a modo de adorno, y otros las exhiben con orgullo y autocomplacencia en la solapa como un broche de distinción.
El caso es que aquella muestra de arte epidérmico poseía un no sé qué adictivo.
Por el contrario, en el omóplato derecho, el tatuaje representaba la imagen infame del santo Cristo del Recto Goloso. Un santo cristo que en lugar de estar frente a los ignorantes feligreses, estaba frente a la cruz con el culo en pompa. Por un lado, tenía la cabeza girada y miraba con un brillo de malévola lascivia. Por otro, alzaba el antebrazo mostrando el dedo medio. En lugar de una corona de espinas, portaba un casco idéntico a los que lucían con prepotencia las uniformadas tropas de las SS.
Al contrario del otro tatuaje, este presentaba diversas irregularidades e imprecisiones. Según me contó el dueño del bar, a la par que la tarde languidecía, el dibujo se lo tatuó el furriel de la 5.ª de artillería de los regulares de Zaragoza, también llamada La Impertérrita o La impávida, durante una dura y frenética sesión sodomizante de novatos y, como es lógico, el tatuaje salió algo movido.
Muérete, me dijo desde lo más profundo. Lo pronunció como si de veras deseara que aquella fuera la última palabra que oyera yo pronunciar de los labios de ella y de cualquiera. No la culpo. Lo único que pude decir en cuanto la tuve delante de mí, pese a mi condición de agnóstico, fue un compasivo Dios mío, cargado de sobrecogimiento en cada una de sus sílabas.
Tendría que haber utilizado ese tipo de educación inculcada basada en la hipocresía y el falso respeto. El mismo que se exhibe de puertas para afuera para quedar bien porque es lo correcto. Pero fui sincero. Demasiado expresivo. De todos modos, negar la evidencia de aquella disfunción facial era también un acto de irrespeto a la verdad, puesto que en aquel rostro tan maltratado por la genética y el ADN, se ensañaban con fiereza la disparidad y la asimetría.
Muérete, me dijo, mientras yo era incapaz de apartar la mirada de su semblante arruinado.