Rogelia había dedicado varias horas de trabajo a la narración que iba a presentar al concurso literario del que era aficionada. Sentía que todo iba a salir bien al respecto. Apenas pasaron tres días desde que la publicó en su bitácora, que ya reunía ochenta elogiosos comentarios. Lo cual hacía pensar en una puntuación que al menos la colocara entre los diez primeros de los veintitrés concursantes.
Sin embargo, sabía que no debía darse a la ensoñación. De ninguna manera creía que iba a ser uno de los tres concursantes que accederían al anhelado podio de los ganadores. Eso solo estaba al alcance de quienes jugaban con las palabras como Messi con el balón. Pero esos ochenta comentarios eran del todo alentadores, joder.
Llegó el esperado día de la gala de premios y la realidad golpeó a Rogelia con puño de hierro. Y aun así no podía creerlo. ¡No había alcanzado ni el décimo puesto! ¡Pero si había ochenta comentarios asegurando que su historia era genial! ¿Acaso tan solo fueron adulación barata?
Así lo sintió Rogelia, y así lo expresó en la sección de comentarios de la bitácora que organizaba el concurso y la gala. El resto de participantes —entre ellos también los organizadores— contestaron a la descorazonada Rogelia. Mientras que ella, sin dar más muestras de vida en aquel amargo evento literario, solo podía asistir, enmudecida, a lo risible de algunos comentarios.
Una de las concursantes le aseguró a Rogelia que una baja puntuación no significaba que su cuento no gustara. «No, claro que no», pensó Rogelia desdeñosa. «Solo significa que hay un mínimo de diez narraciones que han gustado más».
Otro comentarista le descubrió una verdad de incontestabilidad matemática, hasta ese momento ignorada en el despiadado mundo de la competición: «Como en todo concurso, para que unos ganen, otros tienen que perder». «¿Ah, sí?», «¿no me digas?», se dijo Rogelia, que se debatió entre cortarse las venas o tirar el portátil por la ventana con un colérico grito.
Algunos comentarios también expresaron que Rogelia era una escritora notable. Pero ella ya no les creía. Otros, con más o menos amabilidad, le explicaron que la esencia del concurso, lejos de altas puntuaciones y victorias, radicaba en crear una sana comunidad en la que todos aprendían de todos.
Si eso era así, se preguntó por qué entonces todos los comentarios que leía de su narración y de otras tantas llevaban tanto azúcar y cero crítica. Luego hizo introspección y se cuestionó: «¿Estaba dispuesta a enfrentar que quizá su narración tenía un margen de mejora más amplio que un estadio de fútbol de primera división? ¿Que de estar impresa en papel puede que no sirviera ni para envolver grasientos bocatas? ¿Estaba preparada para cruzar esa puerta?».
Rogelia cerró el portátil con gesto enérgico y decidió que a partir del día siguiente leería y escribiría más de lo que ya lo hacía. Y lo haría desde la más pura humildad, sin expectativas ególatras ni de reconocimiento. Disfrutando del proceso y sin atender a los comentarios más allá de la gratitud por recibirlos. A fin de cuentas, eran cientos de miles de personas las que escribían más que bien en una bitácora, pero solo unas pocas desaparecían de ese medio y conseguían hacer literatura.
En los días que siguieron, justo cuando no esperaba nada de nadie, Rogelia empezó a disfrutar plenamente de su capacidad creativa.
 
¡Que tema los concursos literarios...!!
ResponderEliminarHe participado en muchos, he ganado y he perdido como tu protagonista. A veces un cuento negado por unos, ha sido ganador en otro concurso.
Hoy me cansé y no participo más.
Pero reconozco que cuando comencé a escribir me emocionaba esperando el resultado.
Hay que decirle a Rogelia que insista, y ponga lo mejor de ella al escribir.
Abrazo.
Hola, mariarosa. Lo último que comentas tiene que hacerlo por propia exigencia personal, sin que por ello haya concurso alguno. Otro para ti. :)
Eliminar