19/6/25

447. Un mundo en un mundo

    En 2008 se inauguró un centro penitenciario ubicado a cinco kilómetros y medio de donde vivo. Cuando tan solo era un proyecto, recuerdo que las masas ciudadanas de los alrededores manifestaron su disconformidad al respecto. A mí me la sudaba bastante. Quizá en parte porque he tenido a un familiar cumpliendo condena y no es una tragedia abrumadora. O sí.

    Muchas personas de mi entorno y más allá empezaron a elucubrar, con o sin acierto, sobre todo lo que envuelve al oscuro mundo carcelario. El cual queremos bien lejos, puesto que choca con la supuesta normalidad del nuestro, pero que, a poco que nos fijemos, propicia igual o superior rechazo.

    Y las gentes de bien y las que no lo son, aunque nunca cruzarán la línea roja, se volvieron paranoicas, e imaginaron que el bienestar de sus vidas y la inocencia de sus retoños estarían amenazados por presidiarios sanguinarios y psicópatas que en cualquier momento podrían burlar la seguridad de su encierro.

    Esas personas integradas y obedientes muy pronto olvidaron que la persona que puede cambiar tu vida a peor, o acabar con ella directamente, también puede ser el amable vecino como la risueña vecina que cada año te desea feliz Navidad. Nadie escapa de perder la cordura en un momento dado si se activan los resortes adecuados.

    Pero llegó un día en que el centro penitenciario se hizo realidad. Y la primera vez que abrió sus puertas no fue para recibir a los malos y a los que nadie quiere cerca, sino para los que tuvieran a bien ir a visitarlo. Y resultaron ser legión, os lo aseguro. No estuvo nada mal para un sitio que nadie quería ni en sus peores pesadillas.

    Einstein tenía razón, sin duda.




16/6/25

446. La Pepi y la Jeny

    La Pepi y la Jeny son como el Gordo y el Flaco, pero no por la fama ni porque hagan reír. Bueno, a veces sí que hacen reír, pero no con la genialidad de Stan y Oliver. Aunque creo que lo de ellas, en la vertiente cómica, también es innato.

    Hasta donde yo sé y he visto, la Pepi y la Jeny viven separadas, pero todo lo hacen juntas. Es decir: casi todo lo que pueden llegar a hacer juntas dos personas que son amigas, a excepción del sexo y la defecación. Porque si tienen sexo entre ellas y defecan juntas, ya no son amigas, sino otra cosa o algo más. Y que nadie me pregunte qué, porque no tengo ni puta idea.  

    Por supuesto, tales necesidades biológicas e irrenunciables, ni me incumben ni me interesan cuando van más allá de mí mismo. Que cada cual se acueste con quien quiera y cague en soledad o en compañía. Pero a las cosas por su nombre, aunque yo desconozca, por ejemplo, cómo se llaman ellas dos. 

    La Pepi y la Jeny visten con su propio estilo. Ahora que estamos a mediados de junio, se colocan la visera de la gorra en la nuca, y así lucen las enormes gafas de sol con las que se cubren más de la mitad de la cara. No son menos las camisetas de Dragon Ball que llevan, más holgadas que las de cualquier rapero. Aunque realzan sus figuras cincuentenarias cuando son estrechadas por la cintura gracias a las abultadas mariconeras que usan.

    Todo lo anterior, conjuntado con unas coloridas mallas pirata, rematadas, a su vez, por unas sandalias de marca indeterminada y que ya no se fabrican, creo que desde 1989. Pero dejan entrever, con nitidez, unas uñas pintadas cual teclas de piano. Encima, cuando irrumpen en el súper con los bastones de senderismo sobre el hombro, como si fueran fusiles de asalto, es lo más.

    La Pepi y la Jeny, en sus años mozos, ¿quizá fueron dos reputadas chonis poligoneras? Y qué si lo fueron. La Pepi y la Jeny son auténticas, porque a la autenticidad de verdad se la suda nuestra opinión. Por eso me caen bien, a pesar de que anteayer me dijeran que las camisetas que suelo llevar (como la de Exhumed que llevaba ese día) son muy feas y no hay quien las entienda.



12/6/25

455. La protuberancia

    Sin pretenderlo, este tipo de entradas va camino de convertirse en un clásico en esta bitácora. Y es que hoy mi andadura peatonal ha sido a media mañana por el paseo del centro. Poca energía verde, nada de caminos terrosos y nulos estímulos al misticismo. Pero sí mucho alquitrán y cemento, como tanta disonancia urbana orquestando las idas y venidas de la gente. Ya sabéis: la bendita ciudad en todo su decadente esplendor.

    Sin ser yo un replicante, he visto una cosa que vosotros no creeríais. Y no me refiero a que los ciclistas, motociclistas y usuarios del patinete eléctrico, por fin hayan decidido respetar las normativas de seguridad vial. No. Ni que los peatones, de igual forma, hayan accedido a cruzar la calzada, no solo por el paso de cebra, sino cuando su semáforo se pone en verde. Tampoco. Todos ellos, para desgracia del tránsito calmo y mi paciencia, continúan siendo los mismos subnormales de siempre. Y siguen provocando sustos, accidentes y ganas de arrollarlos.

    Luego aún habrá quienes se extrañen de las loables conductas sociales de mis amigos Demenciano y el Loco. Ver para creer, joder, ver para creer.

    A lo que me refiero es que he visto a un tipo de mediana edad, cuyo vientre no solo iba más allá de la conocida barriga cervecera, sino más lejos aún que el vientre femenino durante el noveno mes de gestación. Tal era su protuberancia que ni siquiera podía bajarse el jersey para cubrirla. Lo más desconcertante de esa anomalía anatómica no era el tamaño, sino la forma.

    A saber qué habrán pensado el resto de asombrados viandantes. De buenas a primeras, yo he imaginado que era un xenomorfo a punto de nacer, lo que siempre es una excelente noticia para los que deseamos la completa erradicación de nuestra especie. Pero luego he recordado que los xenomorfos se autoalumbran por el tórax, sea cual sea el infortunado huésped. 

    De modo que, muy a mi pesar, debe tratarse de una gigantesca hernia abdominal manifestándose en forma de tienda tipi.



9/6/25

454. Aquel verano del 86

    Es usted la primera periodista que viene a visitarme, y ya le digo que no pienso cambiar una sola palabra de mi declaración. No lo hice antes ni lo haré ahora, me crea o no. Recuerdo muy bien lo que ocurrió y lo que vi, pese a los treinta y nueve años que llevo tras estos barrotes. Era él, ¿de acuerdo? Y nada me hará cambiar de parecer.

    No piense que lo conocí durante una noche de tormenta o algo similar. Nada de eso. Jamás he creído en semejantes bobadas hasta que sucedió lo que me condujo hasta esta celda. Pero si quiere escribir un libro sobre mi caso, tendrá que ser con lo que yo le explique, y no podrá cambiar una sola palabra. Bien, póngase cómoda y tome nota.

    Verá, por aquel entonces yo iba de ciudad en ciudad con mi caja de herramientas y poco más. Siempre había alguna vivienda con una persiana atascada, un electrodoméstico que no funcionaba o un fregadero embozado. Era un superviviente, ¿comprende? Arreglaba cosas y con lo que ganaba me bastaba para pagar la estancia en la pensión más barata que encontrara. Nunca he sido una persona de lujos.

    Todo empezó en el verano de 1986, en una diminuta localidad de Arizona. Hacía un calor de mil demonios, y hasta bien entrada la noche el aire era un abrazo de fuego capaz de derretir todo lo que encontrara a su paso, puede estar segura. Un día de aquellos entré en el primer bar que encontré. No me pregunte el nombre porque no lo recuerdo. Solo quería relajarme y echar unos tragos hasta que se pusiera el sol.

    En aquel momento no había muchos clientes. Únicamente cuatro o cinco semblantes resplandecientes de sudor, que me observaron por un segundo y retornaron a sus bebidas. Y otros tantos cuerpos del todo indiferentes, que parecían licuarse lentamente en su propia inmovilidad. Y no los culpo, de veras. Los ventiladores del techo estaban en marcha, pero nada se movía allí dentro, salvo el tiempo que transcurría a cámara lenta. Era como estar en el espejismo febril de un muerto de sed, no sé si me entiende.

    Entonces la vi, apoyada en una de las columnas del fondo del bar. Joven, morena y del todo cautivadora. La insolencia erótica de sus curvas moldeaba un vestido corto y ajustado que la hacía poseedora de una belleza salvaje como no he visto en ninguna otra. La sentí a años luz de mis posibilidades, y créame si le digo que este anciano que le habla, en sus buenos tiempos, era un tipo de lo más apuesto que apenas requería esfuerzos para llevarse a una mujer a la cama.

    Como nunca he tenido miedo al fracaso, decidí intentarlo y, qué quiere que le diga, pasé con ella la mejor noche de mi vida. Antes de dormirnos, ya de madrugada, quedamos en volver a repetirlo. De hecho, y jamás me había pasado con ninguna otra, ya no imaginaba vivir un solo día sin ella, y cuando me desperté a media tarde y vi que no estaba a mi lado, tuve una sensación de abandono que aún dura.

    En los días que siguieron, la obsesión por aquella mujer empezó a devorarme sin que me diera cuenta. Por mucho que preguntara por ella y me prodigara en describirla a cuantos clientes hubiera en el bar, todos respondían con negativas y evasivas. Yo siempre era el último en salir, y cada noche regresaba solo a la pensión, más abatido que el día anterior e incapaz de conciliar el sueño.

    Por si fuera poco, todo cuanto hacía para ganar algo de pasta salía mal. Era como si, con su desaparición, también se hubiera esfumado la buena suerte que siempre me ha acompañado. Y de pronto ya no quise verla, ¿me entiende? La odiaba con toda mi alma. Y cuanto más mal le deseaba a ella, más enfermo me sentía yo. Entonces no sabía hasta qué punto aquella mujer había envenenado mi mente, pero sí sabía que había llegado el momento de irme tan lejos como pudiera de aquel maldito lugar.

    Como otras veces, solo tendría que hacer autostop y algún que otro conductor pararía, dispuesto a llevar a un tipo de aspecto cansado que viste un mono de trabajo y carga con una caja de herramientas. Pero antes, decidí ir al bar a echar un último vistazo y hacer unas últimas preguntas. No me pida que le explique por qué, pero tenía que hacerlo. Solo sé que tenía que hacerlo.

    Así que entré, dispuesto a no quedarme mucho rato. Y ahí estaba ella, única y magnífica, junto a un tipo cuyos dedos mugrientos sostenían un cubito de hielo que paseaba por donde, tres semanas antes, yo había dejado mi aliento y mis besos con total devoción. Entonces ella me miró, desafiante y altiva, mientras el cubito de hielo se deshacía en su cuello en lentas gotas descendentes.

    Ya sabe lo que vino a continuación, ¿me equivoco? Pero lo contaré de todas formas. Me abalancé sobre ella empuñando la llave más pesada que llevaba en la caja de herramientas. Y la golpeé una y otra vez hasta matarla, y aun así seguí y seguí hasta que de su rostro no quedó nada. Y ahora es cuando viene la parte increíble de la historia, señorita. Y no me refiero a que la clientela del bar no hiciera nada por detenerme. Supongo que debían estar todos bastante horrorizados como para reaccionar.

    Salí del bar salpicado de sangre hasta la cintura, y empecé a andar hasta que dejé de oír los gritos de los testigos. Dos calles más abajo, me acerqué a una boca de incendios que perdía agua. Cerré los ojos y me mojé la cabeza y la cara como en un bautismo, hasta sentirme… cómo lo diría… purificado. Y cuando los abrí, ella estaba en la acera de enfrente, apoyada en una farola y sin quitarme la vista de encima.

    Por supuesto, tampoco me creerá si le digo que me señaló con ademán condenatorio mientras echaba la cabeza hacia atrás y se carcajeaba con desprecio bajo aquel sol infernal, ¿verdad? Ni cuando en ese momento sentí como si ella me arrancara algo de muy adentro que nunca más volvería a pertenecerme. ¿Sabe a qué me refiero, señorita? Sí, lo sabe, pero no se atreve a decirlo.

    Dígame, ¿cómo se explica que a los dos días de mi supuesta barbarie, el cadáver de la mujer desapareciera de la morgue y todavía, después de tanta búsqueda exhaustiva, no haya rastro de él? Ja, ja, ja, yo se lo diré: no es posible encontrar al diablo. Siempre es él quien te encuentra, sobre todo cuando tiene hambre. Y en mi caso vino a mí en una de sus múltiples formas femeninas.

    Sigue sin creerme, ¿no es cierto? Haga una cosa: viaje hasta Arizona el próximo verano y vaya a la dirección exacta donde se encuentra la farola donde la vi a ella por última vez. Procure estar presente en el día y la hora precisos en los que presuntamente enloquecí, y trate de ver lo que vi yo, segundos antes de que uno de los agentes de policía me introdujera en la parte trasera del coche patrulla.

    Verá, si se atreve, lo que veo yo todas las noches desde aquel día cuando intento dormir.

    Verá una serpiente desapareciendo bajo los pliegues de un vestido tirado en la acera.


5/6/25

453. Ahora pronto

    Ahora pronto, las mismas personas que, mediante la queja, nos recuerdan durante todo el invierno el frío que hace, por si no lo sabíamos, también nos recordarán, del mismo modo, el calor que hace en verano. Menos mal que cuando llueve, aun siendo abanderados irritantes de lo obvio, se abstienen de expresar lo mucho que moja el agua.

    Ahora pronto, varias mentes poseedoras de una bitácora apagarán el flexo del escritorio y le darán la espalda a la máquina de escribir porque se irán de vacaciones. De vacaciones de sus bitácoras, para ser precisos, cuando yo anhelo que lleguen esos días de libertad para disfrutar de la mía tal como me gusta.

    No quiero decir que la actualizaría cada día si no trabajara. Dos veces por semana durante todo el año es un ritmo de publicación aceptable, al menos para mí. Pero sí procuro escribir cada día si el puto trabajo me lo permite, aunque el material que surja sea más apto para la paz del estiércol que aprovechable.

    El día que no escribo me resulta frustrante, dado que me siento como si me quedara con hambre o sed; con sueño o deseando correrme cuando tu pareja ya lo ha hecho tres veces y desea que acabes. No hay realización ni consumación: tan solo la sensación de lo inconcluso, de que algo queda por hacer por encima de todo después de tus necesidades vitales.

    Quizá no sea muy normal, pero así es. De modo que, ahora pronto, empezaremos a no ser tantos por estos parajes cibernéticos, salvo los obsesionados e inagotables de siempre, aunque nadie nos lo pida. Y lo entiendo, claro: el amor al arte (sea lo que sea eso) no nos golpea a todos por igual, y cada uno tiene sus prioridades y su propio tempo.

    Ahora pronto, por estos territorios, empezará a instalarse cierta inactividad.



2/6/25

452. Un universo aparte

    Lo que viene a continuación es una canción que empieza con un fragmento de la película K-Pax (2001), basada en la novela (1995) con el mismo título de Gene Brewer.

    —El paciente afirma que no es humano y que viene de otro planeta. ¿No tenéis leyes?
    —Ni leyes ni jueces.
    —¿Cómo distinguís el bien del mal?
    —Todo ser del universo distingue eso. Los humanos, la mayoría, suscribís la política del ojo por ojo; una vida por otra. Los humanos... Te aseguro que cuesta imaginar cómo habéis llegado tan lejos.

    A mitad del tema, cuando ya nos tiene atrapados, viene otro fragmento:

    —Estoy confundido, pero tal vez puedas explicármelo. ¿Cómo es posible que, al ser un visitante del espacio, te parezcas tanto a mí o a cualquier otra persona de la Tierra?

   Para saberlo tendrás que escuchar la canción, ver la película o leer la novela. Aunque para ser preciso, yo no lo hice en ese orden.



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