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25/3/24

325. En el polígono industrial

    Trabajábamos en el polígono industrial más mugriento del extrarradio. No recuerdo muy bien cómo fuimos a parar allí. Habíamos finalizado nuestros estudios universitarios, nadie nos contrataba y la fuga de cerebros todavía no era una realidad. Lo que sí recuerdo es que aquel lugar nos contagiaba su decadencia y no nos apetecía mucho sonreír o emprender nuevos proyectos.

    Una vez dentro del polígono, en dirección a nuestra nave mal ventilada, casi siempre nos cruzábamos con borrachos y perros callejeros dispuestos a saltarnos al cuello a la mínima oportunidad. Quizá es que estaban más jodidos que nosotros. También había camioneros solitarios que a golpe de claxon se abrían paso a través de toda aquella mierda. 

    Éramos ocho y teníamos tres jefes (dos hombres y una mujer). Estaba claro que querían tenernos bien controlados y sometidos. Tres jefes que nos miraban por encima de la montura de sus gafas como si nos estuvieran perdonando la vida. También recuerdo que, de camino a aquel trabajo, era más soportable la resaca que arrastraba la mayoría de los días que el hecho de tener que obedecer a aquel trío de pobres hartos de pan.

     En base, éramos archiveros. La venta de nuestro tiempo consistía en un concienzudo filtrado de noticias que atendía al interés ideológico y geopolítico de los amos del cortijo, y que luego era utilizado de múltiples formas para crear corrientes de opinión y la división ciudadana.

    Nuestras semanas tenían ocho días, y es que nuestra esclavitud estaba organizada en turnos a prueba de fiestas nacionales y sublevaciones proletarias. De ese modo la empresa conseguía una productividad asombrosa, mientras nosotros perdíamos la noción del tiempo viviendo a espaldas de lo que quedara de nuestras vidas. 

    Empezábamos a estar de veras desquiciados, y yo me sentía atrapado en un punto de no retorno. Ya llevábamos cerca de un año y medio con aquello, cuando un día caluroso en especial, el compañero que tenía al lado me susurró: «Eh, Cabrónidas, he vuelto a oír las voces, joder, ¡tal y como me dijiste! Y ahora me dicen: «¡Mata, mata, mata!». 

    «Es normal», le contesté con una voz que no reconocí como mía. Y supe entonces que había llegado el momento de escapar de allí cuanto antes.





27/1/25

416. El vertedero del extrarradio

      Todos en la ciudad conocen la existencia del vertedero del extrarradio. Cualquiera que circule por la carretera comarcal en dirección al polígono industrial, justo en el kilómetro siete, no tiene más que mirar a la derecha y un poco hacia abajo para apreciarlo en toda su magnitud. A pesar de sus 7.550 metros cuadrados, desde ese punto concreto tampoco es que parezca gran cosa. Pero no está nada mal para un lugar, antaño salubre, del que muchos decían que no llegaría a convertirse en lo que es ahora. 

    El vertedero del extrarradio tiene la singularidad de que, en sus cordilleras residuales de abandono, las montañas de la izquierda se erigen en una gran variedad de escombros, mobiliario y aparatos eléctricos. Mientras que las de la derecha se alzan en toneladas indecentes de bazofia, juguetes de todo tipo y toda clase de plástico. Nadie sabe el porqué de ese orden en un caos de inmundicia, pero sigue respetándose desde el principio. 

    Como es lógico, en ese ecosistema ruinoso de zonas contaminantes que humean, también proliferan nubes negras de moscas en constante agitación y cientos de ratas de tamaño gatuno, por horror y desgracia del inagotable bufé libre que disponemos para ellas sin vergüenza alguna. A fin de cuentas, el vertedero del extrarradio es el destino último de todo lo material que ya no se quiere. 

    El lugar idóneo para quienes necesitan desembarazarse de cualquier cosa lo antes posible, sin tener que responder a preguntas incómodas.

    Cualquier cosa.



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