12/5/25

446. En el templo

    Tras décadas de búsqueda encontré el templo del que hablaban algunos legajos antiguos y ciertas organizaciones secretas. No tenía pensado entrar de inmediato, pero una tormenta inusualmente violenta se desató en aquel mismo momento, así que cambié de opinión y decidí ponerme a resguardo. 

    Aquel lugar aislado y remoto era acogedor. La sutil penumbra del interior invitaba al recogimiento y me invadió la sensación de lo ancestral y lo oculto. El silencio apenas era perturbado por la presencia de unos pocos fieles sumidos en la evasión o el consuelo, cuyos pasos eran custodiados por las imponentes vidrieras, que vibraban con los truenos y se iluminaban en una suerte de policromía merced a las feroces descargas eléctricas. 

    Me sentí protegido por aquellos viejos muros de piedra azotados por la lluvia. Me sentí bien a pesar de las truculencias que se contaban de aquel sitio prohibido. Cansado, más por el final de la búsqueda que por viejo, decidí sentarme en una de las bancadas próximas a la entrada, acunadas por la temblorosa luz de las velas. No sé qué hora era, pero la presencia de la noche coincidió con la aparición de quien intuí era el sumo sacerdote, el cual se colocó frente al altar para dar inicio al siniestro ritual que yo llevaba años investigando, de modo que activé mi cámara oculta y empecé a grabar.  

    A una señal del inquietante presbítero, los feligreses entonaron un cántico de dicha y contrición en un extraño idioma. Como desconocía la letra y tenía que pasar desapercibido, me limité a corear utilizando vocales más o menos concordantes con la nota dominante. Luego se despojaron de sus ropajes hasta quedar desnudos, y agrupados en torno al altar, sin cesar la salmodia, asieron unas grandes cruces con las que empezaron a girar sobre sí mismos en un trance macabro. Aquello tenía algo de terrorífico y liberador a un tiempo. Aquello era el perfecto colofón que nos propone la espiritualidad más pagana para ascender más allá de lo terrenal. 

    Sin razón aparente, las cruces prendieron en llamas, y los creyentes, sin soltarlas ni consumirse con ellas, comenzaron a sangrar por todo el cuerpo con una sonrisa en los labios. Sobrecogido, verifiqué que toda la información recogida durante mis largos años de estudio era auténtica, y me vi obligado a creer. Y sabiendo lo que seguía después de aquella danza a contra natura, apagué la cámara, salí del templo sin mirar atrás, y me adentré a la carrera en la salvaje borrasca jurándome no volver a pisarlo. 

    Aquello era demasiado, incluso para mí.



9/5/25

445. Opciones existenciales

    Podemos mostrar nuestra mejor sonrisa para ocultar que hemos tocado fondo mucho antes de sobrepasar el nivel crítico de frustración. Y trascender nuestra propia escatología más allá de miseria y muerte hasta experimentar la verdadera realización.

    Podemos albergar la opción de la cuchilla y el agua tibia como un modo de decir que os jodan, o bien respirar el dulce adiós del monóxido de carbono. Pero podemos permanecer, a pesar de todo, y autodestruirnos trabajando muchas horas extras. O fumando, bebiendo y drogándonos como solo hacen los idiotas más felices del reino. 

    Sin embargo, antes podemos cerrar los ojos y soñar con mil mundos a nuestra medida que jamás existirán. Y escribir sobre ellos hasta que se vuelvan reales. O ver una película detrás de otra hasta dar con la trama que nos ayude a entender de qué coño va todo esto. Y si nada de eso funciona, podemos quemar iglesia, banco y estadio, e irnos en busca de otros aires, no sin antes despedirnos del vecindario dejando la espita abierta del gas y una vela encendida.

    Pero podemos no ser tan drásticos, disfrutar de nuestra autocompasión y volvernos un poco despiadados e intensos. Y hasta sentir esperanza como máxima utopía deseable, mientras nos masturbamos con dolor por cada oportunidad perdida y cada recuerdo de salvaje intensidad, hasta lograr cortar con todo nuestro pasado por erróneo y asíncrono.

    En cualquier caso, no voy a centrar mi actual cotarro existencial sobre el color del humo de la fumata.



5/5/25

444. Caprichosa inspiración

    Hemos de retroceder hasta el verano de 1992. Recuerdo que la película ya estaba empezada y ni siquiera me interesé por el título. También recuerdo que a mitad de metraje me dormí y cuando desperté, vi el fotograma que años después inspiraría la entrada número 442 de esta bitácora. Pero en ese mismo momento alguien apagó el televisor, pues teníamos que salir de la camareta de arresto del cuartel para formar. Nos habían llamado a filas y estábamos cumpliendo un mes de privación de salida por indisciplinados. 

    Desde aquel día tengo ese fotograma grabado a fuego, y no he dejado de preguntarme a qué película pertenece, ya que ninguno de los que estuvieron viéndola lo sabía. Pero ayer, buscando imágenes curiosas y fuera de lo común, apareció ese mismo fotograma de la manera más inopinada, y por fin me he quitado la obsesión de encima. Por supuesto, me descargué la película y la vi como corresponde: es decir, por el principio y sin dormirme. 

    La verdad que me ha alegrado reencontrarme con Perbisterio Ranado.


    

1/5/25

443. A oscuras

    Nunca había visto la ciudad tan muda y fuera de lugar. Pero es que estaba apagada y no eran muchas las almas que transitaban por ella como luciérnagas extraviadas. Los electrones habían dejado de moverse cuando gozábamos de luz solar, y ahora que era noche cerrada, parecíamos tan ausentes como la energía que producen. 

    Las únicas pilas que tenía en casa eran las destinadas al mando a distancia del televisor y del reproductor de A/V. Cacharros a mi disposición y en perfecto estado, como otros tantos, que por muy versátiles que fueran no me servían de nada. La situación era un buen recordatorio de nuestra dependencia y vulnerabilidad, además de que nos desnudaba y nos hacía humildes. 

    Creo que también más cercanos, pero no menos estúpidos.

    Disponía de una buena linterna en casa —eso sí— y de las pilas que la alimentan, pero preferí encender tres velas macizas circulares más grandes que una bola de billar. Y agradecí para mis adentros que el libro electrónico tuviera la suficiente carga (me reí) como para estar leyendo un buen rato hasta que me venciera el sueño. Y eso hice, más o menos como hago siempre. 

    Seguro que otras personas solitarias como yo —o no tanto— también encendieron sus velas y sus libros. Y a otras les dio por la meditación y trascender su propio yo (signifique lo que coño signifique eso), como que hubo parejas de toda condición que volvieron a reconocerse y a reencontrarse. Y quién sabe si hasta redescubrieron lo que era hablarse de verdad. 

    Mientras que otras personas, en grupo o en soledad, sintieron el impulso ritual de dibujar un pentagrama invertido en medio del comedor e iniciar una invocación. O sacar la Ouija de debajo de la cama, anudar las tijeras en mitad de un libro, o mirarse en el espejo el tiempo suficiente que requiere la presencia del otro lado para manifestarse. 

    A fin de cuentas, se dice que también son canales válidos de comunicación, y todo es posible a la luz titilante de las velas. Aunque no seré yo quien lo compruebe, ni siquiera para suplicar a Dickens o a Bradbury que me enseñen algunos trucos nuevos.



28/4/25

442. En el sótano

    El viejo Perbisterio Ranado vivía en un lúgubre sótano preñado de ácaros y humedades al resguardo de la hiriente radiación solar. La imagen del mundo que le ofrecían las mugrientas ventanas de su pequeño habitáculo, consistía en el desfile de los calzados dispares de los viandantes, de alguna silla de ruedas y del típico imbécil acelerado del patinete eléctrico. Todo ello acompañado con la cacofonía del tráfico congestionado y el piar enloquecido de los pájaros.

    Tampoco necesitaba más. Gracias a la pensión por demencia, el viejo Perbisterio Ranado tenía ordenador y conexión a internet. De modo que se proveía de todo cuanto necesitaba sin ningún tipo de contacto humano, salvo cuando el mensajero tocaba a su puerta pedido en mano. Debido a su merecida inactividad, se pasaba todo el día pensando, hasta que un día su mente trascendió y descubrió que había desarrollado una capacidad especial para predecir pequeñas catástrofes naturales. 

    Así lo supo el primer jueves de abril de hace dos años, cuando diluvió con tal intensidad que la red de drenaje de la ciudad se colapsó, las aceras se volvieron resbaladizas y homicidas, y el rugido de los riachuelos discurrió por las calles arrastrando vehículos aparcados, algunos seres humanos y toda clase de mobiliario urbano. Justo al iniciarse aquella catástrofe, sin saber por qué, la brillante tonsura de su coronilla empezó a palpitar como un corazón desbocado. 
 
    En pocos minutos, el agua irrumpió en cascada por los ventanales de su sótano, junto con condones, pañuelos de papel, compresas, pañales, paquetes de tabaco, bolsas de basura, esputos verdes y tres o cuatro animales muertos, dándole el tiempo preciso para sentarse en su sofá en posición fetal, y contemplar cómo en cuestión de segundos su querido hogar se convertía en un maloliente lodazal de odio líquido y mierda. Para cuando el agua dejó de entrar hasta alcanzarle los tobillos, el suministro eléctrico se había interrumpido, y se dio cuenta de que el pálpito de la coronilla había remitido. 

    Desde aquel fatídico día, el viejo Perbisterio Ranado sigue en la soledad de su sótano estudiando su facultad predictiva para poder anticiparse con éxito a futuros desastres naturales, si es que llegan. Y no la compartirá con nadie, pues desde hace años se acostumbró a estar muerto para el resto del mundo que le dio la espalda.




24/4/25

441. El aterrizaje

    Dos tipos urbanitas se desplazan por las alturas en un globo aerostático. En un momento dado, deciden aterrizar en una gran extensión de tierra de tonalidades verdes y ocres. Unos metros antes de que el globo toque tierra, a lo lejos, otro tipo se aproxima hacia ellos con paso apresurado. El globo ha aterrizado y los urbanitas bajan de él. Uno de ellos graba con un móvil cómo el otro hombre se va acercando. Cuando está lo bastante cerca, ambos urbanitas comprueban que es un tipo de campo, muy enfadado, que vocifera y gesticula.

    El hombre de campo les pregunta, airado, quiénes son y por qué aparcan en su terreno en el cual no se puede aparcar. Los hombres de ciudad, en tono correcto, contestan al respecto que son el piloto de la aeronave y el comandante, y que se han visto forzados a un aterrizaje de emergencia, no a aparcar. El hombre de campo exclama qué aeronave ni qué leches. Que eso es un globo de esos que vuelan y que al aterrizar ha asustado a sus animales que pastaban con calma.

    Los hombres de ciudad aseveran que no había más remedio; que el aterrizaje era de vida o muerte. El hombre de campo, aún más furioso, les impreca que ellos son los culpables de que sus animales estén por ahí desperdigados a kilómetros de distancia de donde debieran estar, y que reagruparlos sí que va a ser de vida o muerte. Con todo, los hombres de ciudad le explican que hay que anteponer la vida humana a la animal; que eso es lo correcto. El hombre de campo, ya sacado de quicio, los insulta y les exclama que lo único importante, cuando se trata de la invasión de su terreno, son sus animales.

    Los hombres de ciudad contestan que se calme y que no les falte al respeto, que ellos no lo han hecho. El hombre de campo les grita que tendrían que haber aterrizado en “el otro lao”, aunque dada la enormidad del descampado cuesta determinar dónde está. Luego, sin visos de calmarse, se aleja mientras afirma que los va a denunciar y que recen porque ninguno de sus animales se haya hecho daño, pues están asegurados y con todos los papeles en regla. 

    También les amenaza con que va a volver con su hermano, y que cuando eso suceda, mejor que no estén ellos ni el globo, porque su hermano no razona como él: solo actúa.



  

21/4/25

440. Descanso eterno

    Aunque me llaméis oportunista y otras cosas merecidas e inmerecidas, es un buen día para colgar esta canción.




17/4/25

439. Operación retorno

   Era Semana Santa. Miles de personas ya se habían alejado de sus primeras viviendas, y otras tantas lo harían en las próximas horas. Mientras que nosotros cuatro, montados en la vieja chatarra oxidada de Crisógono, regresábamos a las nuestras con el temor de que en cualquier momento un repentino flash de luz irrumpiera en nuestra trayectoria, y en un segundo nos viéramos tele transportados a cualquier lugar indeseado.

   Pero no sucedió tal cosa. Por lo visto, las fuerzas intangibles y poderosas que hasta no hace mucho habían jugado con nosotros, estaban de vacaciones como mucha gente, u obrando a su antojo con la vida de otros desafortunados pecadores. De modo que no aparecimos con el coche en lo alto de un campanario, ni al borde de un precipicio, ni dentro de un supermercado, ni en ninguna dimensión alternativa que no fuera la habitual. 

    Aunque ese hecho tampoco nos privó de un par de percances.

    Los primeros doscientos kilómetros los recorrimos con Crisógono al volante, y como es lógico, fueron una balsa de aceite, puesto que atiende a las normas de circulación como Moisés a los Diez Mandamientos. Yo no conduzco con tanta corrección, pero cuando me tocó a mí, tampoco hubo percances destacables en los doscientos kilómetros y pico que siguieron. 

    Sin embargo, la placidez se trastocó cuando pusimos nuestras vidas en manos de Demenciano. Para entonces ya habíamos dejado la autopista, era de noche y circulábamos por una carretera nacional. De improviso, fuimos arrancados de cuajo de nuestro duermevela, cuando Demenciano tiró del freno de mano con la misma brusquedad con la que giró el volante, cambió su sentido de marcha y aceleró hasta ponerse paralelo al camión cisterna de cuatro ejes y treinta toneladas que, según él, lo había deslumbrado con las luces de carretera. 

    Ambas máquinas iban a considerable velocidad, y comprendimos que la intención de Demenciano era echar el camión a la cuneta. Pero lo que echamos en falta fue la puerta del copiloto de nuestro vehículo, cuando al primer contacto con el camión se desprendió con un intenso gemido chatarrero. Menos mal que Demenciano pensó que no era momento de desguazar el coche, así que desistió, se paró en el arcén y cedió el volante al Loco, el cual no tenía carnet de conducir, pero conducía si la situación lo requería. Como castigo, Crisógono y yo decidimos que Demenciano ocupara el asiento sin puerta, aunque a pesar de las ropas de abrigo, sabíamos que nos íbamos a helar tanto como él.

    Y así fue durante los últimos doscientos kilómetros que nos quedaron por cubrir. Pero antes, tras una hora y media de conducción, el Loco se desvió a la derecha, desacelerando lo mínimo para no volcar, y entró en un área de descanso directo a una agrupación de dos adultos y tres niños, a los que desperdigó como bolos en un embrutecido arrebato de pleno al cinco. Luego continuó hasta reincorporarse a la calzada principal como si nada hubiera ocurrido.

    De nada sirvió que Crisógono y yo le preguntáramos, un poco alarmados, a qué había venido eso, ya que el Loco jamás hablaba. En veinte años de amistad nunca le habíamos oído pronunciar palabra alguna. No sabíamos si es que era mudo de nacimiento, o callaba por algún tipo de reivindicación o creencia. Según cómo, era una especie de versión demoníaca de Bob el Silencioso, y lo único que hizo fue sonreír, entretanto Demenciano ya hablaba por él, exclamando que había sido una pasada. 

    Llegamos a nuestra ciudad de madrugada y sin más incidentes, con el parabrisas agrietado, sin parachoques, con una puerta menos y con más abolladuras que hace unas horas. Demenciano, un poco congelado, se ofreció llevar el coche a un tren de lavado, pues además de los bichos de la calandra, también había restos de los atropellados. Pero al final, Crisógono y yo decidimos que lo mejor sería hacer desaparecer cualquier cosa que hubiera dentro, junto con las matrículas y el número de bastidor, y abandonarlo en el vertedero. Y como a Demenciano y al Loco les gustaba ir allí, se prestaron a ello sin reservas. 

    Quizá incluso le prendieran fuego para calentarse, ya que con ellos dos, todo era posible. Al menos, ya estábamos en casa y por fin nuestras vidas volvían, digamos… a la normalidad.


 

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