20/1/25

414. El discurso

     No os lo vais a creer. Yo estaba en lo alto de un púlpito de madera noble. El púlpito, colocado en medio de un gran escenario. El escenario, situado en el extremo de una sala en penumbras. Y la sala, dentro de una edificación cuya ubicación desconozco. En el otro extremo, ocupando más espacio que el escenario, había quinientas butacas dispuestas en formación militar, cada una de ellas ocupada bien por un hombre, una mujer, una niña o un niño. 

    Todas aquellas personas, a la espera de que iniciara mi discurso, me miraban como si quisieran adueñarse de mis pensamientos. De conseguirlo, sabrían que era la primera vez que tenía que hablar en público, y que me sentía incapaz de verbalizar lo impreso en los papeles que descansaban a pocos centímetros de mi vista, entre dos micrófonos de varilla largos. 

    Hasta mí llegaban las respiraciones, murmullos y crujidos de las butacas que producían al reacomodarse. Eran señales inequívocas de impaciencia, y no ayudaban en nada a vencer mi miedo escénico, así que decidí imaginarme desnudas a todas aquellas personas, pese a que la mitad de ellas eran menores, pero no funcionó. Luego las imaginé muertas además de desnudas, y el resultado fue peor: cabezas desplomadas hacia delante con las bocas babeando, y otras tantas colgando por encima de los respaldos de las butacas con miradas inexpresivas al techo, más otros cuerpos doblados por la cintura como espantajos de trapo.

    «Mierda», pensé, «esto no va a salir bien». Cerré los ojos con un estremecimiento, y al abrirlos, las cabezas de los hombres y las mujeres se habían convertido en moais que me miraban con rocosa seriedad. Aunque lo que me causaba más perplejidad era la grotesca desproporción entre cabeza y cuerpo. Lo mismo que los niños y las niñas, que no eran tales, sino muñecos de ventrílocuo de grandes ojos expectantes y siniestras bocas mecanizadas. 

    En la sala ya no se producían crujidos de ningún tipo; menos aún murmullos y respiraciones. Sin tiempo de pensar en cómo era posible, las palabras que tenía atropelladas en la garganta se liberaron, y empecé a conferenciar con increíble fluidez. De tanto en tanto, los hombres y mujeres Moai asentían e incluso sonreían, y los niños y niñas muñeco, como si de veras tuvieran en el interior de la nuca la mano de un ventrílocuo, se agitaban y articulaban párpados y boca. 

    Así fue como pude impartir mi profundo conocimiento sobre la cría del champiñón cojonero por riego a aspersión en las cimas del Everest. Sobre todo en lo referido a sus múltiples propiedades curativas y nutritivas, además de las alucinógenas, del todo potentes e invasivas.



16/1/25

413. Efemérides 2

    Tal día como ayer, 15 de enero.



    Enhorabuena, Galicia. Ayer, ahora y siempre.

13/1/25

412. La mujer del supermercado

     Por muy cerca que tenga a una persona, no soy nada bueno determinando su edad, sea quien sea, esté viva o muerta. Por lo tanto, diría que la mujer del supermercado tiene más de treinta y cinco años, pero menos de cincuenta.

    Llega poco después de que abran, o a primera hora de la tarde, pero nunca entra. Se sienta en un escalón muy cercano de la entrada y, en función de la caridad de los que sí entramos, espera reducir el vacío del carro de la compra que tiene al lado. 

    Desconozco si cumplimos con sus expectativas, si es que las tiene. No sé si lo hace por verdadera necesidad o picaresca. Lo cierto es que a veces las cosas no son lo que parecen, y otras son peores de lo que imaginamos, lo cual tampoco aclara nada.

    Hoy la mujer del supermercado vuelve a estar. Como ayer. Como casi cada día desde hace unos ocho meses, más o menos. Lo sé porque me basta con mirar por la ventana (no indiscreta) de la habitación en la que escribo.

    No sé si estará cuando yo tenga que volver a comprar. Ni si estará mañana. Ni si alguna vez la veré sonreír.


    

9/1/25

411. De vuelta a las cadenas

    Ya han finalizado los tres rituales masivos del año, y con ellos las vacaciones. Por lo tanto, de nuevo regresaré al trabajo que volverá a anularme. Uno que seguro muchos querrían, y el mismo que me ha permitido comprar, de sobra, todo lo material que he deseado o creído necesitar. Eso no evita que deteste en abundancia y profundidad todo el mundo laboral en general.

    Nunca me han gustado las jerarquías de ningún tipo ni recibir órdenes. Y cuando las he tenido que dar, menos. También me asquean esas putas evaluaciones de perdonavidas sobre la capacidad individual del esclavo, ya sea subcontratado o de la empresa. No dejan de ser cribas de ganado en las que se escogen los ejemplares más dotados para la causa. Vale, hasta ahí puedo entenderlo. Pero las piezas que se desechan merecen el mismo respeto, y de puertas para adentro no es tal. 

    O esas reuniones trimestrales de mierda —porque la alta dirección es así de avanzada y estupenda— en las que se supone que la pieza más insignificante de la maquinaria puede expresar, con total libertad y sin temor a represalias, las carencias a solucionar que la empresa tiene y que nunca deben llegar al dueño de la misma porque se contraponen con los intereses intocables de la producción. 

    Como es de esperar, son muchas las que se exponen, y más las que se desoyen. Y luego está ese par de pandillas endiosadas, que no son más que las grandes putas del amo: Recursos Humanos y Comité de Seguridad e Higiene. ¿Os suena?

    Total, que durante todo el año, el calendario laboral me indicará qué días son de libertad y cuáles de esclavitud. Y en función del turno dispuesto en aras de la productividad, también me dictará a qué hora tengo que almorzar, comer, cenar, dormir, despertarme y, en definitiva, vivir. No como quiero, sino como debo. Como quiere cualquier empresa a la que vendes tu tiempo, y tiene a bien el comprarlo si superas el proceso de selección.

    De todas formas, qué afortunado soy si esto es lo máximo a lo que puedo aspirar como queja. Y porque algún día, más pronto que tarde, ese puto calendario será el último que rija mi vida. 

    El último. 



6/1/25

410. Día de reyes

    Era día 5 de enero de 2025 y había anochecido. Uno de los empresarios más ricos de la zona euro, desde la azotea de uno de sus edificios, se estaba fumando un puro en compañía de su hijo de dieciséis años. Desde aquella altura, los contribuyentes, consumidores y algún que otro parásito sin apellido de alcurnia parecían algo menos que hormigas. 

    —No sé, papá. ¿Tú crees que seguirán tragando?

    —Bah, no te preocupes. Siempre tragan vendas lo que vendas. 

    —Ya, ya, pero es que no paran de comprar los mismos productos año tras año. La mayoría de ellos ni siquiera esperan a que la obsolescencia programada les diga cuándo tienen que volver a gastarse el dinero. Papá, ¿no nos estaremos pasando?

    — Ja, ja, ja, claro que no. Todo obedece a la misma lógica. Ninguna de las personas que ves ahí abajo se ha preguntado hasta qué punto es necesario que un móvil pueda realizar mil y una funciones además de la principal. ¿O para qué necesitan las familias un escáner, un coche de doscientos caballos y una impresora cuyos cartuchos, según el poder adquisitivo, valen más que la propia máquina? Tan solo adquieren por imitación, por envidia e impotencia. 

    — Sí, papá, pero me resisto a creer que no se den cuenta de que todo es un engaño. No hace mucho, por ejemplo, les vendimos los televisores de plasma a doce mil euros, luego rebajamos el precio e incluso nos sacamos de la manga modelos ridículos para que el más pringado tuviera su pequeña pantallita en el comedor. Y así con cualquier aparato. Entiendo que tengamos que ofrecerles la tecnología migaja a migaja, pero tiene que haber un límite, ¿no?    

    No era una noche muy fría. Avaricius le dio una buena calada a su Gurkha Real. Con su brazo izquierdo rodeó por los hombros a su hijo Codicius y lo miró con cariño.

    —Hijo, ya saben de sobra que todo es un engaño, pero hemos conseguido que no les importe, ¿entiendes? No se trata de lo que ofreces, sino de cómo lo vendes. Y de seguir convenciéndoles de que sus vidas ya no pueden ser de otra manera. Es algo así como nuestros amigos los bancos: hemos conseguido que nadie pueda prescindir de ellos. 

    —Sí, papá, eso lo entiendo; la manipulación en los medios de comunicación, en las redes y las ofertas engañosas. Yo me refiero al talento, al espíritu. ¿No se dan cuenta de que, por muy moderna que sea la cámara digital, el ordenador, el móvil, la IA o lo que sea, la falta de talento será la misma que demostraban antes?

    —Ja, ja, ja, ahora te pareces a tu madre, pero escúchame bien, Codicius, esto no tiene nada que ver con el arte y la sensibilidad. De hecho, la creatividad está relacionada con la escasez de medios, aunque si lo supieran, dudo que les importase. Hijo, lo único que les importa es no quedarse desactualizados. Y si no quieren desactualizarse, van a tener que comprar el cacharro que a nosotros nos dé la gana. Nosotros marcamos la tendencia y conseguimos que consumo y estupidez sean la misma cosa. Fin de la historia, ¿comprendes?

    —Pero, papá, ¿qué pasa con todos esos cacharros que la gente ya no quiere aunque funcionen? ¿Dónde van a parar? 

    —Con esos aparatos no pasa nada de nada, hijo. Nadie reciclaba antes, al menos en el fondo del asunto, y nadie lo hará ahora. Algunos los guardarán en el armario por vergüenza o para coleccionarlos, y otros los tirarán al contenedor más próximo. Lo importante es que siempre quieran estar actualizados, y que sus hijos, ya desde preescolar, aprendan a cometer los mismos errores.

    —Creo que ya lo he entendido, papá. Aunque... después de lo que hemos hablado... ¿Me enseñarías la nueva tendencia tecnológica prevista para el 2028? Me ha dicho mamá que no hay grandes cambios, pero los suficientes para que la gente se vuelva loca. 

    —Ja, ja, ja, ja, claro que sí, hijo. Ven aquí. —Avaricius engulló a su hijo Codicius en un caluroso abrazo. Sin duda era su bien más preciado, y el sustituto adecuado para el día de mañana dirigir el imperio. 

    Entretanto, los Tres Reyes Vagos ya habían llegado del lejano Oriente a ciudades occidentales. Y como tenían el don de la ubicuidad, desfilaban por ellas al mismo tiempo, repartiendo saludos y caramelos a miles de pequeños y potenciales consumidores. 



2/1/25

409. Demenciano desatado

    Quién lo iba a decir, ya estábamos en 2025 y seguían sin arder las Administraciones Públicas. Por lo visto, pasaran los años que pasaran, nuestras tragaderas eran ilimitadas. Esa era una de las muchas realidades que enfurecían a Demenciano, y de no ser porque los sectores cuerdos y biempensantes de la sociedad nunca escuchaban a nadie, y siempre perseguían al disidente y al inadaptado, quizá habría expresado su furia en palabras y acciones. Pero Demenciano estaba cansado, de modo que optó por callar y acumular resentimiento.

    El vagón de metro en el que iba estaba saturado y olía peor que de costumbre. Demenciano se duchaba a diario, así que no entendía por qué había quienes, en perjuicio de la buena higiene, abusaban de potingues varios, fueran o no malolientes. Algunas de aquellas personas incluso apestaban a mierda. Joder, era insoportable. ¿Es que no se limpiaban el culo como era debido? ¿No sabían para qué coño servía el bidé? Estaba claro que aquel hedor no podía provenir de la mierda que el grueso de la ciudadanía tenía aposentada en el cerebro. 

    Por si fuera poco, había dormido mal y sentía palpitar las sienes. Aún se encontraba bajo los efectos de la absenta, deglutida en Nochevieja junto con sus amigos Crisógono, el loco y el que suscribe, mientras divagábamos sobre el vacío del alma y la anulación del ser bajo la fría luna invernal. Demenciano cerró los ojos de puro aturdimiento, y al segundo de abrirlos sintió toda la deshumanización que cualquier sociedad que se precie genera en sus habitantes acomodados cuando alcanza ciertas cotas de barbarie no reconocidas.

    Al llegar a la estación Espanya, era imposible que cupiera más gente en el vagón. Con todo, una vieja decidió demostrar lo contrario, haciendo valer a empujones los derechos adquiridos propios de su edad, pues la honorable anciana debía rozar los ochenta, aunque aparentaba cien. El pelo de la vieja era un estepicursor canoso de ideas perecidas. Su boca, una desagradable línea recta de labios apretados, y sus ojos, dos diminutos orificios secos de mirar sin ver. Y el bastón que la sostenía machacó el dedo meñique del pie derecho de Demenciano.

    El envoltorio decrépito ni siquiera se disculpó, así que Demenciano, tan pronto como el metro se detuvo en la estación Catalunya y se abrieron las puertas, le propinó un potente rodillazo en el culo. Aunque no lo bastante rápido, pues las puertas se cerraron y apresaron a la vieja por la cintura. Demenciano esperaba que las puertas se abrieran, pero no fue así. El metro reinició su recorrido, y justo cuando el túnel se lo tragó, hubo una pequeña explosión de sangre y el esquelético pataleo de la abuela cesó de inmediato. Se oyeron un par de gritos tímidos; una persona levantó la mirada y al segundo la bajó, y la mayoría siguió concentrada en sus vidas vacías y la nada. 

    Demenciano eligió apearse en la siguiente estación, Arc de Triomf, preguntándose por qué había personas que a una edad avanzada vivían con prisa, cuando estaban más cerca de la muerte que de cualquier otra cosa. Aunque aquello fue un accidente, claro. En fin, las puertas ensangrentadas se abrieron, el cuerpo medio cercenado de la vieja quedó liberado, cayó cual despojo, y Demenciano lo eludió con un grácil salto. Como era de esperar, nadie le detuvo ni exclamó: «¡Eh, tú!, ¿qué ha pasado?». Pero sí hubo muchos que grabaron y fotografiaron el maltrecho cadáver.

    Una vez en la superficie, Demenciano se vio ahogado por cientos de viandantes que se desplazaban como guiados por algún designio perverso. Miradas de tristeza, pánico y locura que venían de cualquier parte para irse a cualquier otra. Hasta que uno de aquellos abducidos impactó contra su hombro con cierta intensidad, cierta saña y manifiesta indiferencia, sin disculpa alguna. Demenciano no tuvo más remedio que modificar su ruta para realizar otra buena acción social.

    Al llegar al primer semáforo peatonal en rojo, Demenciano se colocó detrás del descortés caminante. En ese momento pasaba un flamante autobús a considerable velocidad, y Demenciano empujó al desafortunado gilipollas en el momento exacto. Este cayó en cruz e intentó levantarse, pero en pocos segundos las ruedas de aquella gran máquina apresaron su mano derecha, plancharon el brazo, pulverizaron el hombro y comprimieron la cabeza hasta hacerla estallar. El conductor del autobús no se coscó de nada y continuó con su inestimable servicio público. Las redes sociales volvieron a echar humo, y algún que otro moderador de contenido entró en shock horas más tarde. 

    Demenciano se sentía animado y el pálpito en las sienes había desaparecido, así que decidió tomarse unos tragos en una zona multicultural cercana, la cual demostraba que, viniéramos de donde viniéramos, todos éramos igual de detestables. Salvo las putas, claro. Y es que Demenciano también tenía su particular escala de valores. Quizá por eso pidió cerveza antes que vino. Pero el jodido camarero cometió el error de mirarle con desprecio, de no darle los buenos días y de servir la cerveza sin los debidos cinco pasos, joder.   

    A punto estuvo Demenciano de arrancar el surtidor para clavarlo en la boca del camarero. Pero este se fue al cagadero y Demenciano decidió seguirle. Una vez allí, Demenciano lo estampó contra el sucio embaldosado para aturdirle un poco. Después lo agarró del pelo, introdujo la cabeza en el líquido denso y ocre del retrete atascado y la mantuvo sumergida hasta que dejó de forcejear. Luego regresó a la barra con un humor excelente, apuró la cerveza y eructó con delectación.

    Tantas buenas obras realizadas en un solo día habían desatado las ganas de follar de Demenciano, por lo que decidió acudir a uno de los muchos puticlubs de los que era cliente preferente. El día prometía ser de veras intenso. Dulce y romántico como el beso negro después de una copiosa defecación. Tanto era así que Demenciano salió del bar de la zona multicultural y, en medio de la ciudadanía, con los brazos en alto, no se pudo abstener de gritar a los cuatro vientos: 

    —¡Feliz año 2025, joder!



30/12/24

408. La cifra y la rima

   Como ya pasó en el 2005, presiento que todos los putos gilipollas conocidos y desconocidos de mi entorno van a estar todo el condenado año entrante con la consabida rima en la boca. Esa que estáis pensando, sí, esa. ¿Y sabéis por qué? Porque ninguno de ellos ha muerto todavía, joder. Todos siguen vivos.

    Lo peor es que en estos veinte años transcurridos habrán desarrollado hasta límites extraordinarios su odiosa capacidad para hacerse los graciosos sin serlo. Mientras que yo he perdido en paciencia, y apenas me calma ya recurrir a mi saco de boxeo, a mi cuantioso surtido de maldiciones o jugar a los dardos con la cara enmarcada de la princesa Leonor. 

    La experiencia ya me enseñó que los primeros cinco o seis meses son los más duros. Si durante ese tiempo logro contener los deseos sobrehumanos de darles sepultura, los meses restantes se harán mucho más llevaderos, y tanto yo como ellos podremos continuar con nuestras vidas, al menos hasta el 2035, que no es poco.



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