Hurgando en el fondo del cajón de los cacharros olvidados, además de mi colección inacabada de esporas, moho y hongos, encontré unos audífonos inalámbricos que no sabía que tenía. De modo que me los coloqué, salí de mi colmena móvil en ristre, y empecé a caminar por la calle gris bajo la bruma celeste de contaminación.
La canción de Callejón comenzó a sonar y se adueñó de mí desde el primer segundo, y me deje llevar como Gene Kelly en 1952, aunque sin lluvia pero multiplicado por seis. De modo que siempre hacia adelante, bien de frente, de lado o girando sobre mí mismo, durante cuatro minutos y once segundos hice mío el mobiliario urbano, mientras me prodigaba en una serie de aspavientos variados y desconcertantes, propios de un poseso.
La canción así lo requería, pues ya se sabe que la música, según se mire, saca lo mejor y peor de cada uno. Así que si tenía que gritar, gritaba. Si tenía que patalear o revolcarme por la acera, lo mismo; y si para compartir la energía que la canción me producía tenía que zarandear a cualquiera que se me cruzara al paso, también. Y todo eso, claro está, con la mueca grotesca correspondiente.
Incluso en el minuto 2,54 fue de rigor que rapeara con la gesticulación adecuada.
La canción finalizó como pasa con todo un día u otro, y con ella el histriónico espectáculo que brindé a los viandantes cercanos, los cuales no eran más que un conjunto de caras oscilantes entre el pasmo, el horror y el divertimiento. A pesar de ser hora punta, ninguno de ellos se contagió de mi entusiasmo, ni cedió a su locura interior por inofensiva que fuera; apenas parecían estar vivos más allá de sus auras moribundas.
No pude más que pensar que el enemigo había conseguido arrebatarles la chispa y adormecerlos por completo.