30/11/23

296. La última ramera del mundo

    La última ramera del mundo murió anoche en soledad, cuando fumaba cigarrillos sin filtro junto a las cortinas rojas del reservado. Al igual que su juventud, su tiempo se había acabado pero hablaría por ella en los más lejanos confines, porque no sólo se entregó por igual y con veracidad hasta el último día de su larga vida, sino que también amó sin impostura a todos y cada uno de los seres que por necesidad compraron sus servicios.

    La última ramera del mundo fue la única oportunidad de experimentar el placer carnal más allá del onanismo, que tuvieron hombres y mujeres de razas y edades diversas, cuyo aspecto facial y anatómico causaba rechazo en el grueso de la sociedad neurotípica y bien parecida. De modo que los hijos e hijas de la fealdad extrema y moderada, tras un desembolso monetario más simbólico que económico, también conocieron las virtudes del apareamiento venéreo.

    Pero la última ramera del mundo murió anoche, y todos los cuerpos indeseados, siempre en constante devaluación, de nuevo fueron repudiados. Meros envoltorios de piel poco o nada agraciados, condenados para siempre a la orfandad de la carne.

    Había muerto la última ramera del mundo, joder.



27/11/23

295. En tierra de nadie

    Apenas me reconozco cuando por obligación tengo que realizar todo aquello que aborrezco, y en el proceso no reventar en mil pedazos de la ira. Sigo sin entender mi afán por entenderlo todo, y a veces me pregunto qué carajo es esa pastosidad anaranjada de las albóndigas enlatadas. 

    Todo me parece cotidiano y vulgar cuando ruge el retrete al pulsar el botón cromado. A ratos me gusta y a ratos me disgusta. Y ahí me quedo de pie con los calzoncillos en el azulejo, taciturno, en un estúpido sentimiento de ambivalencia hasta que me invaden las preguntas. ¿Cómo crear de esta suerte grandes cosas? ¿O escribir algo digno de ser leído? ¿Cómo creerse alguien en este vodevil si cada mañana, ante el espejo, me dan ganas de abofetearme y de prenderos fuego? 

    Me aburren los trovadores de esta edad contemporánea y me apenan los eruditos de medio día que se emborrachan con la séptima cerveza. Hace ni se sabe que no digiero a los que reparten el pan y los peces sin probarlos antes de endosarlos a media ciudad. Por eso siempre trataré de que mi modesta presencia sea el origen más hirviente y primitivo de su irritabilidad. Aun a riesgo de quemar los pies de tanto que habré de correr, o acabando con los pies por delante.
 
    Ya no soy un ser humano, sino un Playmobil articulado que ya agotó todas sus expresiones. Tú también aunque lo niegues. Aunque te resistas a desmoronar de un soplido el palacio de naipes sobre el que te exhibes con orgullo cada vez que te abandona la lucidez, si es que alguna vez la tuviste. 

    Mañana saldremos a la calle con una sonrisa cómplice que trataremos de cruzarnos. Nos encontraremos rodeados de multitud y nuestros pecados seguirán mudos e inadvertidos. Nos saludaremos, quién sabe si con una mirada o un par de besos, pero será de verdad. Y coincidiremos en que el cortejo y el protocolo son absurdos preliminares que anulan lo trascendental de la fricción genital, tan rítmica, húmeda y pertinaz. De modo que follaremos sin contemplaciones, para luego acabado el baile embriagarnos con el cava más caro. 

    Iremos a bares donde el último trago siempre es el siguiente, y comeremos sin dejar de mirarnos y no nos parecerá incómodo. Despertará esa musiquita de nuestra infancia que viene de algún rincón olvidado de nuestros corazones, y sonará a culminación y sinergia. Y después seguiremos retozando en el filo de la catástrofe hasta que nos cansemos y acabemos en comisaría, allí donde la arrogancia va armada y siempre cree tener razón.

    Y nos atropellaremos en mil y una explicaciones que resultarán inútiles porque la ley nunca va a creernos. Sólo entonces, querida desconocida, todo quedará dicho y justo al límite de nuestras fuerzas saltaremos al abismo cogidos de la mano.




23/11/23

294. Causa y efecto

    Supongo que nuestros mayores nos educaron en función de unas directrices de corrección política. Nos dijeron que robar y mentir son asuntos de malas gentes y que la ostentación y la vanidad son de mal gusto. También nos explicaron que la ignorancia es atrevida y que ser un cenutrio iletrado no conduce a ninguna parte. Nos enseñaron que no importa el color de las personas y que el respeto ha de ser algo recíproco. Y que no tenemos que abundar en la molicie y la estulticia. Nos contaron que matar era el más terrible de los pecados.

    No sé si han hecho un buen trabajo.

    Nos movemos entre la casualidad y la causalidad, y entre esas dos variantes ocurre todo. La combinación de circunstancias imprevisibles e inevitables, o el principio según el cual nada puede existir sin una causa suficiente. No sé si hay alguna diferencia al respecto. Soy bastante profano en el tema y tampoco me interesa. Pero a fin de cuentas creo que ambos conceptos tienen una explicación basada en la percepción de ciencias o creencias muy susceptibles al debate.

    En función del reciente resultado electoral a la presidencia de Argentina, he recordado la inesperada muerte del fiscal Alberto Nisman, cuatro días después de que denunciara a la presidenta de Argentina de aquel entonces, Cristina Fernández y a otros funcionarios afines, por el encubrimiento de los terroristas iraníes acusados de perpetrar un atentado contra la AMIA en 1994. 

    Alberto, una vez hecha la denuncia, iba a exponerla (con pruebas y demás) ante la Comisión de Legislación Penal. Pero no pudo hacerlo, puesto que horas antes de la comparecencia lo encontraron en su departamento con un balazo en la sesera. El ministro iraní de Exteriores afirmó que el señor Nisman se había suicidado —cómo no—, pero investigaciones posteriores demostraron todo lo contrario. Mientras, Cristina Fernández consiguió esquivar la gran bola de mierda que se le venía encima.    

    ¿Casualidad o causalidad?

    Ahora, como es bien sabido, el presidente de Argentina es el delirante subhumano de la motosierra. Pero al menos no engaña como Cristina: lo ves venir de lejos.



20/11/23

293. De origen vegetal, con semillas

    Hay momentos en la vida de todo ser humano en los que hay que elegir. Decisiones trascendentales que determinan el rumbo de tu existencia. Decisiones que te definen y hablan por ti. Hay momentos en los que hay que decantarse por ricos nutrientes tales como ¿chirimoya o papaya? ¿Nueces o avellanas? ¿Pera o manzana? ¿Mandarina o naranja? ¿Melón o sandía? ¿Cerezas o fresas? ¿Plátano o piña? ¿Kiwi o melocotón? 

    No te alimentes sólo de carne y mierda procesada. Por una vida sana y equilibrada, sé tú también un hijo de fruta.



16/11/23

292. La criatura

    Las personas de ciencia que formábamos la expedición —cinco hombres y dos mujeres— nunca habíamos visto nada igual. La existencia de semejante criatura suponía un descubrimiento sin precedentes, con lo cual no bastaba un simple documental para atestiguarlo. Aquella cosa tenía un gran potencial y decidimos estudiarla a fondo. Y aunque no manifestaba ningún tipo de hostilidad, cumplimos con el protocolo de seguridad: disparamos nuestros rifles anestésicos contra ella y la capturamos. 

    A continuación la trasladamos a las instalaciones gubernamentales pertinentes. Allí disponíamos de todo el instrumental necesario para nuestra investigación. El ejemplar poseía una altura de 239 cm y un peso de 143 kilos. Ambos valores se reflejaban en su tremenda musculatura, preñada de innumerables cicatrices, suponemos que debidas a la convivencia en estado salvaje con el resto de especies conocidas. Pese a su apariencia humana masculina, el espécimen presentaba una protuberante deformidad craneofacial, que se extendía hasta los hombros como una grotesca escafandra. 

    Aquel engendro era aterrador y fascinante a partes iguales. Después de las mediciones anatómicas, la sorpresa llegó cuando superó de modo favorable todas las pruebas objetivas de razonamiento lógico no verbal. Observamos ahí una posibilidad real de entendimiento, y decidimos explotar esa vía de experimentación. A los diez meses ya sabíamos interpretar con acierto las diversas inflexiones guturales que producía la criatura, según el estímulo visual que le planteáramos. Tan solo faltaban por pulir algunos detalles, pero lo habíamos conseguido: podíamos comunicarnos. 

    En aquel punto del proyecto el estudio tendría que haber finalizado. Pero el resto del equipo quiso ir más lejos. Por supuesto, me opuse con gran rotundidad, e incluso amenacé con denunciar a las más altas instancias el incumplimiento del contrato. Incrédula de mí, fueron esas mismas instancias las que me apartaron del programa y me relevaron de mis funciones. Había sido engañada, y no pude más que observar, con absoluta impotencia, cómo la capacidad de resistencia de la criatura, al frío, al calor y al dolor, era puesta a prueba en un sinfín de prácticas nada éticas y despreciables. Así como la respuesta de su sistema inmunológico a toda variante de inoculaciones.

    Jamás pensé que sería testigo de algo así, y si eso también era ciencia, yo nunca formaría parte. Tenía pensado liberar a la criatura del modo que fuera, pero no hubo necesidad. Una semana antes de su presentación ante el gabinete científico de financiación, el resto del equipo decidió hacer un simulacro de la misma. La criatura, una vez fuera de la cabina de seguridad, fue colocada en medio del laboratorio ante una cámara de filmación. Sus manos estaban unidas por un grueso par de grilletes que parecían indestructibles. Entonces, cuando el led de la cámara se iluminó, se desató la barbarie. 

    No voy a describirles lo que vino después. Para eso tienen el documento videográfico que rescaté de la cámara y que adjunto al final del informe. Aquella cosa, fuera de sí por primera vez, acabó con todo el equipo en poco menos de cinco minutos, y convirtió el laboratorio en un matadero. Por razones obvias a mí me dejó con vida. Ahora, y aunque no me lo han preguntado, pienso que aquella cosa se dejó atrapar y que pudo haber acabo con todo mucho antes. Quizá, al igual que nosotros, sólo quería aprender. Pero no se lo han puesto fácil, ¿no creen?

   Después de ajustar cuentas, la criatura escapó de las instalaciones sin complicación alguna. Destrozó el enrejado de la ventana como si fuera papel. Tomó carrerilla y atravesó el cristal blindado sin importarle los doce metros de altura que la separaban del suelo. Luego corrió hacia la espesura a una velocidad como nunca he visto en ningún otro ser vivo. Regresó a su casa, ¿entienden? Al hogar del que nunca tendríamos que haberla sacado. ¿Y saben otra cosa? Ese engendro demostró mucha más humanidad de la que hicieron gala mis colegas durante todo el proyecto. Lo apresamos con la intención de enseñarle unas cuantas cosas, y ha sido él quien nos ha dado una lección.

    —Y bien, doctora Hepola, ¿está segura de que no tiene nada más que contarnos?
    —No, caballeros. Esto es lo máximo que van a sacar de mí y mi informe. Aquí tienen mi dimisión.



13/11/23

291. En los altos barrios y en los barrios bajos

    Yo hice algunos trabajos en esas grandes casas de los altos barrios. Allí el sol siempre brilla y el cielo es azul, y nunca hay suciedad ni malos olores. Los ricachones salen a regar el césped cuando le han dado el día libre al servicio. A veces también salen montados en sus cochazos, o bien a correr a pie o en bicicleta. Alguno de ellos incluso con escolta. 

    Casi nunca hay polis patrullando, ¿te lo puedes creer? Quiero decir que de vez en cuando un par de ellos asoman la jeta, saludan al contribuyente con un cordial gesto de cabeza y se largan. Nunca pasa nada en esos sitios. Aunque estoy seguro de que a la primera llamada telefónica acudirían de inmediato con toda la artillería. Créeme, si yo hubiera nacido en un sitio así nunca querría irme. 

    Pero mira dónde estamos. Todo apesta y no parece que estemos bajo el mismo sol ni el mismo cielo que ellos, ¿entiendes lo que quiero decir? ¿Por qué crees que la poli nunca viene aquí a saludar con todo lo que hacemos, eh? Te lo voy a decir, joder. Porque trabajamos para los mismos peces gordos que ellos, ¿entiendes? Sólo que en la otra cara de la moneda. 

    Verás, acércate y mira a esos niños de ahí, ¿los ves? Están jugando en el sitio donde frieron a aquel par de polis hace una semana. Aquel par de cabrones se lo merecían, créeme. Llevaban pintada en la cara las ganas de jodernos. Creían que nos estaban vigilando pero era el barrio quien los vigilaba a ellos. Así es la vida en este puto estercolero si no quieres volverte loco. 

    Sí, chaval, yo era como esos niños de ahí. Mierda, no tenía ni puta idea de lo que estaba pasando. Y cuando lo haces ya es demasiado tarde para escapar de aquí. Bien, ¿tienes tu arma a punto? ¿Estás listo para tu primer día en el negocio? Pues vamos. Hay que mover la puta mercancía y se está haciendo tarde. 



9/11/23

290. La librería del extrarradio

    Caminaba sin rumbo por una zona desconocida del extrarradio, cuando me encontré ante un muro de enredaderas que cubrían la fachada de una librería de apariencia vetusta. Las letras góticas que custodiaban la entrada decían: El Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados. Me sentí atraído de inmediato y decidí entrar. Tan pronto empujé la puerta arqueada de madera maciza, un aguijonazo de electricidad estática me sacudió la mano. Maldije por lo bajo y miré a través de las cristaleras que había a un lado y a otro de la misma, pero no vi más que oscuridad. Y justo cuando me di la vuelta para largarme, la puerta se abrió con un lamento. 

    Lo primero que sentí al traspasar el umbral fue un fuerte olor a podrido. Daba la impresión de que alguna tubería de residuos había reventado allí dentro. Mi estómago acusó la náusea olfativa con entereza acostumbrada, ya que era muy similar a la que emana de la sociedad actual. Lo siguiente que experimenté fue intranquilidad. Aquel sitio estaba desierto. No había nadie en el mostrador de cobro, ni en los numerosos pasillos que discurrían lustrosos por entre los cientos de estanterías. Tampoco en los silenciosos palcos que desaparecían en la alta negrura del techo abovedado. No había nadie salvo yo, en aquella estancia mucho más enorme de lo que parecía desde el exterior.  

    La puerta se cerró a mis espaldas con un suave chasquido, aunque a mí me pareció la detonación de un obús. Cuando tuve el corazón donde corresponde, fui adentrándome con recelo y lentitud en aquella gran solemnidad rectangular, alumbrada con timidez por un sinfín de pequeñas luces ambarinas que se perdían en la distancia. De pronto empezó a sonar a volumen ambiental una música añeja cargada de parásitos acústicos que parecía provenir de todas direcciones. Entonces advertí las manchas de sangre.

    Multitud de grandes explosiones purpúreas salpicaban de forma aleatoria, tanto a izquierda como a derecha, todos los volúmenes de aquel pasillo interminable. Seguí andando y la orgía de hemoglobina parecía no tener fin. El hedor se intensificaba por momentos y la música empezaba a ser de veras crispante. No sé si porque era incapaz de identificarla o porque parecía reproducirse al revés. 

    Con todo, aprecié que los libros que abarrotaban aquellas estanterías sanguinolentas eran gruesos grimorios que respiraban y siseaban. Cuanto más los miraba y escuchaba, mas tentado me sentía de sumergirme en sus páginas. De existir el Necronomicón, estoy seguro de que se encontraba entre esas miles de obras olvidadas y perdidas. Pero no estaba preparado para comprobarlo y enfrentarme con lo sobrenatural. No era el momento ni podía hacerlo solo. De modo que salí de aquella librería a la carrera, y con toda probabilidad batí algún récord de velocidad.

    Ahora estoy en mi nicho-vivienda cavilando sobre lo acontecido. No creo que haya sido víctima de uno de esos programas de cámara oculta en los que miles de hijoputas se hayan reído de mi inocencia. Aún después de lavada, mi ropa huele a putrefacción y las suelas de mis zapatos siguen manchadas de sangre, y no de la que gastan a litros en un slasher. Así que no sé si regresaré al Reposo de los Libros Perdidos y Olvidados. Si de nuevo la librería me permitiera entrar, tengo el presentimiento de que no sería para dejarme salir. Tampoco le doy mayor importancia. Estoy acostumbrado a convivir con el absurdo y lo escabroso, y en nuestro mundo hay a partes iguales tanto de lo uno como de lo otro.

    En fin, hay cosas que nunca entenderemos y cuya existencia es mejor ignorar.

    Aunque bien meditado, si tú me acompañaras... 


  

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